26-06-2010.
Es difícil creer que los bravos astures en Covadonga, los gloriosos piqueros en Flandes, los arcabuceros de Lepanto, los guerrilleros del Dos de Mayo, la IV de Navarra o las Brigadas de Casado, en Brunete, despertaran un ardor más intenso, una pasión más viva, un entusiasmo tan irrefrenable, como el que ha levantado en el Campeonato Mundial de Fútbol, la Selección Española, conocida últimamente por el sobrenombre de “La Roja”.
Ser buen aficionado al fútbol y español no está al alcance de cualquiera. Ser buen aficionado y español le convierte a uno en seguidor incondicional de la Selección Española de Fútbol, como al buen aficionado yemení le convierte en fiel seguidor de la Selección Nacional de la República de Yemen. Nada más lógico, por otra parte. Pues bien, ahora se ha puesto de moda entre los progres, los cursis y otras especies de idéntico pelaje no llamar a la Selección Española de Fútbol, Selección Española de Fútbol o simplemente, España, sino… “La Roja”.
La nueva denominación es confusa ya que, de las tres selecciones que acompañaban a España en el grupo H, sólo la camiseta de la Selección de Honduras no era de color rojo. La de Suiza, Chile y España, por supuesto, sí. En consecuencia, el último partido de la eliminatoria tuvo que jugarse entre dos selecciones con camiseta roja; y una de las dos, España, debió vestir de azul. La eliminatoria de octavos nos ha tocado jugarla con Portugal que ‑mire usted lo que son las cosas‑ también luce el color rojo en la camiseta. Se trata pues de una iniciativa innovadora y absurda, compartida por un numeroso grupo de horteras y snobs a la que se une la mayoría de locutores y pelotas en activo, amantes todos del color rojo.
El buen aficionado español, generalmente, permanece ajeno a estas mezquinas sutilezas del lenguaje. El buen aficionado español atesora en gran medida las cualidades de los héroes legendarios: espíritu combativo, capacidad de sacrificio y fe ciega en la victoria. El buen aficionado español aguarda impaciente la hora de comienzo del partido para enrolarse, junto a miles de desconocidos, en singular cruzada e inundar, de camisetas y banderas con el nombre de España, tabernas, bares, cafés, plazas y estadios. Suena el silbato, da inicio la contienda y, durante más de dos horas, olvida su triste sino de parado, la perra suerte del recorte de su pensión, los inexorables plazos de la hipoteca y esta áspera y jodida crisis que azota su casa y su familia.
El buen aficionado español, mientras dura el partido, permanece hipnotizado, serio, contemplando absorto el juego de su equipo. Como el héroe legendario, se olvida del dolor o las preocupaciones y permanece en silencio, quieto, sin moverse apenas, sin toser ni respirar, a la espera de ese momento mágico que le permita saltar de alegría, abrazar al compañero, pedir otra ronda y gritar el nombre de España, con toda su alma. Mientras tanto, el locutor, cada vez con más fuerza, repite una y otra vez, como un sonsonete, la consigna recibida: «Señoras y señores ha marcado “La Roja”. “La Roja” va a ganar este partido».
Al terminar, el aficionado, con media docena de cervezas en el coleto, sale a la calle y se dirige a su casa feliz, rebosando dignidad y noble orgullo. Ya sabe algo nuevo. Ha ganado la mejor selección: la suya, “La Roja”. No existe España.