15-06-2010.
Cuando mi cuerpo se muera
dejad que lo entierre el aire
por donde quiera…
El cuerpo, que el alma no.
Que en un jardín de mi pueblo
la espera Dios.
Anónimo
dejad que lo entierre el aire
por donde quiera…
El cuerpo, que el alma no.
Que en un jardín de mi pueblo
la espera Dios.
Anónimo
En septiembre del 2003, a cuestas con su vida vacilante, sus entusiasmos heridos y sus recuerdos a punto, de nuevo volvió a Úbeda. Se constituía, por fin, la Asociación de Antiguos Alumnos de Magisterio y Consortes.
Repitieron presencia muchos. Y se añadieron nuevos concurrentes. Todos animaron y dieron prestigio al encuentro. Y Burguillos, reencontrándose con todos, se alegró. Especialmente con los de nueva adhesión. Se le presentó, muy señor respetable, José del Moral. Celebrado investigador. En sus credenciales y para que mejor le identificara añadió ser víctima del ínclito Navarrete. Le dio un abrazo por ser colegas en la mano que los liberó.
Mucho le contrarió a Burguillos abreviar su programada permanencia en Úbeda. Tan en casa se hallaba en la de los Berzosa. Y tan acogido y recreado en la Úbeda de sus irrestañables nostalgias… En la cena de clausura o adiós, en el Parador, cerró el acto. Se despidió, rogándoles que le mirasen a los ojos… y le apretasen las manos por si algún día la memoria… Que al menos las manos recordasen lo que habían tenido… Al día después del encuentro, de mañana, despedía las torres y los cerros.
Burguillos llegó a casa a media tarde. Los pies se le desbordaban de los zapatos. Y del ánimo, una murria que era pena sin fondo… Valladolid ardía en ferias. Y tanta algazara subrayaba sus sentimientos. Se resistía a admitir que podría haber sido su último encuentro. Todavía en el viaje, por desprenderse de esta idea, pensaba que si la vida se le remansase un poco más en el tiempo… y conservase clara la cabeza, debiera escribir algo, a modo de legado, para esta su gente. Unos pensamientos como tímidas señales para otear una vida serena, ajustada, amable. Tirando a feliz. Y en la desolación que le envolvía, daba por cierto que eran los últimos coletazos de la precariedad por desmentirle la ruina imparable.
Detonante pretensión era que Burguillos, desde su existencia frustrada, se atreviese a teorizar sobre la felicidad. Y estuviera dispuesto a adoctrinar a hombres vitalistas, autorrealizados, triunfadores…
Su biografía ‑tantos tachones‑, pocos estímulos podía aportar. Quizá algo de interés conllevase saber cómo Burguillos solo, adolescente aún, chapoteó entre sus fallas y minusvalías. Y que logró aceptar y encubrir que era un ser tarado. Se admira todavía de no haber encallado en el resentimiento. Llevaba todos los triunfos en la mano: alto coeficiente intelectual, perspicacia, intuición, memoria, dotado de acusadas disposiciones para la expresión artística, escénica, plástica… Pero todo malogrado a cercén por la inseguridad y su temblequera. Esa perspicacia le ayudó a sacar de entre lacras y privaciones un poco de coraje para adaptarse y aceptarse. Y a la larga logró establecer una adecuada ecuación entre sus capacidades y sus aspiraciones. Este logro no fue el punto final a su problemática evolución. Fue un ajuste necesario para ahuyentar el fracaso y su adherente, el sentimiento de inferioridad. Y no logró silenciarle las llamadas a la creatividad y el ansia de crecimiento. Le hurgaban desde dentro como pulsiones biológicas.
Por realismo y tolerancia a la frustración, tenía asumidas sus dolorosas limitaciones. Tomar una copa en público era una humillación espectacular. Le seducían la pintura, el teatro… que radicalmente vetadas estuvieron para él. Pero no se resignó a cerrarse, a renunciar al margen de expresividad creativa que esas capacidades le permitiesen. No sería escultor, pero sí podía consolarse esculpiendo en escayola. O modelando en cera.
Por ello, desde sus flaquezas y complejos se atrevió, hasta a aceptar la guarda de cien figuras de trece a diecisiete años… Y pudo inquietar e iniciar a esos mozos en el amor consciente a la vida. Y les provocaba a familiarizarse con artes y prácticas a las que él no tenía acceso. Y así, por compensación, se encontró con que siempre tenía entre manos algo bello, apasionante que hacer y que conseguir. Alguien a quien inquietar y enriquecer. A quien terminaba amando sinceramente. Y terminaron muchos de ellos siendo la clave para entender la vida juvenil. ¡Cuánto le enseñaron! Ellos, los de Magisterio de Úbeda, en la contemplación entusiasta de su evolución, le despertaron, le iniciaron en la concepción unitiva y trascendente de su personalidad. Y esta experiencia maravillosa le llevó a una relación inagotable con la realidad… Le regalaron el modo y el arte de buscar en todos los seres y acontecimientos lo que conllevan de concreto y universal, de trascendente y temporal, de divino y humano… Y, a su lado, aprendió a empezar a amar todas las cosas porque sí. Porque todas son buenas como el Dios que las hizo. Y hay que estudiar sus gestos, sorprender su hechizo.
A su vez, Burguillos, les estimuló a traducir en valores contantes y sonantes sus capacidades. Tenía él como convencimiento de que, barajando su yo real con la imagen ideal del mismo, les acercaba a una fusión luminosa, transformante. A veces se creía incluso un poco mago, capaz de sembrar ilusiones y ayudar a trasmutarlas en realidades… De algún modo, Burguillos pensaba que el ser humano, además de ser lo que es, es también lo que acordes con su idiosincrasia le ayudemos a anhelar. Este haber siempre entre los dedos del proyecto algo interesante que realizar, alguien a quien amar… y algo hermoso, exultante que esperar, le hizo grata la vida.
Mínima y desvaída experiencia es para platicar sobre la felicidad. Escaso bagaje para travesía tan larga. Pero, mal que bien, a Burguillos le liberó de andar de esquina en esquina vendiendo el cupón de la Once. O devorándose a solas el corazón. Que a ello le condicionaban su pulso, la indecisión, y sus concomitancias, la inseguridad y la timidez. Pese a estos desarreglos reduccionistas, ha disfrutado un presupuesto de satisfacción suficiente. Y al fin, en conjunto, puede asegurar que la vida le ha sabido a gloria. Que volvería a repetirla de mil amores. Acaso por esto no acaba de cuadrarle el adiós…