Las lecciones de Cleotas, 1

14-06-2010.
No entendía yo por aquellos días las lecciones de Cleotas. Se empeñaba en hacernos ver que el mundo era el resultado de la confluencia del principio activo que representa el dio Eros, y que se concreta en al atracción mutua de los sexos, y del principio de la discordia que se ampara bajo la protección de Eris. Tampoco podía entender que la discordia se pudiera desdoblar en dos esencias: una negativa, que desencadena las luchas y los conflictos; y otra positiva, que en gran medida promueve el trabajo y el bienestar dentro de la pacífica competencia.

Entre nosotros, niños que éramos aún, pocos supimos interpretar sus enseñanzas, lo que hacía entristecer al viejo Cleotas, que se esforzaba con aclaraciones para allegarnos al conocimiento. Cuanto mayor era su esfuerzo, menor era nuestra comprensión. Mucho más tarde lo entendí, leyendo los escritos de Hesiodo.
Nos iniciábamos entonces, joven Cirno, en el esplendor de la edad granada. Era el tiempo en que todo el aire marino nos cabía en el pecho y purificaba la sangre y no nos deteníamos a pensar en cosas que podían amedrentarnos el ánimo con discusiones arduas. Melanipo, por contra, creía, como el poeta Estasino, que Zeus había perpetrado la guerra de Tebas y la de Troya para aligerar la tierra de su carga humana, no siempre acorde con sus designios, debido, sobre todo, a que los hombres crecían en desorden y maldad.
No me interesaron entonces los cantos ciprios, por más que mi viejo maestro los recitaba con gran sentimiento y agradable entonación, semejantes a los de un actor del teatro de Epidauro. Yo prefería ver amanecer desde el acantilado, bajo una nube de pájaros marinos, o correr desnudo hasta la extenuación por la playa y, luego, tendido como un náufrago dichoso de haber alcanzado la orilla, dejarme abrazar por las claras aguas de las corrientes de la mañana, poner mis manos en la arena húmeda y sentir el clamor del mar que me hablaba de otras tierras, otros dioses, otras lenguas. En mí se daban sentimientos contradictorios: igual me sentía inmensamente grande que inmensamente pequeño; radicalmente pario o decididamente extranjero. Otras veces prefería escapar al monte para beber el vino de los pastores, a pesar de mi corta edad; comer de su pan oscuro y de su queso fresco de cabra; escuchar las tonadas que salen de sus flautas o sus canciones obscenas que hablaban del amor con mujeres de pechos más grandes que navíos y de caderas empinadas por las que se llega a un bosquecillo de vellos donde pasar unas horas dichosas; o, en algunos casos, sorprenderlos en sus guaridas, apareados con la más hermosa de sus cabras.
En verdad, debo decirte que el ejercicio del pensar no me era molesto ni me incomodaba en demasía, pero me apartaba de otras pasiones muy estimables. Para mí, ninguna creencia se hacía valida si no era asimilada por mi cuerpo, mediante la experiencia y a través de los sentidos. Todo lo que podía penetrar por ellos, más tarde o más temprano, se transformaría en conocimiento. Igual que la arena de la playa se esponja con las olas, y no importa cuántas hayan llegado; así, todo lo que alrededor de mí sucedía, si yo participaba en ello, me llegaba hasta la raíz de la sangre.
Mi devoción por Dioniso no era compartida por Melanipo, más pendiente de Zeus y su genealogía. Yo prefería escaparme, en contra de la voluntad de Crises, mi padre, a las colinas para contemplar los éxtasis salvajes de las ménades, espectáculo que no he podido nunca olvidar. No entendía mi hermano de padre aquella veneración mía por un dios que venía de la Tracia, y que hasta al propio Homero le era un casi desconocido. A mí me entusiasmaba, porque aportaba una convocatoria de fuerzas nuevas dentro de los dioses tradicionales y desequilibraba la armonía propuesta por Apolo ‑y defendida por las fuerzas conservadoras‑, que entendía que en el orden estaba la belleza.
Elegí ser antes un nacido de las cenizas de los titanes y del espíritu de Dioniso, cuyo destino más allá de la muerte podía ser un lugar distinto al Hades, que permanecer sometido a las veleidades y exigencias de los caprichosos dioses olímpicos o a la intransigencia de los que defendían el orden apolíneo. Melanipo no comprendía que el mucho saber no conduce a la sabiduría. Y yo no me esforzaba en disuadirlo, porque por aquella mi edad yo no poseía fuertes argumentos, sino una predisposición no racional.

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