Las décadas, 23

12-06-2010.
60/70, II
Naturalmente, nadie en la Escuela de Maestría Industrial estaba al corriente de su proyecto. A punto de dormirse en la cama que le alquilaba a la señora Herminia, Antonio Pacheco recordaba que también hacía frío aquel jueves por la mañana de primeros de marzo cuando, aún en Úbeda, bajaba por el Real hacia la antigua Plaza del Mercado, en donde estaba la Escuela de Maestría.

Cuando oyó la voz atiplada del director decir «Adelante», empujó la puerta del despacho, respondió «Buenos días» y se sentó a la mesa frente a don Diego en la silla que éste le había indicado con el dedo índice. Pocas veces en su vida fingiría tal aplomo y seriedad: sacó con cierta parsimonia del bolsillo interior de la chaqueta un sobre, extrajo de él un folio escrito a máquina, lo desdobló y lo puso sobre la mesa, sin decir palabra. Mientras el director leía las pocas líneas en las que le explicaba la inmediata dimisión y ausencia de la Escuela de Maestría, él observaba a través de la ventana a unos niños que jugaban en la fuente de la iglesia de San Pablo.
—¡Tu no me puedes hacer esto! —casi gritó don Diego, cuyas mejillas y frente se iban enrojeciendo—.
—¿Por qué no? No tengo con usted ningún contrato y la paga mensual que recibo es francamente ridícula.
—Pero esto es una mala jugada, una falta de respeto, una traición, una… una…
No supo qué más añadir. Se levantó de su sillón, se fue a la ventana y vio que unos niños se alejaban de la fuente de la iglesia de San Pablo. Casi temblaba de rabia e impotencia cuando a sus espaldas oyó decir a su subordinado:
—Es que no siempre va a salir usted ganando. Usted se merece que alguna vez alguien le haga una charranada que compense las muchas que usted nos ha hecho en el internado y a los muchos compañeros y amigos que usted ha borrado caprichosamente de nuestra existencia. Usted ha jugado con sus vidas de modo irresponsable como un pequeño dios antojadizo. Hace falta que alguien le diga que usted no ha sido un buen profesor, que usted no sabe enseñar.
—Pero esta dimisión en pleno curso es un vergonzoso acto de revancha… —respondía con tono acusador, mientras se daba la vuelta y dejaba sobre la mesa la hoja—. De haberlo sabido antes…
—Llámelo como usted quiera. Me da igual. Pero quiero que sepa que la decisión de marcharme corresponde a un proyecto serio y maduro que no tiene nada que ver con usted y su profesorado en la Safa. Y si no le he anunciado antes mi dimisión es porque estaba seguro de que, de haberlo hecho, no hubiese recibido la miserable paga que me da a fin de mes. De todas maneras me alegro de que no le haya sentado bien.
Se levantó, le extendió la mano fría, pero don Diego mantuvo los brazos cruzados sobre el pecho. Sonriendo y diciendo «Pues, hasta nunca», Antonio Pacheco Valverde abandonó el despacho de su antiguo profesor de Matemáticas. Se dirigió al secretariado, en donde depositó una carta en la que proponía a un sustituto y, poco después, salía por la puerta principal de la Escuela de Maestría Industrial.
Luego recordó que el viaje a Suiza en tren se le hizo largo y penoso. En la estación de Barcelona coincidió con varias docenas de hombres, andaluces y gallegos en su mayoría, que, por la edad, vestimenta y equipaje, hacían suponer que eran emigrantes que iban a trabajar a Francia, Alemania o Suiza.
Los párpados se le hacían ya demasiado pesados. El recuerdo de la larga espera en la aduana ginebrina se mezclaba con el del examen de acceso a la Facultad, con la impaciencia para obtener el permiso de residencia expendido por la policía local y con la presentación al propietario del bar-restaurante la Maison du Peuple en la Rue de Lausanne, aquel señor alto, pelirrojo y vigoroso que, tras saludarlo con un fuerte apretón de manos, lo llamó, sin saber por qué, Martell y enseguida le mostró lo que cada día por la mañana tenía que barrer, fregar, encerar y quemar en el sótano del bar.
«Menos mal ‑se dijo‑ que conocí a Abdón y a su madre, la señora Herminia…».
Aquel ritmo de vida no podía durar mucho. El contraste con su vida cotidiana en España era demasiado abrupto y profundo. Un par de meses después, cuando terminaba el semestre de verano, se preguntaba si le quedarían fuerzas para responder a los imperativos académicos del curso siguiente.
—Tiene usted que cambiar de ritmo de vida —le oyó decir al joven médico, cuando recobró el sentido—. Usted está muy debilitado y estresado. No es normal que usted se desmaye al extraerle un poco sangre.
«Pues el médico te ha dicho exactamente lo que yo te advertí hace un par de semanas», le recordaba Mikel Lasa, el amigo vasco que conoció en el restaurante del campus universitario un sábado de finales de marzo, en torno a una mesa en la que coincidieron varios estudiantes españoles y algunos latinoamericanos. No recordaba cómo el diálogo se encarriló hacia la poesía. Unos citaban la de Neruda, otros la de Borges, otros a Lorca, y Lasa recitaba a Blas de Otero con una soltura inigualable.
Mikel Lasa, veintiocho años, guipuzcoano de Guetaria, estudiaba Derecho y estaba casado con Lourdes Iturbe. Tenían un hijo, Patxi de tres años. Los dos tenían la misma edad e idéntico pasado «revolucionario», entendiéndose por ello la oposición a la dictadura de Franco. En cierto modo, la Universidad de Friburgo resultó ser para ellos un refugio providencial. Ella, Lourdes, delgada, morena, con pómulos salientes y grandes ojos oscuros, era más bronca en los casi diarios debates con su marido. Mikel, en cambio, alto, con mirada dulce, manos delgadas y hablar sereno, repetía hasta la saciedad que, ni a corto ni a largo plazo, la «lucha armada» no podía ser una solución. Cuando la discusión alcanzaba límites tormentosos cambiaban del español al euskera. Cuando, al atardecer, Antonio Pacheco iba a visitarlos al piso que tenían cerca de la Facultad, muchas veces los sorprendió hablando fuerte en esta lengua.
—El médico tiene razón —añadió Mikel—. El ritmo de vida que llevas te va a arruinar la salud y no vas a poder continuar los estudios como tú quisieras. Creo que te puedo encontrar un trabajo menos duro que el que haces en la Maison du Peuple.
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