19-05-2010.
Por Esteban López Yeste.
Despierta la calle Morales y en su semblante se aprecia un rictus de alegría y complicidad: se dispone a acoger en su seno a un sinfín de chavales que, con su vocerío y sonar de carteras de madera, se aprestan a entrar en el colegio de los jesuitas.
Los vecinos, algo incómodos, se asoman a las puertas, repartiendo aquí y allá algunas advertencias.
Los minutos previos a la apertura de la escuela, bien por la mañana o por la tarde, los dedicábamos a jugar a las bolas, a los botones, a las “cristalas” o a los “santos”.
Marchaba a la escuela después de haber desayunado fuerte: una buena “orilla” de pan, casi siempre con matanza.
Como buenos patriotas, todas las mañanas, antes de entrar en clase, formábamos todos en el patio central para izar la bandera (este honor le correspondía al Príncipe del colegio) y cantar gallardamente el himno nacional.
El equipo de maestros estaba formado por don Obdulio, don José, don Francisco, don Antonio y don Pascual, que ejercía labores de dirección.
Después, cada clase se dirigía a su aula en fila y en silencio, porque la disciplina y la autoridad eran todavía palpables. Antes de empezar nuestra tarea, era preceptivo rezar y pedir la ayuda de Dios para que nos iluminara en nuestro trabajo.
La matrícula solía ser alta y los alumnos nos sentábamos en mesas bipersonales, con tintero incluido en el centro, que periódicamente se rellenaba y cuyo contenido, en muchas ocasiones, originaba grandes manchas en manos y ropa, que eran el preludio de una gran regañina en casa.
El frío en los días crudos de invierno lo combatíamos trayendo latas grandes ‑utilizadas para las conservas de pescado o carne de membrillo‑ llenas de ascuas, a modo de estufa que, colocada debajo del banco, calentaban nuestros pies.
Era una enseñanza de tipo globalizada, que atendía poco a las diferencias individuales, libresca, poco intuitiva y desconectada del entorno socio-cultural y humano que nos rodeaba. Usábamos un mísero texto, que compendiaba todas las materias, carecía de ilustraciones, apenas conocía el color y contenía escasas actividades.
Los maestros gustaban de los cuadernos preciosistas, con grandes rótulos de colores que anunciaban las actividades cotidianas. Cada día se asomaba fresca y altiva la primeraactividad: PENSAMIENTO. Era una idea básica de comportamiento humano que, una vez explicada, pasaba a engrosar nuestra escala de valores; a continuación, cada actividad iba precedida de su rótulo correspondiente, rivalizando los alumnos en una limpia y colorida presentación de los cuadernos.
Cada día, por riguroso orden de lista, un alumno era el encargado de plasmar todas las actividades en el cuaderno rotatorio o diario, quedando libre de participar en las actividades de clase como un alumno más.
Algunos de mis compañeros de clase eran Dionisio Domínguez, Emilio Carrillo, Pepe Avilés, Domingo, los hermanos Juan y Lucas Cano, Pedro y Andrés Mora…, algunos desgraciadamente ya fallecidos, a pesar de su juventud. Aprovechábamos las tardes del jueves para desafiar a los “otros jesuitas”, los internos, a un partido de fútbol, en el ruedo de la plaza de toros.
La jornada era partida de lunes a sábado y la tarde del jueves libre. A pesar de la escuela como algo aislado, no quiere decir que estuviera cerrada a cualquier contacto participativo de forma espontánea. He aquí alguna muestra:
—Participación solemne en la misa dominical de las 10, en la parroquia. Todos los alumnos eran convocados previamente en el centro, para hacer el recorrido todos en fila y casi en silencio, bajo la mirada vigilante de los maestros. Una vez terminada la misa, los alumnos volvían al centro, donde los maestros, en voz alta, nombraban a los que habían tenido un comportamiento incorrecto en la iglesia, para que recibieran su merecido.
—Otra actividad, conducida por don José Martínez, era “Los Tarsicios”, ejército de bondad en la reserva, de corazones puros, que hacía promesa de una vida intachable.
—Las comuniones, con menos boato que en la actualidad, donde no faltaban los churros con chocolate.
—Tampoco hay que olvidar a la hermandad de La Borriquilla, o de Los Verdes, llevada por antiguos alumnos.
—Pero el acto culminante era siempre el final de curso. Allí se celebraban concursos, canciones, juegos, teatro…, concluyendo solemnemente con el nombramiento de los alumnos más destacados del colegio. La distinción más importante era la de Príncipe, seguida de Regulador, Edil, a los que las autoridades locales entregaban un diploma e imponían una banda.
Quiero terminar este recorrido vital haciendo constar mi gratitud y mi amistad hacia mis maestros, aquellos maestros de los que más tarde fui compañero de profesión, a los que siempre respeté y respetaré, en el recuerdo, y de los que aprendí modelos de conducta para convivir, amar y darlo todo en mi trabajo.