18-05-2010.
Miguel Damas es aborigen de Mengíbar, precioso pueblo aceitunero y uno de los más ricos de la provincia de Jaén, en donde tuve el placer de pasar unos días estupendos en casa de sus padres, hace ya de esto mucho tiempo.
Antes, la gente creía que los aborígenes procedían de la selva australiana o de alguna de las islas de la Polinesia. Pensaban que iban medio desnudos y trepaban a las palmeras en busca de dátiles, con agilidad gatuna. No es así. Miguel es aborigen de Mengíbar y no por eso se sube como un tigre a los olivos, ni por supuesto reúne ninguna de las características apuntadas. Cuando una personalidad como don Miguel Damas Hidalgo nace, vive y profesa como natural de una ciudad, comarca o país, puede recibir con absoluta propiedad la denominación de origen y aborigen, en ambos casos de Mengíbar sin desdoro, mancilla o menoscabo de su dignidad profesional o personal. Hago la aclaración porque leo en la prensa que nuestros escolares confunden el Norte con el Sur, la Edad Media con la adolescencia, al Presidente del Gobierno con Florentino Pérez, creen que Jardiel Poncela es amigo de Matilde Fernández y anuncia una marca de preservativos, y que Gay Lussac es el jefe de una oenegé de homosexuales.
No me extraña. En mis últimos años de enseñante, un maestro de Albacete, don Pedro, me invitó a asistir a una clase sobre los saltos del Nilo, que pensaba impartir, apoyándose en una colección de diapositivas recién llegadas al centro. Accedí gustoso. Cuando hacía unos minutos que el maestro leía y proyectaba, en medio de la semioscuridad y del general silencio, se oyó la voz de un alumno, interesado en la materia, que preguntaba:
—Don Pedro. ¿Estas son las cataratas del Niágara?
Don Pedro, sin necesidad de consultar libros, mapas ni enciclopedias respondió seguro:
—Pos, ¿no ves que sí, so burro?
Doy mi palabra de que la anécdota es rigurosamente cierta y la siguiente también. En el mismo colegio había otra maestra, doña Teresa. Gallega e interina, Teresa era tutora de los alumnos de octavo curso y, al parecer, “de letras”. A la buena mujer le costaba terribles esfuerzos calcular el porcentaje de alumnos que aprobaban y suspendían.
Nuestra inspectora, “Dora Calzada”, malagueña y excelente amiga mía, pasaba al final de cada mes por el colegio a pedir la relación de alumnos aprobados, suspensos, etc. Teresa sufría terriblemente, cuando se aproximaba el fin de mes y la visita de la inspectora. Aunque parezca broma, tenía toda la razón cuando decía:
—Si tuviera cuarenta alumnos, sería muy fácil: suspendo a diez y sé que suspendo al veinticinco por ciento. Pero con treinta y siete, no sé a cuántos tengo que suspender.
Lo dicho. ¡Toda la razón!
Aclarada la procedencia de nuestro Miguelín y las razones de la puntualización, entremos ya de lleno en el personaje, sin duda el más singular de nuestro curso y de otros muchos del colegio. La profusión de facetas, en las que destacó sobremanera, le hacen acreedor a pertenecer a esta “Galería” por derecho propio.
Cuando llegó al colegio, debía tener trece o catorce años. Iba elegantemente vestido con un traje “beige” de tergal, lo más “in” de aquella época. Zapatos de marca, corte de pelo perfecto y hechuras de hombre de mundo. Se despidió de su padre ante la puerta del pabellón de Magisterio y, allí mismo, bajo la ventana del despacho del padre Prefecto, sacó un paquete de Chester y encendió un cigarrillo con la seguridad, la desenvoltura y el aplomo de un aristócrata.
—Oye, tú: que aquí no se puede fumar —le dijo algún alumno, impresionado ante la escena—.
Él, después de dar un par de chupadas al cigarrillo, para demostrar que no se asustaba fácilmente, lo tiró casi entero en otra demostración de lujo y superioridad.
Miguel no era como nosotros y mucho menos como yo que, por entonces, ya llevaba unos seis o siete años de internado a mis espaldas. De hecho, creo que marcó una etapa en nuestra trayectoria académica y personal. Descubrimos muchas cosas con él. Nosotros, que hasta aquel tiempo nunca nos habíamos preocupado excesivamente por nuestro aspecto físico, empezamos a cuidar nuestra presencia desde entonces.
Él no usaba un dentífrico cualquiera. No señor. Alguien le había convencido de las excelencias de “El Torero”, una pasta que coloreaba las encías de un rojo intenso, dando a los dientes, por contraste, un blanco de película. Cuidaba su pelo con los tratamientos más sofisticados de la época. Se aplicaba a diario “Bioselenium” y “Biocadmium”, que impedían la caspa, la caída, los picores y la grasa, dando al cabello un aspecto brillante como la seda. Aunque hoy pueda parecer ridículo, casi todos lo acabamos usando. Hasta Chamorro, que nunca estuvo por estas finuras, se convirtió en un adicto a los tratamientos de belleza y acabó usando “Lux, el jabón de las estrellas”, aunque bien es cierto que aquel perfume tan intenso le inquietaba.
Damas fue el primer auténtico hombre de negocios que conocimos. A la edad de trece o catorce años, nuestra experiencia en administrar y valorar el poco dinero de que disponíamos era nula o escasa. ¡Cuando no se tiene dinero, no es fácil aprender a administrarlo!
Contaba don Sebastián, siempre velando por nuestro futuro, que un alumno de último curso de carrera se había gastado, en invitar a jovencitas, las tres o cuatro mil pesetas que, con infinidad de sacrificios, le habían mandado sus padres, para pagar los gastos de viaje y la estancia en Granada los días del examen de Reválida. Un drama para este alumno y su familia, y un ejemplo para nosotros del cuidado que habíamos de tener con las muchachitas de aquel tiempo, porque algunas no eran tan cortas ni tan ingenuas como pretende hacernos creer la ministra Villalobos.