17-05-2010.
Seguía solo, digiriendo a solas su duro secreto. Y decidido estaba a recorrer sin cirineos su vía crucis. Días y días programados con pruebas humillantes, sucias, dolorosas… Médicos y enfermeras le preguntaban a veces.
—¿Viene usted solo? ¿No tiene usted a nadie que le acompañe y recoja sus resultados…?
Y él, hundido, respondía:
—Tengo madurez para escuchar lo que yo ya me sé.
Y se dejaba hacer como oveja en el matadero…
El resto del verano y todo el otoño fueron espléndidos en días serenos, luminosos. Burguillos, temiendo que…, apuraba con avaricia las tardes, paseando incansable sus rutas amigas. Sendas, cerros, pinares… Y se esforzaba en copiarlo todo. Caminaba, miraba, sentía el sol sobre su piel como si fuera la última vez. Y, empapado de provisionalidad, no miraba, se adhería admirado a todo. Como si lo contemplase por vez primera. El polvo de los caminos, los cardos y matojos resecos de los lindes, gratos y poéticos se le hacían. Hasta las aguas de cloacas y albañares merecían su atención. Al fin, su hedor le recordaba que él aún estaba vivo… Y cuando todavía la paz y la luz del atardecer castellano le envolvían, buscaba su otero. Su humilde cátedra de lejanías. ¡Cuántas y cuántos ocasos coleccionó desde allí! Y de pensar que fueran los últimos, se entristecía. Y lloroso y roto le tomaba cuentas a Dios: “Buena me la has hecho… ¿Por qué, Señor, por qué? ¿Por qué a mí? A derecho has venido por mí. A traición. Sin previo aviso…”.
Y, entre gemidos y lágrimas, el sol se le iba de prisa vestido de grana y oro, “dando una larga torera” sobre la mies y su pena. Trotarín y aliviado, volvía Burguillos a casa. Tan bien, tan ágil, que le tentaba pensar si los médicos no se habrían colado. Pero sentía el puño de su terrible verdad aplastándole la vida. A ratos, el cielo se le echaba encima como un peñasco… Y recordaba cuántas veces, al dejar su residencia, de voluntad o forzado, se había dicho: “Hora es de ceñirse los lomos, calzar las sandalias y, báculo en mano, echarse al camino. Que cobijo no me ha de faltar. Ahora mismo tiempo es de apagar el fuego, repartir los pucheros y las aves de corral y ¡al moridero!”.
Diligente anduvo en el testamento y en formular la Fundación. ¡Cómo le costó asignar, repartir sobre el papel su ajuar, su casa! ¡Tantas cosas! Caprichos que seleccionó y dispuso con gozo, porque representaban y satisfacían sus gustos, exponente eran de sus aficiones y aun de sus pretensiones. Parte integrante de su proyecto de estilo de vida y domicilio que nunca llegaron. Como una túnica iban a ser repartidos a desgarrón. El Museo Diocesano se llevaría lo más valioso. Aun así, le dolía como si fueran niños queridos descabalados, repartidos en una adopción extraña. Le costaba presuponer sensibilidad para encajar tantas preciosidades. ¡Los libros!, sus niños mimados…
Despiadado, desmadrado de sí mismo, Burguillos arrojó al reciclaje sesenta años de su vida trasvasados de sus venas al papel: treinta cuadernos, línea a línea, escritos de noche, de día, en trenes, barcos… o perdido en rutas nacionales o extranjeras, solo o acompañado. No era el aseo literario lo más llamativo, transparente y espontáneo, soñador y desgarrado. A veces, en piedad, fervoroso con Dios a la vera. Otras, poluto de impudicicia ‑pensando que nunca nadie los leyera‑, desnudó en ellos su vida poliédrica, feliz y atormentada. Nunca pensó que su tiempo en la sala de espera iba a durar tanto. Por eso, nunca pensó en Memorias…
—¿No tenías un hijo adoptivo? —le preguntó el notario—.
Y a Burguillos se le soltó por todas sus arterias, como un veneno letal, el sinsentido estéril de su vida. No tener a nadie entre familiares, discípulos y amigos a quien sentirse tan ligado como para dejarle sus bienes, encomendarle confiado el cumplimiento de sus últimas voluntades: “Un hijo me hubiera librado de este descuartizamiento… Mis andaluces, tan lejos…”.
A los más tenaces en lealtad comenzó a escribirles cartas póstumas de despedida. No podía desaparecer sin decirles: “¡Eh! ¡Mozos, amigos míos! Me voy, pero os llevo conmigo”.