15-05-2010.
Un instante dura el fulgor de la juventud. Sólo un giro en los cuerpos celestes suspendidos en el vacío del firmamento. Cuando gozamos de los floridos años nos parece que nunca han de trocarse las galanuras del cuerpo en harapos de vejez, y la agilidad de los miembros en torpeza y pesadumbre. Tienes el ejemplo de las flores: la hermosura de las violas o los lirios silvestres o la llamativa azalea dura un soplo. Luego se agostan, se hacen humo, polvo, nada.
Aun sabiendo esto, quiero confesarte, amigo Cirno, que quisiera morirme cuando no me atraiga un furtivo amorío o no me arrebate el entusiasmo del lecho o un rato de silencio para compartirlo con un jarro de vino. Sin embargo, las horas en que este maldito dolor agujerea mi cabeza con el furor de los alacranes o la ferocidad de los alciones, anhelo volver a los dulces pechos maternos, al refugio de la inocente edad, o emprender definitivamente el viaje. Puede parecerte flagrante cobardía, pero excusable en hombre como yo, que de la vida ha tomado cuanto le ha ofrecido y ahora se descompone como un animal viejo o como una barcaza en el varadero. Ya no hay brea que pueda mantenerme a flote. Yo siempre me excedí, incluso en mis comienzos. No era un hiperbólico, pero sí algo derramado, como un río en su crecida.
Zeus nos echó al cuello la argolla de la guerra, arete irrompible, y nos encendió en el pecho el fuego para mantener el odio. Así, entre los nuestros, desde los más tiernos años esgrime el niño la falsa espada, sin filos ni punta, y se adiestra en menesteres bélicos. Nos hacen entender la vida sólo como un ejercicio de defensa y ataque, no como un tiempo para el trabajo y el ocio; y, si me apuras, para el ocio solamente.
A mi edad, ya duele ser errante transeúnte de las playas, marinero sin retorno ni puerto concreto. Y, sin embargo, es hermoso dedicarse a recolectar conchas marinas y fabricar vistosos collares, pescar camarones y pececillos con el cedazo, ser voluntario apátrida de los acantilados o voceador de la llegada de los navíos. Pero como casi nunca se cumple la voluntad, mengua el entusiasmo, se apaga la voz, la sangre envejece y las muchachas se burlan de quienes, como yo, las asedian. Pertenecer a una patria nos exige una dependencia desde niño, una pérdida de identidad, y nunca un signo de distinción. No hay más gloria que la que ella quiera otorgarnos. Y ese es otro modo de tiranía: la sutil atadura de las sentimentalidades. ¿No has leído a esos nuevos poetas sentimentales? Pura vaciedad. Más parecen sus poemas oraciones de viudas que desgarrados cantos de hombres traspasados por el amor.
Como una sombra era Crises, mi padre. Una sombra que, de vez en cuando, llegaba al aposento donde mi madre me amamantaba y con su presencia oscurecía la estancia, aunque el sol estuviera en el centro de su carrera por el firmamento. Yo era un estorbo. Mi madre me retenía junto a ella para recordarle su paternidad. Cuando se desnudaba para entrar en el lecho yo lo odiaba, aun sin saber el sentido de ese sentimiento. Aquellos brazos largos, fuertes y peludos, aquellas manos suyas anchas y con manojos de vellos en el dorso y en los nudillos de los dedos, sus muslos de apretados músculos de tanto montar, y aquel atributo suyo que, sin querer, yo observaba con rencor y me parecía un arma mortal. Le miraba su miembro erecto y luego me tocaba el mío de niño arrinconado. Esta comparación me ha acompañado siempre. Incluso cuando ya podía competir con él, en igualdad al menos, su recuerdo me amenguaba el placer de la carne.
Supo mi padre, Crises, encontrar el momento oportuno para entregarme a los maestros. De nada me sirvieron las quejas de su esclava de aguas ni el ofrecimiento de su cuerpo oscuro, como una celada para retrasar la hora. La vida iba cumpliendo sus pasos y el destino sus sentencias, que no coinciden siempre con las leyes sempiternas de los dioses, sino que es un rumor inidentificable que acompaña a la sangre común de los pueblos. Un rumor semejante al del aire que con su fuerza escupe los barcos hacia la orilla, o desde los puertos los empuja hacia el corazón del mar. Es el mismo que establece los ciclos de la vida: ahora fecunda el embrión y cumple el embarazo, después se abre la vida roja desde el nacimiento, más tarde la tibia lactancia o el traspaso a las nodrizas, sucede luego el caminar erguido, la incertidumbre del paso y las distancias, el medir el territorio doméstico, un espigarse los huesos como los juncos de la ribera, la mudanza del timbre de la voz, el encontrar cobijo entre otros muslos sin distinguir más allá de la propia complacencia, el cruzar a nado desde el espigón del muelle a la punta del acantilado, con la gracia y la facilidad de un delfín, el disputar con donaire la primera sonrisa de una muchacha o los frescos labios del compañero más joven, el medir la fuerza del brazo o la velocidad de las piernas o el pulso atinado, el conquistar estima y afianzar fortuna y ocupar un lugar en el gobierno de la ciudad y en el respeto de los ciudadanos, y aguardar que la vejez no nos sea excesivamente adversa y la muerte resulte breve en su aparejo, y discreta en su llegada y no anunciada de enfermedades.