Las décadas, 11

11-03-2010.
Mágina, 11
Una semana después, entrabas por la verja del internado de Mágina para iniciar el nuevo curso. Lo que significaba que habías renunciado a la posibilidad de hacer del fútbol tu profesión. «Siempre tendrás ocasión de jugar al fútbol; pero una profesión seria y definitiva no la tendrás sin estudios», te habían dicho tu familia y tus amigos. Bueno, no todos tus amigos, porque Eulalia, la hermana pequeña de Santiago no estaba en absoluto de acuerdo: a ella le encantaba tener un amigo al que los espectadores aplaudían y, además, que ella se sentía importante cuando, paseando en grupo o tomando copas en algún bar, la gente volvía la cabeza hacia ellos. Sobre todo, el último día de Feria, cuando los jarotes vencieron a sus vecinos los tarugos por tres a uno y que «el amigo safista» volvió a marcar dos goles decisivos y lo subieron en hombros, cuando el árbitro silbó el final del encuentro. Fue el día de la apoteosis jarota.

—Pues yo que tú —te decía Eulalia con los ojos brillantes— es que ni lo pensaba. ¿Tú te imaginas lo que es que la gente te aplauda todos los domingos y que ganes un buen dinerito, pegándole patadas a un balón? ¿Y si luego te ficha un equipo grande? ¿Y si viajas al extranjero? ¿Y si…?
—Bueno ya está bien con tus «Y sis» —cortaba en seco Santiago—. Que tú no tienes ni idea de lo que estás diciendo.
Era cierto que, tras la victoria contra el equipo de Pozoblanco, los tarugos, nunca habías tenido tantos amigos en tu propio pueblo, Villajara. En esas condiciones, no te fue fácil tomar la decisión de volver al internado de Mágina. La intervención de tu familia fue decisiva:
—Tú, primero, termina tus estudios —replicaron casi al unísono tu madre y tu tía— y luego ya veremos…
Cuando viajabas en el autocar que te devolvía al colegio, pensabas que, en algo más de una semana, habías tenido que zanjar dos cuestiones que, en aquel momento, calificabas de «transcendentales»: una, diluir en las vivencias cotidianas tu fallido primer amor; y la otra, dejar el fútbol como posible profesión; es decir, y traducido según tu apetencia: que renunciabas a lo que más satisfacción y autoestima te estaba proporcionando y que te prometía un esperanzador futuro; y, por si fuera poco, que lo abandonabas a cambio de lo que, desde hacía unos años, era tu fuente de sinsabores: el retorno al internado de Mágina con su lote de aislamiento, disciplina, soledad, rutina, frío, hambre y vértigo en los exámenes de Matemáticas que, como una espada de Damocles, pendían sobre tu futuro a finales de cada curso.
Tuviste que reconocer que no habías tenido la valentía de luchar, cuando mansamente aceptaste el veredicto familar:
—Anda y déjate de fabricar castillos en el aire, que tienes muchos pajaritos en la cabeza —te habían repetido tu madre y tu tía—. Pues no faltaría más, sino que a estas alturas abandones el Colegio. Tú, a terminar tu carrera, para que te hagas un hombre de provecho. Y no se hable más del asunto.
Y tú aceptaste de manera tan natural como cuando te prohibían que fueras a la sesión nocturna del cine de verano, «Porque termina a las tantas y esas no son horas de volver a casa». Y tú respondías, encogiéndote de hombros: «Bueno, pues no voy».
En lo del fútbol, no hubo por tu parte ningún «Pero», ni ningún «Yo quisiera». Y te diste entonces cuenta de que en casa, como en el Colegio, te tenían acostumbrado a obedecer y a seguir adelante. Y no le diste ninguna importancia, porque era más fácil y menos comprometido seguir la corriente que oponerse a ella. Con decir que hasta se te olvidó escribir la prometida carta al presidente del Calvo Sotelo… Pero cuando te acostabas por la noche, y en los minutos que precedían al sueño, cerrabas los ojos e imaginabas la historia de lo que podía haber sido tu vida. Como en un guión diseñado por un benévolo cineasta o dramaturgo, todo te parecía fácil y estaba extraordinariamente bien confeccionado, a la medida de tus más plácidos deseos.
Cuando todavía tu pensamiento se estaba moviendo por el incierto territorio de la somnolencia, tú ya te figurabas integrado en el equipo de Puertollano, coleccionando éxitos y que, cuando te era posible, viajabas a Madrid para pasear con Carmen, la preciosa chica de la larga trenza y los ojos verdes; y, sin transición, ya te veías en Madrid, viviendo en Madrid, porque habías fichado por el Atlético, y veías aplaudir a Eulalia, y a Pepe dando conferencias sobre «Fútbol, escritura y sociedad», y paseabas con Carmen por largos y bellos jardines madrileños que tenían arriates y rosas como los del patio de tu casa, y lo dos os mirabais como si os conociéseis desde siempre y para siempre, y oías más aplausos y abrazabas y besabas a Carmen…, hasta que, poco a poco, los párpados se te hacían cada vez más pesados y la conciencia iba levitando hacia un espacio ingrávido, indefinible y feliz. ¡Cuánto deseado e imposible futuro se quedaba flotando en la vecindad del sueño y cuánta vida irrealizada y acariciada por el tamiz de la felicidad se iba diluyendo en la nada!
El nuevo curso del internado debutó con dos sorpresas de talla, al menos para ti. Sin aviso, sin ninguna argumentacion o justificación, las autoridades jesuíticas os habían cambiado los profesores de Matemáticas y de Literatura. Si para la mayoría de los alumnos de tu curso el traslado del profesor de Matemáticas constituía una buena noticia; el segundo trueque, en cambio, no lo fue tanto. A don J. María, el profesor de Literatura, lo habían hecho director de la Segunda División, algo así como responsable de la organización y funcionamiento de un centenar de muchachos. Su lugar de profesor de Literatura lo ocupó el padre Nieto, un jesuita de mediana edad, del que se rumoreaba que había publicado algún libro de poemas; además, para mayor curiosidad y espectativa entre sus nuevos alumnos, se decía que, antes de entrar en la Orden, había pasado un tiempo en la Legión Extranjera. E incluso se afirmaba que el origen de todo ello había sido un desengaño amoroso. La delgadez de su figura, la cara enjuta y el cráneo afeitado, su andar decidido y sus gestos enérgicos parecían confirmar dichos rumores.
Quienes entre los de tu curso intentaron el casi inevitable ejercicio de comparación entre el antiguo y el nuevo profesor de Literatura, rápidamente llegaron a la conclusión de que la flexibilidad, el diálogo, el desarrollo de la capacidad dialéctica, el amor a la palabra y a la retórica ‑que no a la palabrería y retórica hueca‑ habían sido sustituidos por la respuesta austera, sin fisuras ni interpretaciones, sin apertura a contextos ni autocrítica metodológica. La lectura de textos, comentada y contextualizada, reflexiva y crítica, dio paso a la memorización de fechas, títulos, nombres y textos, así como a la aplicación de una metodología sin más perspectiva que el rigor y la exactitud con que era aplicada. Los exámenes quincenales de Literatura se convirtieron en un escueto comentario de texto, más un nutrido manojo de «Preguntas objetivas», como el profesor las denominaba, que exigían respuestas del mismo calibre. Y nada más objetivo que responder en qué fecha nació y murió tal o cual escritor y en qué fecha se editó tal o cual obra suya. Unos pensaban que esta actitud del jesuita ex legionario era fruto de un pasado militar en el cual «Lo que es, es; y no es ni puede ser de otra manera»; otros decían que se debía a esa estrechez de conciencia típicamente jesuítica que no le permitía la posibilidad de equivocarse a la hora de juzgar y poner nota a un examen. Los malévolos opinaban que el nuevo profesor de Literatura no quería perder tiempo corrigiendo respuestas extensas. Como a menudo ocurre, la verdad estaría, con porcentajes diferentes, en la mezcla de las tres especulaciones. Lo que sí es cierto es que el espectro del suspenso en los exámenes intermedios, los que precedían a la Semana Santa, volvió a dibujarse en nuestra mente.
Había que encontrar una salida a esa situación. Y, gracias al fútbol la encontrasteis, o mejor dicho, creíais haberla encontrado. Porque si en la Legión Extranjera, como el mismo profesor nos decía, «Tous les coups sont permis», ¿por qué no intentar una «jugada» que nos permitiera conocer de antemano las respuestas a las preguntas llamadas «objetivas»? La cosa era posible de ser llevada a cabo, pero con toda evidencia, ante un jesuita como el padre Nieto, era necesario actuar con mucha discreción, prudencia y solidaridad. Es lo que le dijiste a tus compañeros tras el almuerzo, reunidos todos en un momento del recreo, bajo las acacias del patio.
—La idea me parece realizable y sin peligro alguno. Ahora bien, para evitar cualquier indiscreción o posibilidad de chivatazo, prefiero no contaros ni lo que pienso hacer, ni cómo, ni cuándo, ni menos aún con quién. Pero, si sale como lo tengo planeado —añadiste—, el examen de Literatura está en el bolsillo. Entre tanto, paciencia.
—Oye —medió uno en quien se atisbaban remordimientos de honestidad intelectual—. ¡Eso no está bien! No tenemos derecho a hacerle esta jugada…
—¿Y por qué no? —le replicó otro—. ¿Tú te crees que eso que nos enseña Nieto es Literatura? ¡Que estamos en quinto curso, oye…!
Tuviste que intervenir para cerrar lo que parecía desembocar en una disputa que no conducía a ninguna parte.
—De todas maneras —les dijiste—, cada cual será libre de utilizar o no los datos que alguien nos va a proporcionar.

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