
Meditación indolente sobre el “todo fluye” de Heráclito
Mirando a través de la ventana hacia el lago y la montaña, hago mi ejercicio físico. Pongo un minutero de cocina en marcha. Porque me he prometido una media hora diaria de gimnasia. ¡Lo que me aburre esta gimnasia! Se hace infinito el tiempo, una sucesión de instantes sin sentido. Pensando en lo que voy a hacer después.
¡Error! Hay que vivir el instante, y buscarle plenitud y sentido. Gozarlo. Un tiempo para sentir “la casa del ser” (Heidegger). Tiempo para sentirse cuerpo, mi cuerpo. Respirar, ir sintiendo poco a poco los músculos desde la punta de los pies, la cavidad abdominal, la cavidad torácica… Un yoga a mi manera, para llenarse de conciencia de corporeidad y para habitar de lleno en ella.
Borrar todo deseo, todo pensamiento que lleve referencia al futuro. Llenarse del presente. Por eso, pongo ahora el minutero de cocina para que él se encargue del después de los treinta minutos de gimnasia.
El minutero. Oír cómo avanza, inexorablemente, sin repetirse, machacando los segundos, sin piedad por el tiempo, mi tiempo de vida, lo único que realmente poseo. No vuelve nunca atrás. Golpe que da, golpe dado. No se repite, no admite recuperación. Y sigue martilleando mis oídos y mi cerebro sin aportar un gramo de sentido.
No se detiene el minutero. Como el tiempo gobernado por la inexorable bola de tierra, a cuyo borde navegamos, y que rueda sobre su órbita a 300 kilómetros por segundo. (Sin contar la rotación, ni los movimientos del sistema solar, ni de la galaxia, ni de la expansión del universo. Pero de nada de eso nos damos cuenta. ¿Movimientos hacia dónde? Tampoco nos importa mucho. Sí que sabemos, y eso nos importa mucho, que mientras la bola avanza sin fin y sin fin, nuestro tiempo biológico se despliega hacia el término inexorable e indeterminado de nuestra carrera).
Nada vuelve atrás. En lo que ahora pienso es en este tiempo. El que el artificio chirriante del minutero rompe en pedazos como un vaso de cristal precioso. Las horas de nuestro tiempo biológico se desmenuzan en fragmentos vacíos sin sentido.
Sólo las ideas que fabrica el cerebro llenan de sentido al átomo temporal que es el instante. Mi placer personal, el crear ideas. El mayor. Crear ideas para qué, si no es para compartirlas. Para hacerse la ilusión de ofrecerlas a otros, que a su vez te regalarán un fragmento de su vida, de su tiempo, leyéndote u oyéndote, movilizando su cerebro para poner sus ideas en sincronía con las tuyas. (¡Pero tengo que aprender a desterrar las ideas durante esta media hora de ejercicio!).
Espacio vacío para modularlo con la aritmética del ritmo. Sólo los ritmos pegan los pedazos del tiempo roto en añicos. Sin pensar en nada, el ritmo militar, con su aritmética, uno-dos-tres, polariza y reorienta las limaduras del tiempo. Da sentido al ir viviendo. Curiosa manera de recomponer el tiempo en una aparente estulticia. De ello se dieron cuenta los militares para descerebrar los soldados en los desfiles. Imponerle ritmos al cerebro. Es una curiosa manera, pero útil, para desviar la atención de la fatiga y el dolor físico. Imponer ritmos a la vida, y a sus días, sirve para amueblar el vacío de nuestras existencias. Que se lo pregunten a los empleados de una empresa. O a Kant. Ritmar los días es buen consejo para jubilados en lucha con el ectoplasma del tiempo.
Pero, además, están ahí los ritmos musicales, que también agregan los pedacitos de tiempo. El ritmo musical acapara nuestra biología entera, aborda los arcanos del sistema límbico y lo enciende con los sentimientos. Y de ahí se derrama el ritmo en catarata por el soma entero, del corazón a los riñones.
La música es esa pretensión, probablemente, seguramente, ilusoria de orden total y de belleza y de armonía. Una de nuestras búsquedas fundamentales. Tanto es así que en los ritmos musicales ahogamos muchos pesares profundos y ansiedades del alma.
El tiempo, nuestra sustancia, se desgrana sin conmiseración. Por momentos, el fogonazo de una idea moviliza grupos de neuronas, los sentimientos se encienden y los ritmos recomponen nuestros relojes biológicos, dando sentidos instantáneos y fragmentarios a la ciega y rápida carrera del vivir.