04-03-2010.
Hoy es sábado y, como cada sábado, me encuentro de un excelente humor. Creo sinceramente que el primer día de la semana debería ser el sábado. Me dijo un funcionario del Ayuntamiento de Barcelona que pensaba que dos días de la semana deberían tener un adjunto: el «¡Maldito lunes!» y el «¡Por fin sábado!».
Los viernes ya se empiezan a vivir sus efectos benéficos. Se habla de si sales fuera este fin de semana, de si vas a cenar aquí a allá, de si quedamos mañana para el fútbol o para hacer una partida de mus o de dominó. Las secretarias, telefonistas, recepcionistas… abandonan los tonos grises y negros de lunes y martes para pintarse con los colores de guerra que exhibirán durante el fin de semana.
Tal es el grado de alegría que experimento los sábados, que se me ocurrió buscarme una clase particular de tenis, para “pulir” los pequeños defectos de mi estilo que, aunque imperceptibles a simple vista, importan mucho a un ortodoxo como yo. Elegí el sábado, concretamente a las once de la mañana, como día ideal para la clase. Bueno, pues hoy está lloviendo y me salvo. Una semana que pasaré sin la tortura del lumbago, de las agujetas, de los calambres y del dolor de cintura. En fin, que se mire por donde se mire, hoy es un gran día.
A mí lo que realmente me encanta del tenis es el apunte ingenioso hacia el juego del rival, la advertencia acertada al compañero, la precisión en los calificativos del corte o el golpeo, la conveniencia de potenciar o modificar una estrategia de juego. En todas estas facetas, humildemente lo confieso, destaco sobremanera. Dejo para otros la praxis del partido como tal. Mi velocidad es escasa, mi flexibilidad exhibe cierta rigidez, mis reflejos cada vez más exiguos; no tengo fondo ni resistencia después de tantos años de fumar, aunque eso sí, la raqueta, justo es decirlo, es estupenda.
Hace poco me enteré de que un señor que se llama Herbert dice que «cada siete años cambiamos la piel del alma». Esto es serio. He hecho cuentas y resulta que ya vamos por la séptima piel, en camino de la octava. Me lo creo, porque lo leí en un artículo de Cela y don Camilo es un tío serio; si lo hubiesen dicho Arzallus, Rubalcaba, Piqué, Esteve, Francisco Frutos o Llamazares, ni caso. Reconozcamos, en cambio, que Cela es Cela. Creo yo que a medida que la vida se prolonga, vamos descubriendo cambios en nosotros mismos, en nuestros hábitos y costumbres, en nuestra manera de dormir o de vestirnos, de opinar, de pensar. Sobre todo, de pensar.
Ya ¡no puedo fumar! Vargas tampoco, ni Henares, ni don Sebastián, ni seguramente muchos de vosotros. Después de tantos años de lucha para conseguir, primero, evitar las penas que lleva aparejadas el vicio de fumar, de derrochar ingenio y neuronas para no ser sorprendidos en plena juerga nicotínica o descubiertos a través de indicios racionales de culpabilidad, ahora que nadie nos lo impide, resulta que descubrimos que el tabaco perjudica gravemente nuestra salud.
¡Tantas veces que nos lo dijo don Antonio y le hicimos el más omiso de los casos! ¡Qué destino el de este profesor! ¡Qué incomprensión por nuestra parte! Y en cambio, cómo nos amaba, cómo se desvivía por nosotros, con qué celo y pasión nos perseguía, cómo se entregaba en cuerpo y alma a su tarea, cómo trabajaba para adivinar un síntoma, una huella, un rastro delator, una colilla, un humo, un viento, una prueba. Cómo brillaban sus ojos cuando decía: «¡Tú has fumado!».
A don Antonio, como a todos los pesados, cargantes e inoportunos, no le afectaba la gota fría, el efecto invernadero, el recalentamiento de la atmósfera, la pertinaz sequía, las inundaciones, ni los temporales de la provincia de Tarragona. No se extinguen ni se agotan. Permanecen inalterables a través del tiempo, siempre en guardia, prestos y dispuestos a intervenir.
Una mañana, en la explanada del patio de la Tercera División, a nuestro compañero Antonio Muñoz Pozo se le cayó una caja de cerillas delante de don Antonio Pérez. Al momento, el “sagaz inspector”, con la seguridad de haber “cobrado pieza” y la satisfacción dibujada en su rostro, le preguntó para qué necesitaba las cerillas.
—¿Para qué voy a quererlas don Antonio? Pues para encender las velas de la iglesia —respondió Pozo, ante la burla general de los presentes, entre los cuales me encontraba—.
Este profesor tenía auténtica pasión por oliscar, ventear u olfatear nuestras ropas y nuestros alientos, con la ilusión nada secreta de encontrar un “corpus delicti”, que le permitiera asegurar:
—¡Vargas, tú has fumado!
Cuando desde hacía mucho tiempo eso lo sabía todo el mundo. Profesores, sacerdotes, monjas, alumnos de los primeros cursos y el personal no docente en bloque, sabían que fumábamos. Vargas, ante el inspector, negaba la evidencia y el resto de compañeros, que lo escoltábamos a los váteres en tan insana misión, ratificábamos la veracidad de sus palabras. Don Antonio no se daba por vencido. Dejaba a Vargas por un momento, se fijaba en otro alumno y sin pensarlo dos veces le lanzaba la acusación:
—¡Almansa, tú sí has fumado!
—Pero don Antonio; si a Luis no le gusta el tabaco —contestábamos—.
—A ver Almansa, abre la boca y échame el aliento —ordenaba el inspector—.
Ante semejante exigencia, Luisito Almansa, si no había comido piel de naranja para disimular el olor del tabaco, ponía una cara feísima, cerraba la boca en vez de abrirla y, como si fuera a silbar un bolero, iba expulsando el aire lentamente. Don Antonio, mirando al cielo para concentrarse mejor y pegando la nariz todo lo que podía a la boca de Almansa, intentaba detectar aromas de nicotina en el resuello del actual alcalde de Guadalix de la Sierra, provincia de Madrid. Al final, siempre acababa mascullando:
—No sé, no sé; yo creo que sí has fumado.
En estas actividades, tan trascendentales y educativas, se consumía muchos días la media hora de “patio” de que disponíamos antes de subir al estudio.