Para negociar, hay que poner etiquetas correctas

07-02-2010.
En nuestras interacciones diarias con los demás, las emociones, los propios intereses y el egoísmo nos impiden ver claro y poder decir con objetividad «Lo que me pasa es esto» o «Esta persona con quien trato es así». La incapacidad para ver claro es una de las razones por las que reaccionamos inadecuadamente y a veces injustamente.
Existen además otras razones que explican por qué distorsionamos las imágenes o simplemente no vemos la realidad. Sobre esas razones vamos a reflexionar.

No nos apercibimos de realidades esenciales del mundo que nos rodea por falta de palabras, porque no disponemos de las categorías o conceptos apropiados para designar esas realidades. Tan absurdamente como una vaca que, pastando en la pradera, ve pasar el tren, vemos pasar ante nosotros sucesos, situaciones, procesos complejos, y no reaccionamos, porque nos “faltan las palabras para pensar”. Porque la palabra no es solo vehículo para exteriorizar lo pensado, sino que, además y ante todo, es instrumento para fabricar el pensamiento. Para “etiquetar”. De ahí el título de este artículo.
Releyendo las digresiones de Ivan Karamazof en Los hermanos Karamazof de Dostoievski, pensaba yo en qué pocos de entre nuestros bisabuelos del XIX supieron leer, a través de las ideas y acontecimientos de la época, el profundo espíritu del tiempo y adivinar las grandes catástrofes que se avecinaban en el XX. Y, sin embargo, las semillas estaban ahí; las estaban sembrando aquellas explosivas ideologías del XIX. Hubo revoluciones en el XIX, y no sólo en las ideas. También en el arte. También en la ciencia, en las tecnologías y en las radicales transformaciones sociales que las siguieron o acompañaron.
La gran mayoría de la gente de hoy vive sin apercibirse de las grandes transformaciones que se están operando actualmente, en la sociedad de la que forman parte. ¿Qué cambios radicales se están fraguando ahora, en estos primeros decenios del XIX? Es dado a muy pocos saber leer “los signos de los tiempos”. Sólo a costa de mucho esfuerzo se llega a la inteligencia y desciframiento de hechos y situaciones.
Etiquetar o poner nombre a situaciones complejas
En el cada día, vivimos situaciones e interacciones con los demás, sin descifrar correctamente lo que sucede en su entorno. Sin embargo, inteligencia es eso: “leer dentro”. “Calar” a fondo las personas y las situaciones de interacción para no cometer serios errores. Así nos manejamos mejor. Muchos educadores estarán de acuerdo conmigo en aquello de que «Educar es enseñar a ver». Y amueblar la mente con los conceptos útiles para vivir.
Un ejemplo significativo: ingresar en un hospital, o acompañar a alguien que ingresa con una dolencia importante. La importancia de la falta de representaciones adecuadas de lo real para el que ingresa en un hospital puede, en ocasiones, ser muy peligrosa. El enfermo o su acompañante tienen que saber juzgar, apreciar, valorar el personal, sus funciones, comprender lo esencial del dédalo administrativo de funcionamiento.
Se siente uno tan perdido en un gran complejo hospitalario como si fuera a Letonia por vez primera, sin conocer a las personas, ni las costumbres, ni el funcionamiento de las instituciones, y sin conocer su extraña lengua.
La dificultad de poner etiquetas a las situaciones y a las personas
Como en el hospital, en la vida corriente nos suceden cosas parecidas ante la administración pública, ante un vendedor, ante un abogado, y hasta ante un gendarme. Nos podemos encontrar indefensos, faltos de saber y de poder etiquetar las situaciones y los hombres. Faltos de poder decir «Pues esto es esto, aquí hay abuso de poder», etc., etc.
No es cosa fácil construir la propia e independiente interpretación de las situaciones y los hechos. Es importante ser conscientes de que nuestra mente identifica y categoriza mediante el reconocimiento de categorías preexistentes, es decir, en virtud de lo ya visto en experiencias anteriores. Somos como un aborigen que no hubiera visto en su vida un aparato fotográfico. Le es muy difícil, mejor dicho, imposible reconocer el objeto y adjudicarle una etiqueta, un nombre. (“Nombrar” es una palabra clave. Es asignarle una serie de atributos, predicados, funcionalidades). Por el contrario, al occidental que tiene registrada en su cerebro la categoría “aparato fotográfico” le será fácil adjudicar ese nombre a ese artefacto, independientemente de los colores, volúmenes y formas concretas con que se presente.
Una forma de educación para la vida
Si etiquetamos “reconociendo”, es decir, asociando formas previamente existentes en nuestro cerebro, tenemos necesariamente que haber aprendido antes unos patrones. Eso significa que tenemos que haber sido enseñados por otros: padres, formadores, etc. O por la vida, por la calle, su gran maestra. Y es que educar y educarse es tener la oportunidad de almacenar categorías mentales. (Se dice que la cultura de un chino es proporcional al número de ideogramas que posee. Y lo explican por esa particularidad de la lengua china, que asigna un ideograma específico a cada concepto particular o universal).
Evidentemente, no se puede disponer de patrones o etiquetas para todas las instancias y casos que se nos pueden presentar. Es imposible saber de todo para juzgar cada situación en los diferentes dominios. Pero es necesario aprender a aprender. Y querer estar siempre aprendiendo, sin cerrar las ventanas por aburrimiento o por pereza. Aprender a observar y a resolver problemas. Una fantástica tarea pedagógica para padres y formadores. Ampliar cuanto se pueda las categorías mentales de los alumnos. Empezando por ampliar las propias.
Etiquetas servidas en bandeja
Fabricarse las propias interpretaciones de las situaciones es laborioso. Que eso es cosa de pocos, lo saben muy bien algunos formadores de opinión. Tan débil es el espíritu humano y tan maleable, que nos preguntamos cómo han podido vivir millones de personas durante períodos negros de la Historia, sin darse cuenta de que estaban sometidos, aparentemente contentos y sin rebelarse. Pero así ha sido. El lector encontrará fácilmente ejemplos. Y, además, a su gusto y según sus proclividades. (¡Qué cosa, el espíritu humano!).
Los medios de difusión y los aparatos propagandísticos hacen eso: fabricar esquemas interpretativos, que son como etiquetas preparadas para el empleo, prêt-à-porter para el consumidor de las masas que necesita etiquetas simplificadas para “nombrar”, saber lo que es bueno y lo que es malo, lo que es chic y lo trasnochado, lo que es bello y lo que es feo. La gente necesita que le digan quiénes son los personajes admirables, y hasta cómo hay que hacer para pasarlo bien.
Pero en el hospital y en la vida ordinaria, sin etiquetas correctas corremos el riesgo de decidir mal o de dejar en manos de otros el conducir nuestras ideas y nuestra acción. Las etiquetas son indispensables para la acción. Eso es pura neurociencia.
El peso de los atavismos
Señalo también el enorme peso de los atavismos culturales y religiosos que aprisionan nuestra capacidad de enjuiciar correctamente y que condicionan nuestra manera de ver cosas y personas.
Hay una regla de oro que se enuncia así:
«El peso de los prejuicios
más
la independencia de juicio
es igual a
un valor constante».
Es decir, que a más peso de atavismos y prejuicios, menos independencia de criterio en nuestra mente. Y viceversa: las personas dotadas de un verdadero espíritu crítico son capaces de superar los obstáculos que alzan ante el individuo las creencias atávicas.
Por eso, salir del marco geográfico y cultural en que nacimos y sumergirnos en una pluralidad de ambientes, en los de otros países y otras mentalidades, es de primera importancia para todos. Y, por supuesto, mucho más para los jóvenes. En ese sentido, programas educacionales europeos como Erasmus Mundus son muy beneficiosos.
Etiquetar correctamente durante la negociación
Volviendo a la negociación. Negociar es un problema, o un juego, entre yo mismo (A) y la otra parte (B), en un contexto o situación dadas (S). Hay que enterarse bien de qué es lo que traemos entre manos y con quién estamos tratando realmente.
La imagen que tengo del Otro pudiera ser falsa, y falsa también la imagen de la situación. Si así fuera, al negociar o al interaccionar con el Otro, estaré “jugando a un juego que no es”. Y eso es contraproducente. Si se juega a rugby, no se puede uno comportar como jugando al fútbol.
Si A ‑es decir yo mismo‑ empieza por no ver claro B ni S, mal parado va. Si no juega con un personaje real, sino imaginario, y si juega en un campo de interacción que no corresponde a la realidad, mal le (me) saldrán las cosas.
 

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