24-12-2009.
Mágina, 2
Venían de los lugares más extremos. Unos en autobús y otros en tren. Venían de las ocho capitales de provincia, de sus aldeas o de sus pueblos. Viajaban desde la más lejana punta occidental o desde la más oriental de Andalucía. Y todos confluían en la estación de tren, situada en una amplia y desolada llanura en la que sólo había una explanada con algún bar y el requerido y destartalado edificio con oficinas y techo prolongado hacia los raíles, bajo el cual se cobijaban la cabeza del tren y los viajeros. Era una estación con nombre de dos pueblos, como si los dos que la designaban hubiesen deseado apropiársela y un juez hubiera dictado la salomónica decisión de adjudicarla nominalmente al cincuenta por ciento: Estación de Linares-Baeza. O quizás fuese porque ninguno de los dos pueblos deseó que la vía férrea pasara por sus aledaños y la Renfe buscó entonces un extraño punto equidistante que les concediera el mismo derecho de denominación.
Muchos eran casi niños. Llegaban a Mágina, su destino, al atardecer y bajaban del tren cansados. Muchos de ellos vestían pantalón corto. Excepcionalmente, se veía algún bombacho, pardo o gris, que se rizaba a la altura de la media pierna; calzaban zapatos oscuros, botas y, a pesar de haber empezado el mes de octubre, se veían algunas sandalias. Menudeaban los jerseys de color vivo con cremallera. Algunos traían enormes maletas, como si, en Mágina, se fueran a quedar para siempre; maletas que, al bajar del tren, doblaban las cinturas y desequilibraban sus menudos cuerpos. Maletas que encerraban otro par de pantalones de pana y camisas de manga larga; otro par de calcetines y de calzoncillos; quizás un par de pañuelos; quizás una chaqueta y una corbata para los domingos o fiestas imprevistas; y, probablemente, un pijama. Todo el vestuario llevaba un número cosido en un lugar estratégico, para que su propietario lo pudiera identificar cuando volviera de la lavandería.
El número 76 era el tuyo y lo sería durante los nueve años que duró elinternado; un número que tu tía Angelita (¿recuerdas?) te cosió aquella tarde de septiembre en cada una de tus prendas, obedeciendo las indicaciones de la carta que había llegado a tu casa a mediados de julio. Una carta que venía de Mágina, un pueblo de la provincia de Jaén en donde había, te dijeron, un excelente colegio, regentado por padres jesuitas; los mismos que se llevaron a Federico, tu hermano mayor, cinco o seis años antes. Una carta que te daba cita para un día de primeros de octubre en la puerta de entrada de un colegio llamado Escuelas Profesionales de la Sagrada Familia.
«Blas, mañana iremos contigo cuando lleves al niño al coche de línea», le oíste decir a tu madre un atardecer de primeros de octubre, mientras tu tía Angelita disponía la ropa en una maleta de color oscuro. Y tu padre respondió: «De acuerdo».
¡Qué corta y qué rápida se te había hecho la bajada de la calle Concejo hasta la parada del autocar en la Plaza del Regajito, desde donde arrancaba el Paseo de la Estación! ¡Cómo, entonces, tuviste presente la figura del abuelo Balbino y cómo sentías sobre tu hombro la suave presión de su mano izquierda; pero cómo a todo ello se superponía, con mortificante poderío, la imagen de las puntas de los zapatos negros y brillantes del abuelo amortajado y tendido sobre su cama! Y recuerdas que fue, bajando la calle Concejo, asido a las manos de tu madre y de tu tía, cuando tomaste conciencia de que hablabas mentalmente contigo mismo; que te preguntabas, sin respuesta, por qué te ibas del pueblo, por qué dejabas sus calles y sus plazuelas, por qué abandonabas a tus amigos Juanito y Ernesto. Temías que quizás te iba a ocurrir como a tu hermano Federico, que hacía ya mucho tiempo que no volvía a casa, casi cuatro años, «Hasta que se celebre su juniorado en el Puerto de Santa María», les habías oído comentar a tus padres. Con la cabeza inclinada entre las manos blandas de tu madre y tu tía, veías que tus pies andaban delante de ti, tirando irremisiblemente de ti hacia la parada del autocar, donde te esperaba tu padre con la maleta marrón. Sin saber qué responder a tus propios requerimientos, caminabas con una docilidad incomprensible e irrevocable. Nadie te vio sollozar ‑porque «Los hombres no lloran», le oíste susurrar a tu padre‑ cuando, tras los cristales de la ventanilla del coche de línea, viste a tu madre y a tu tía despedirse de ti, enviándote un beso con los dedos apiñados en los labios.
«Que no te tengan que llamar nunca la atención», te advertía tu padre, cuando viajabas con él en el autocar que os dejaría en la estación de ferrocarril de Andújar. «Que no te tengan que llamar nunca la atención», te repetías a ti mismo, sentado al lado de tu padre en la banqueta del tren que os llevó a la estación Linares‑Baeza; y «Que no te tengan que llamar nunca la atención» fueron las palabras de despedida de tu padre cuando, acariciándote la nuca, te subió al tranvía eléctrico «que te ha de llevar a Mágina con esos muchachos que ves, porque allí está el colegio de los jesuitas».
«Lo mejor que puedes hacer, si quieres salvar tu pellejo, es pasar desapercibido», recordaste, ya sentado en el tranvía, el consejo que a tu padre le diera un soldado veterano en el frente de Teruel y que él, tu padre, te lo trasladaba ahora a ti mediante ese «Que no te tengan que llamar nunca la atención». Como si con esa frase te otorgara todo su saber, toda su fortuna; como si debiera ser la clave para tu comportamiento y supervivencia en situaciones azarosas.
Tu padre no pudo ver, porque ya se había dado la vuelta, que, del otro lado de los cristales de la ventanilla del tranvía, su hijo lloraba en silencio y sin lágrimas; o lo hacía con unos lagrimones que le bajaban lentamente por el interior de la garganta hasta llegarle al fondo del alma. «Y, cuando el tranvía se pare en Mágina, tú sigue a esos muchachos», le había prevenido su padre desde el andén, antes de volverle la espalda. Esos muchachos que se sonreían y hablaban como si se conocieran desde siempre o quizás por la convivencia debida al largo recorrido desde los puntos más extremos de Andalucía.
Era tu primer viaje hacia lo desconocido y te estremecía la posibilidad de no estar donde debías estar, de sentarte en un asiento que no era el tuyo, de dejar la maleta en un lugar que no era el tuyo; porque una vez ido tu padre, todo te resultaba extraño y desconocido: nada era tuyo, porque tú no tenías nada, absolutamente nada más que una gran maleta de cartón oscuro y un destino al que llegar. Y notabas que renacía tu temeroso monólogo interior, preguntándote qué hacer si de repente y de manera inexplicable te quedabas solo en el tranvía; o si, al querer salir, la puerta del destartalado vagón no pudiera abrirse; y te espantaba la eventualidad de que aquellos muchachos, a los que habías de seguir, desaparecieran en un momento de descuido; o que, de pronto, algunos se bajaran en un imprevisto apeadero y que tú los siguiera equivocadamente; porque esos muchachos andaban de un lado para otro, iban de un vagón a otro o se bajaban del tranvía, porque el tranvía rodaba tan lentamente que era posible corretear a su lado y luego alcanzarlo. Tenías el estremecimiento que produce una pesadilla en la que sueñas que te pierdes en un lugar sin paredes ni horizonte; o como cuando en un sueño le preguntas a alguien que ni te escucha ni te mira; o como cuando en sueños se anda por un camino que no conduce a ninguna parte, como si todo fuera igualmente desconocido e infinito.
Probablemente ‑tu recuerdo es difuso‑, en la gran explanada del colegio os recibiera un jesuita apellidado Galofré; y quizás también fuera entonces, por tu incertidumbre y miedo a encontrarte solo y desprovisto de cualquier referencia o apoyo, cuando se empezó a imprimir en tu rostro esa sonrisa que se percibe en tus primeras fotos y que, en realidad, no era más que una temerosa petición de indulgencia, una anticipada aceptación de inferioridad, un estar siempre atento a quienes te mandaban con gestos, miradas o simplemente palabras, revestidas con un vocabulario que desconocías.
Instalaste la maleta vacía debajo de la cama de un dormitorio corrido, después de haber colocado tus enseres en el casillero numerado de un ropero cercano. Tu número era el 76. Luego vino el tener que asearte rápidamente, el murmurar una oración de acción de gracias en la capilla, cenar en silencio la sopa con pan y quizás algún embutido; luego volviste al rectangular y blanquecino dormitorio, caminando en fila india por pasillos y escaleras que te parecieron laberínticos; y, al fin, te derrumbaste de cansancio en la cama con los ojos puestos en un techo alto e iluminado en sus extremos por unas raquíticas lamparillas. E intentaste dormir, sin haber dicho buenas noches a nadie.
Aquella noche soñaste con un tranvía lleno de muchachos silenciosos del que a veces se bajaban como flotando y tú los seguías, sonriendo, porque «Tú sigue a esos muchachos, que ellos saben dónde está el colegio»; y, sin saber cómo, súbitamente te viste solo, perdido en no sabías dónde. Los raíles del tranvía que debía llevarte a Mágina se iban difuminando entre colinas punteadas de olivares. Llamabas, gritabas sin voz y, de repente, te veías rodeado de camas; y que una cara blanca con sotana negra y ojos enormes te preguntaba por tu maleta, pero que, a pesar de tus esfuerzos, no podías responderle porque algo te impedía hablar. Te despertaste sobresaltado y tardaste mucho en darte cuenta de que estabas de pie, frente al ropero de al lado del dormitorio. «Anda, muchacho, vete a tu cama», le oíste decir a la figura con la cara blanca y la sotana negra.
No recuerdas cómo hiciste para volver a tu cama limpiamente, sin tropezar con ninguna otra. Como tampoco pudiste saber, entonces, que fue en esa primera noche cuando debutó en ti un sonambulismo que se repetiría durante años. Noches sonámbulas pasaste, cuando te mudaron del dormitorio corrido a unas exiguas camarillas con sus cuatro paredes blancas y sin techo, en donde no había lugar más que para una cama con barandales de hierro azul verdoso y, a su lado, una silla con un cajoncito incorporado a la altura del asiento, en el cual colocabas la pastilla de jabón, el par de calcetines de recambio y, en el respaldo, una toalla que estaba suplicando su vuelta a la lavandería. En el suelo, dispersos, unos zapatos que quizás un día fueron de color negro. La puerta tenía una rejilla‑mirador, por la que el inspector de turno podía ojear cuando lo consideraba oportuno; y, en el borde de la puerta, a mediana altura, había una cerradura que se podía cerrar y abrir con llave sólo desde el exterior y cuantas veces se deseara; pero solamente una desde el interior, mediante un pestillo. Por la mañana, cuando sonaba el hiriente timbre anunciador del nuevo día, el pestillo de tu puerta lo encontrabas con frecuencia desplazado y la puerta entreabierta. En la memoria sólo te quedaba un difuso recuerdo de bombillas encendidas, o que andabas con las manos tanteando tabiques grises y que los pies conservaban la sensación de haber caminado sobre las frías baldosas que rodeaban las camarillas. Nunca te encontraste en los pasillos con nadie y nunca, al volver, te equivocaste de camarilla; pero cada noche te acostabas con la aprensión de adónde te conduciría el nuevo viaje nocturno. Tampoco podías saber entonces que, durante muchos años, te acompañaría, como un mandamiento religioso, aquel dictamen de tu padre «Que nunca te tengan que llamar la atención».