03-12-2009.
Como mi abuelo no estaba completamente recuperado del enfriamiento que pilló el sábado, el tiempo del paseo duró menos de lo apetecido. Esta vez no nos sentamos en el último banco de piedra ni, en consecuencia, pudimos contar los vagones que arrastraba el tren de mercancías. Esta vez nos acomodamos en uno de los cuatro banquillos que el Ayuntamiento había hecho colocar en la mitad del Paseo de la Estación, en torno a una fuentecilla de granito con perinola en el centro y, en los laterales, diminutos surtidores en forma de sapo. Los cuatro banquillos eran obra de nuestro fornido vecino, Rafael, el “Guitón”, cuya taller de carpintería estaba en el Cerrillo de la Palma, justo frente por frente de la puerta falsa de mi casa; la taza de granito la había modelado el jefe de los picapedreros del pueblo, allá en su taller de la carretera de la calle Conquista, ya cerca del cementerio.
El conjunto estaba bordeado de arriates y rodeado de acacias que hacían del lugar un espacio de sosiego y frescura, propicio a la trápala y chismorreo de comadres al atardecer. Raramente, mi abuelo y yo habíamos visto vacíos los cuatro banquillos, cuando íbamos paseo arriba hasta el último banco de granito cercano a la Estación. Lo normal era que estuviesen ocupados, por no decir habitados, por cuatro vecinas de nuestro barrio, que hacían ganchillo mientras charlaban.
—Buenas tardes tenga usted, don Balbino —decían al vernos pasar—.
—Buenas tardes tengan ustedes, señoras —respondía él sin mover la cabeza—.
Seguramente, mi abuelo, al pasar hoy a la altura de la fuente y al no oír ninguna conversación, pensó ‑y llevaba razón‑ que esta vez el lugar estaba vacío. Y también pensaría ‑aunque ahí se equivocaba‑ que si las comadres llegaban después, al vernos allí, pasarían de largo o, lo más probable, se volverían a sus casas.
—Vamos a colocarnos aquí, niño, que hoy no me siento con fuerzas para subir hasta nuestro banco.
Esta vez, el diálogo fue directamente al grano porque, nada más verlo que tomaba asiento, le dije:
—Abuelito, ¿recuerdas que durante la tormenta del sábado pasado me dijiste que la próxima vez que saliéramos de paseo me explicarías lo de las manchas de sangre en las paredes de la sala de mi escuela y también lo de los maquis? Pues ya no necesitas hacerlo, porque estoy enterado de todo.
—¡Pues mira que bien! —contestó, mientras con su mano rozaba el granito de la fuentecilla como para comprobar la perfección de su alisado—. ¡Anda y qué sabihondo te has vuelto en cuestión de dos días! Bueno, pues ahora seré yo quien pregunte y tú quien, seguramente, tengas muchas cosas que contarme. Bien, pues vamos a ver: ¿quién te ha enterado de todo? —y recalcó con cierta sorna el final de la frase, sin dejar de acariciar la fuentecilla—.
—Es que el señor Alfonso, el cartero, le ha referido el suceso de los muertos del camión a su hijo Juanito, y él me lo ha contado a mí. Y, también, porque durante la comida de ayer domingo, mientras tú estabas en la cama enfermo, mi padre nos explicó muchas cosas. Y, además porque la Loli…
«¡Pero qué idiota!», me dije, al tiempo que me mordía el labio inferior. «Por poco sueltas lo que le has oído decir a la Loli desde la ventana de tu cuarto, con respecto a su parienta la “Parrillera”. ¡Pero qué tonto!», me dije. «¡Qué tonto! Has estado a punto de delatarte a ti mismo, de perder para siempre ese privilegiado lugar de observación y escucha de las modistillas durante las siestas…».
—¿La Loli? —preguntó mi abuelo, levantando la cabeza—.
—No, nada… Bueno… —anudé rápidamente— mucho, mucho no es que yo sepa porque, por ejemplo, sigo sin saber…
En realidad, no sabía cómo ni por dónde empezar. Porque lo que yo más deseaba era que en mi abuelo no naciera, ni siquiera, la más mínima sospecha de que me pasaba las siestas “espiando” a las modistillas, detrás de las celosías de la ventana de mi habitación. Y, pensando poder escabullirme de un posible barrunto con respecto a mis fuentes de información, hice como que reflexionaba y dije balbuceando:
—Pues, por ejemplo, sigo sin saber qué es eso de los maquis y por qué los llaman así a los que se fueron a la sierra… Como tampoco sé por qué los persigue y los mata la Guardia Civil… Supongo, abuelo, que me lo explicarás.
—De acuerdo; pero antes quiero saber lo que te han contado tu padre y tu amigo Juanito, el hijo del cartero.
De forma algo atolondrada y arrebujada ‑¡qué lejos de la envidiable soltura demostrada por Juanito‑, intenté relatar lo que este y mi padre me habían dicho. Mientras lo hacía, yo veía que mi abuelo movía la cabeza unas veces con gesto de asentimiento; que otras la zarandeaba en una especie de vaivén, mostrando su asombro; o que otras, en fin, la inclinaba a la altura de los hombros, manifestando pesadumbre y tristeza. Cuando terminé de referir lo que sabía, se quitó las gafas y, con un rápido movimiento de su mano, pasó, por sus hundidos ojos plagados de cataratas, un pañuelo blanco. Fue en ese momento cuando notamos que se acercaban las comadres.
—Buenas tardes nos dé Dios. ¿Se quedará usted aún mucho rato, don Balbino?
Mi abuelo tosió un par de veces, se sonó la nariz con cierta exageración y respondió:
—Buenas tardes, señoras; pues sí, porque acabamos de llegar…
Ellas, mirándose unas a otras y encogiéndose de hombros, no insistieron…
—Ea, pues entonces, quédense ustedes con Dios —y se dieron la vuelta con mal disimulado disgusto y decepción—.
—Pues ya está, abuelito: ya te he dicho lo que me han contado. ¿Quieres explicarme por qué se fueron a la sierra los maquis?
—Bueno, bueno; vamos por partes: En primer lugar, los llaman los maquis porque se fueron al monte; y en segundo lugar, no es que se fueran por su propia voluntad ‑y ya me parece habértelo dicho alguna vez‑. Es que estuvieron obligados a irse del pueblo, a escaparse y a esconderse en el campo, ya fuera monte, ya fuera sierra… Y a quienes se tuvieron que ir, hay quienes los llaman los «Huidos», otros los «Insurrectos», otros «Los que se tiraron a la sierra o al monte»… Hay también —y bajó un poco la voz— quien los llama «Guerrilleros», pero eso es más largo de explicar; ahora bien, eso de llamarlos «Maquis» no es muy corriente por aquí.
—Y ¿por qué los persigue y mata la Guardia Civil?
—Pues porque son los vencidos de la guerra que no han querido rendirse, niño —dijo como si fuera una obviedad y con algo de cansancio en la voz; y continuó—. Son los que no quisieron entregarse a los nacionales porque sabían lo que les esperaba. Sobre todo los comunistas y anarquistas… En fin, son a esos a los que ahora llaman «Rojos huidos», porque se escaparon a los montes para seguir luchando. Y los persigue y mata la Guardia Civil, porque los considera como delincuentes o criminales, cuando en realidad… En fin, que para las autoridades ellos son enemigos que hay que eliminar, porque dicen, son «Rojos» que luchan contra España, que roban en los cortijos e incluso tienen tiroteos con los cortijeros. Pero, ¡a ver! —y se encogió de hombros—, de algo tendrá que vivir esa pobre gente; porque, si no, se mueren de hambre y de frío; y, además, tienen familia en el pueblo y es natural que quieran venir a verla. Ahí tienes, por ejemplo, la historia terrible de una muchacha que vivía en Ronda del Calvario, llamada Manola, la “Parrillera”; como en su familia había dos rojos huidos, la Guardia Civil le hacía la vida imposible e incluso la apaleaba por las noches en los Grupos del Calvario; así que ella terminó fugándose a la sierra para juntarse con su hermano y su compañero Miguel, el “Maraña”, dejando a sus dos chiquillos con la abuela. En las noches oscuras del invierno, cuando el tiempo se ponía imposible, dicen que venía al pueblo a besar a sus hijos.
—¿Y dónde está ahora Manola, la “Parrillera”? —pregunté con la mayor ingenuidad que pude, porque quería comprobar si su respuesta coincidía con la versión de la Loli—.
—En un penal. Es una especie de cárcel en donde la han condenado a cadena perpetua. Es decir, para siempre. Pero eso ya es otra historia. Lo que yo te estaba explicando era por qué los de la sierra venían al pueblo de vez en cuando. Por eso la nueva alcaldía prohibió las fiestas de carnaval: porque los de la sierra las aprovechaban para venir al pueblo de noche, se ponían máscaras, estaban un rato con sus familias, se llevaban de comer… Y, a veces, también venían para arreglar cuentas con los nacionales…
—¿Quiénes son los nacionales, abuelo?
—Pues los que ganaron la guerra.
—¿Y tú ganaste la guerra?
—No, hijo. Yo no gané ninguna guerra porque, como creo haberte dicho, yo no fui a la guerra porque era ya muy mayor. Y, además, por esos años ya empecé a tener estas malditas cataratas. Tu padre sí que fue. Y menos mal que la hizo fuera del pueblo, porque durante la guerra aquí en el pueblo ocurrieron cosas atroces: unos contra otros, vecinos contra vecinos, amigos contra amigos, hasta en las mismas familias…; y ahora que ya acabó desde hace tiempo, pues siguen ocurriendo calamidades como la de los muertos del camión —y, bajando la cabeza, le oí decir como susurrando—. ¡Pero cómo es posible que habiendo pasado lo que ha pasado durante tres años, no hayamos aprendido la lección y que la vida y su respeto no esté por encima de todo! ¡Lo que es el rencor, la envidia, el resentimiento y la venganza! ¡Hay que ver hasta dónde puede llegar el mal! ¡Yo no puedo comprender ni aceptar que se haga sufrir y, menos aún, que se mate en nombre de unas ideas, por muy sagradas que sean! ¡Ay, si yo te contara, niño, si yo te contara…! —y me encaró con su mirada vacía—.
Por un momento, me pareció percibir que, tras sus gafas oscuras, mi abuelito cerraba con fuerza sus ojos ciegos como si quisiera impedir la posibilidad de contemplar la visión de alguna desgracia; en todo caso, mientras balbuceaba, sus mejillas y frente multiplicaban las ya numerosas y profundas arrugas de su piel. Un nudo correoso se me hizo en la garganta. ¡Cómo sentí el dolor ajeno en la mirada ausente de mi abuelo! Nos quedamos unos minutos en silencio.
Un viento suave se estaba levantando por el Poniente y movía levemente las hojas de las acacias y de los eucaliptos. Era un aire templadito, dulce, que anunciaba la proximidad del crepúsculo. El sol ya no hacía tanto daño a la mirada y en los cercados, detrás de las tapias de uno y otro lado del paseo, se oía hablar con fuerza a los hortelanos, que se disponían a regar sus melonares con el agua de las albercas. Pronto llegarían los gorriones de las huertas para buscar las ramas donde dormir. Yo noté que aquel atardecer mi abuelo deseaba hablar, desahogarse; que necesitaba echar fuera de su cansada mente recuerdos cercanos que, agolpados en su memoria, le laceraban el corazón. Con sus hijas no le parecía muy adecuado hacerlo; con su yerno… era su yerno; y, además que él tampoco quería hablar de esas cosas. El detonador de lo que hiciera conmigo había sido, sin duda, los muertos del camión.
—¡Ay, si yo te contara…! —me volvió a decir—.
—Bueno, abuelito: cuéntame lo que quieras, pero no te canses. Sobre todo no te canses; y, si no, lo dejamos para otro día…
Pero no lo dejó para otro día, no. Y habló sin mirarme, como si no se dirigiera a alguien en concreto; o como si lo hiciera para todo el pueblo.