30-10-2009.
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Villajara
Apoyada su frente en el dorso de las manos cruzadas sobre la arqueada empuñadora de la garrota, mi abuelo me contaba historias que ahora recuerdo como algo lejanísimo, pero con una viva presencia.
Mi abuelo se llamaba Balbino. Los ojos inundados de cataratas terminaron dejándolo completamente ciego. La garrota en su mano derecha y la izquierda en mi hombro, todos los atardeceres de verano nos íbamos, Paseo de la Estación arriba, hasta el Alto de los Barreros; y allí, a la sombra de un eucalipto, nos sentábamos a tomar el fresco en el último banco de piedra situado a unos cien metros de la vieja estación de ferrocarril. Y cada vez ocurría lo mismo:
—Dime, Antoñín: se ha parado el tren de mercancías, ¿no?
—Sí, abuelito.
—Pues, cuando vaya pasando, cuenta los vagones que lleva. Pero no me lo digas.
Renqueando transitaba el tren, cargado con minerales de las explotaciones de Almadén y de Puertollano, camino de Pozoblanco. Cuando el largo reguero de tra‑ca‑trá‑trá‑trá se iba adelgazando en el atardecer, mi abuelo me decía:
—Hoy lleva diecisiete vagones, ¿no es cierto?
—Sí, abuelito: lleva diecisiete.
—Dos más que ayer.
—Sí, abuelito.
A menudo, tras el ceremonioso recuento de vagones, mi abuelo, siempre con su «bilbaína» negra sesgada sobre la nuca, se adormecía apoyando su frente en las manos cruzadas sobre la corva empuñadora de la garrota. Y así se quedaba largo rato, mientras yo contemplaba el ruidoso zaragateo de los gorriones que ya buscaban sus ramas para dormir entre las verdifinas hojas de los altísimos eucaliptos. Cuando el abuelo se desaturdía, levantaba la cabeza y, mirando hacia el Poniente, solía contarme historias de «cosas del pueblo». Cosas de cuando «tú no habías nacido todavía».
—¿Sabes, Antoñín? El nuestro ‑y lo señalaba alzando la punta de la garrota‑ siempre ha sido un pueblo tranquilo y fronterizo entre andaluz y manchego: lo mismo que ellos vienen «p’acá» y nos venden queso y melones, nosotros vamos «p’allá» y les vendemos jamón y aceite. Y así, entramos y salimos, andaluces en La Mancha y manchegos en Andalucía. Ellos suelen tener poca gracia y bastantes malas pulgas. Mira, recuerdo que —yo tendría tu edad, unos siete u ocho añuelos— un manchego bajaba todas las tardes nuestra calle Concejo gritando «¡Al buen queso manchego!, ¡Al buen queso!»; y yo, entreabierta la puerta falsa, sacaba la cabeza y gritaba «¡A mi me súan los co… d’eso!». Una vez, el manchego se llegó a la puerta, la empujó y empezó a dar voces, señalando a mi madre y diciendo que «Vaya educación que le está dando usted al niño» y que «Si no fuera porque está usted presente, yo le arreaba dos buenas bofetadas». Mi madre apagó el «chaparrón de gritos» excusándose —«Son cosas de críos…»—y comprándole un hermoso queso. Y a mí me tocó un buen soplamocos.
—¿Sabes abuelo que un manchego pasa todas las tardes por la acera de la casa gritando «Al buen queso»?
—Sí, Antoñín. Pero tú no hagas lo que yo hice…
—No, abuelo.
Por descontado que sí lo hice; pero me salvé del guantazo de mi madre, porque ya corría más que ella ante su persecución en torno a la mesa estufa.
Yo ya, por aquel entonces, me inventaba cosas que decirle al “tostaero”, cuando pasaba por las tardes gritando: «¡Tostaos, tostaos, frescos y salaos!»; y yo le chillaba: «¡Eh, tostaero; eh, tostaero!, ¡Tus tostaos pa’qué los quiero!»; o al “afilaor”, que pasaba los mediodías soplando en su caramillo y empujando una bicicleta en donde tenía montada la piedra de afilar, redonda como un quesito. Si, por casualidad, se detenía bajo del balcón de mi casa, yo lo imitaba, silbando el sonido agudo de ida y vuelta ‑siruíííí, siriúúúú‑ del caramillo; y él, si en ese momento estaba afilando alguna navaja, con la bicicleta al revés y pedaleando para que girara la piedra conectada a la cadena, paraba de pedalear, miraba hacia el balcón donde yo estaba y, entornando los ojos hasta dejarlos en blanco, hacía pasar suavemente por su cuello el filo de la navaja. Nunca, sin embargo, hubo tiempo suficiente para que se produjera algún conflicto como con el señor del queso, porque mi madre, nada más oírme imitar el sonido del caramillo, subía rápidamente al balcón y me reconducía a mi cuarto, tirándome despiadadamente de una oreja.
En mi habitación, yo me aburría durante las siestas: el tebeo del día ya me lo había leído y no me quedaba más entretenimiento que observar, a través de los visillos de la ventana que daba al patio, a la media docena de modistillas que, sentadas en sillas de anea, se afanaban por terminar sus ajuares de novias. Como sus conversaciones giraban siempre en torno a los mismos temas ‑«Que si el paseo con el novio, que si tal episodio de la tal radionovela, que si las medias o el vestido de la tal o de la cual…»‑, yo terminaba por adormilarme, a no ser que en ese momento oyese sonar el caramillo del afilaor o el vozangueo del tostaero; entonces, abría suavemente la puerta de mi habitación, subía de puntillas por las escaleras que conducían al balcón y silbaba mi siruíííí, siriúúúú… interrumpido por el «¡Pero qué sinvergüenza! ¿Otra vez? ¡Que sea la última, la última!», que mi madre susurraba para no interrumpir la siesta del abuelo, mientras bajaba las escaleras de puntillas tirando del óvulo de mi oreja.
—Pues que sepas que oigo de vez en cuando esa zaragata —advirtió mi abuelo casi sonriendo— y alguna vez nos vas a dar un disgustillo…
—Pero si no lo hago con mala fe —yo me defendía— y hasta me he dado cuenta de que el afilaor se para bajo nuestro balcón sin que tenga nada que afilar y se ríe de lo bien que imito su caramillo. Ahora que, lo que sí me da mucho miedo es el “tío mantequero”.
—¿El “tío mantequero”? —y mi abuelo frunció su frente—.
Y es que, durante las siestas, no sólo había manchegos que vendían queso, afiladores de navajas o tostaeros de garbanzos: también había «tíos mantequeros».
—Sí, abuelo —y me extrañó que él no estuviera al corriente—; el “tío mantequero” que yo vi el otro día recostado contra la pared, al otro lado de la calle; porque —le pregunté—, ¿qué otra cosa puede ser un “tío mantequero” sino un hombre que se acuesta en la calle con un gran saco?
—¡Ah, ya! ¿Un hombre que vende manteca?
No sé por qué, mi abuelo no consideró oportuno explicarme que ese hombre acostado en la acera de enfrente era consecuencia de la terrible miseria que, sobre todo en los pueblos, arrastraba la España de la inmediata posguerra.
—¡Que no abuelo; que es un hombre grande como un monstruo, que le saca la manteca a los niños!
Y, como mi abuelo se hacía el desentendío, tuve que explicarle lo que yo les había oído relatar a mi madre y a mi tía, a propósito de aquel “tío mantequero” que había visto acostado en la calle. Y es que aún vivía yo en esa edad en la que había que protegerme ‑o controlarme‑ durante las largas siestas del verano, en las que siempre quería salir a la calle mientras los demás dormían. Ellas, mi madre y mi tía, para impedir mis pequeñas fugas, se contaban historias casi cuchicheando, pero sabiendo que yo las oía; como por ejemplo, la de que últimamente «habían visto rondar por el barrio a un hombre jorobado, barbudo, con un sombrero negro y aceitoso que no llegaba a ocultarle las greñas; tenía los pantalones remendados por el trasero y rajados por las rodillas; las botas hacían un ruido extraño por el acerado, sobre todo con la pierna que arrastraba; y, por si fuera poco, llevaba colgado del hombro un gran saco, como esos en donde guardamos el bacalao que compramos en el comercio de La Casimira. Seguramente, el saco contenía las mantecas que el cojo, tuerto y jorobado desconocido, sacaba a los niños con agujas muy finas y afiladísimas navajas, para luego venderlas a gente rica y tísica de las capitales». Cuánto pavor y odio llegué a tenerle a ese “tío mantequero”, sin saber que era un pobre hombre de una aldea vecina, que iba pidiendo limosna por los pueblos de nuestro valle.
Así era aquella limpia y tierna edad en la que todo, es decir, personas, animales, plantas, árboles y objetos parecían formar parte de un mundo familiar y mágico, sorprendente e inesperado; pero en el que siempre nos integrábamos con toda naturalidad. Incluso la imantación que sentíamos por aquello que nos producía miedo, como el que sentía por la oscura e insondable profundidad del pozo de nuestro patio, en el que me fascinaba ver reflejaba mi imagen ondulada como un espejo profundo y sombrío, como un espejo de agua lejana, quieta y redonda, como el que, muchos más tarde, descubriría en los poemas de García Lorca. Y éramos temerarios, sin saber aún qué quería decir esa palabra; como cuando se la oía gritar mi madre o mi tía ‑«¡Pero qué temerario es este niño!»‑, al ver que, alzado sobre la punta de los pies y con la cintura apoyada en el brocal, me doblaba en difícil equilibrio hasta conseguir ver reflejada mi imagen en el espejo hondo y oscuro del pozo. Y temerarios éramos también cuando, en las fugas al cercano campo, levantábamos piedras buscando alacranes “bebés”, cuyas picaduras nos producían extensas y amoratadas ronchas en las manos, sin tener en cuenta que, a menudo, aquellospequeñosalacranesestaban protegidos por alacranes adultos. ¡Qué edad aquella en la que fantasía y realidad solían convivir en perfecta e irrepetible armonía, tanto en lo que veíamos como en lo que nos decían o contaban! Era esa edad en la que solías obedecer, sin chistar, al que te mandaba y en la que creías a pies juntillas en los Reyes Magos. Era el tiempo en el que pensabas que las personas mayores nunca mienten.
Aquel atardecer, de fines de junio, empezó como de costumbre. Al llegar a lo alto del Paseo de la Estación, mi abuelo me preguntó:
—¿Está el banco libre, Antoñín?
—Sí, abuelito.
—Pues vamos. Y, cuando pase el tren de mercancías, cuentas los vagones; pero no me digas cuántos lleva.
—Sí, abuelito.
Aquella tarde, sin embargo, era yo quien tenía algo que contarle al abuelo. Algo que yo había descubierto en la escuela, esa misma mañana, y que me había llenado de congoja y de horror. Algo que me parecía mucho más terrible que los martirios que se practicaban en las mazmorras de “El guerrero del antifaz” o en las sangrientas cacerías de “El hombre de piedra”, mis tebeos preferidos.
Las vacaciones de verano se acercaban. Ya, el fuerte calor se hacía sentir, sobre todo cuando, a media mañana, salíamos al terrizo patio de recreo. Por eso, preferíamos practicar juegos más tranquilos, como el «Palma, pico o zurro» o al «Trompo», en vez del partidillo de fútbol de veinte contra veinte, porque, entonces, se levantaba una densa polvareda que nos iba envolviendo, y el sudor y la sed se hacían inextinguibles por falta de alguna fuente cercana. Inútil era pensar en el agua que nuestro maestro don Francisco tenía en el botijo, que su sobrino le llevaba fresquita todas las mañanas. Esa agua era solo para él. Lo mismo, o casi, ocurría en invierno: la única calefacción que había en la aterida aula era el redondo brasero de picón, colocado bajo la mesa‑estufa de don Francisco. Solocuando el frío arreciaba, a los que teníamos las manos llenas de sabañones nos llamaba para que nos las caldeáramos durante unos minutos. Un seco tabletazo, sobre la mesa, ‑con aquella misma regla con que nos “calentaba” las manos cuando cometíamos algún error en el cálculo o en el dictado‑ indicaba que el turno del fogueo sabañonil pasaba al siguiente chiquillo.
—Cuando tengas ganas de hacer pipí, háztelo en las manos —nos aconsejaba— y ya verás cómo se te pasan los sabañones. Pero aquí en el aula no, ¿eh?
Encima de la mesa marrón de don Francisco había siempre tres objetos: la enciclopedia ‑llamada “Lecciones de cosas”‑, la regla y el porrón, el cual, en invierno, era substituido por el brasero. Y a la derecha de la mesa, inamovible, estaba la inmensa y negra pizarra.
Las vacaciones de verano estaban a la puerta, ya que el lunes siguiente era el primero de julio. Cuando aquella mañana íbamos corriendo al recreo, por el pasillo de la planta baja, nos cruzamos con un par de albañiles que salían de la primera sala de la derecha: una sala que siempre habíamos visto cerrada, que incluso estaba terminantemente prohibido mirarla a través de la cerradura y, menos aún, intentar abrirla. Mientras sacaban de los bolsillos sus respectivos bocadillos, los albañiles se dirigieron tranquilamente a la sombra de la acacia que estaba a pocos metros de la puerta principal, en donde me quedé rezagado del resto de mis compañeros. Un señor, con chaqueta parda y fumando un cigarrillo, parecía estar esperando a los albañiles. Al ver que se ponían a hablar, me di la vuelta y volví sobre mis pasos. El pasillo estaba vacío. Maestros y chiquillería estaban en el recreo. Empujé lentamente la puerta ocre de la sala prohibida. Las ventanas seguían cerradas. Ni una mesa, ni una silla, ni un banco, ni pizarra, ni armario; sólo unos cuantos cubos y brochas esparcidos por la solería se percibían a la luz de la bombilla, tan mortecina, que apenas iluminaba las paredes de la sala; unas paredes que olían a humedad, envejecidas, desconchadas y tachonadas con grandes manchas rojas que me parecieron ser de sangre. Di un paso adelante, palpé con los dedos temblorosos las manchas más cercanas…; pero, en ese momento, un vozarrón me dejó sin aliento:
—¡Qué haces tú ahí mirando! ¡Fuera!
Era el señor de la chaqueta parda que había estado hablando con los albañiles. Salí, al patio, despavorido. Ni contesté a los amigos que me preguntaban dónde me había metido, ni dije una palabra a nadie de lo que había visto; pero, en el camino de vuelta a casa, yo me iba repitiendo «Era sangre», «Era sangre de verdad, no como en los tebeos»… «Esta tarde se lo preguntaré al abuelo, porque, si se lo digo a mi madre, me dará un coscorrón por haber desobedecido al maestro; y no digamos mi padre…».
—Ya sabes, hijo: cuando pase el tren de mercancías, cuentas los vagones…
—Sí, abuelito. ¿Sabes, abuelito, por qué están manchadas con sangre las paredes de una sala de mi escuela?
—¿Una de los Grupos escolares del Calvario?
—Sí.
—¿Qué sala? —y me miró con su mirada ciega—. ¿Pero tú no vas a los Grupos escolares del Regajito?
—Ya no porque como el maestro, el señor Camacho, le dio unbofetón al chacho Federico, papá decidió que este año nos apuntaría a la escuela de don Francisco, en los Grupos del Calvario.
—¡Ah, ya! Bueno, dime: ¿en qué sala?
—La primera que está entrando a la derecha, después del váter. Don Francisco nos lo tiene prohibido, pero como hoy estaba entreabierta, me he asomado y he visto que las paredes están llenas de manchas de sangre. «¡Niño, tú que haces ahí mirando! ¡Venga fuera!», me pegó un vozarrón un hombre del Ayuntamiento y me fui corriendo al patio. Pero dime, abuelito, ¿por qué están manchadas de sangre esas paredes?
—¡Ay, hijo mío! Eso fueron cosas de la guerra… y de después de ella… Pero no son para niños de tu edad.
—¿Cosas de los «rojos», como nos dice don Francisco?
—De los «rojos» y de los no tan «rojos» —y añadió murmurando—; pero ya podían haber encalado esa maldita sala… Además, que al Ayuntamiento le conviene… Oye, —dijo en voz alta y señalando con la garrota— que se está acercando el tren de mercancías. Mira cuántos vagones lleva, pero no me lo digas.
—Sí, abuelo. Pero ¿por qué están manchadas esas paredes?
—¡Tú cuenta los vagones…!
[…]
—Son catorce. Tres menos que ayer, ¿a que sí?
—Sí, abuelito. Pero, dime ¿por qué…?
—Vamos, hijo, para casa; que se está haciendo tarde. Otro día te lo contaré.
Y levantándose del banco de granito, tiró de mi brazo, colocó su mano izquierda sobre mi hombro y echó a andar. El sol del poniente nos lanzó delante nuestras sombras, mezcladas con las de los eucaliptos y, mientras bajábamos por el Paseo de la Estación, cada vez se hacían más inclinadas, alargadas y difusas. Veinte minutos después, entrábamos por la calle Concejo en el barrio de El Regajito, nuestro barrio. Sentado en el batiente, a la entrada de su casa y acosado por un terrible Parkinson, el tío Cornelio parecía estar tocando una guitarra imaginaria con mano derecha; cuando nos oyó pasar, levantó la cabeza y dijo: «Buenas tardes, don Balbino»; mi abuelo respondió: «Buenas tardes, amigo Cornelio». Algo más arriba, frente a la entrada de nuestra casa, apoyada en el dintel de su puerta, Juanita, nuestra joven y hermosa vecina subnormal, dejó escapar de sus labios un «¡Uuúh!» sonriente, casi provocativo.