Jornada laboral

17-10-2009.
Aquel representante, y miembro de la minoría marginada por excelencia y título ancestral, era un mar de confusiones. Apuntaba todos los méritos concurridos a lo largo del tiempo y del espacio a favor de la situación actual de su minoritaria etnia y le salían las cuentas, sí señor, que si le salían…

Habían superado las largas travesías de regiones desconocidas, caminatas y traslados sin fin de unos sitios a otros, en los que iban dejando su reguero, marcando su impronta, quedando por ellos los testigos de sus presencias. Allá donde no les plantaron cara ni les pusieron demasiadas trabas se fueron quedando. Como la línea continua de baba que delata el trayecto del caracol, así aquellas gentes habían ido marcando su recorrido.
Pensaba el étnico representante que todo aquello debiera reivindicarse como algo que compensar, que debiera pagarse por la sociedad que los acogía, pues culpables eran de haberlo hecho, sin duda; y así era cierto que en este país lo habían entendido, pues en el mismo se habían establecido hacía siglos y bien que lo habían sabido aprovechar.
A pesar de ciertas leyes y pragmáticas, enarboladas como pruebas de sus penurias, él sabía que apenas si les habían hecho mella o daño y se reía de tales intentos superficiales, pues de acá ya no se movieron.
Se pasó el cazo del debe y los opresores se lo llenaron, con creces. Y este representante de los por siempre oprimidos se mondaba de risa. Sí, que habían hecho colar gato por liebre y todo lo que ellos sabían colar, que no era poco. A su propensión a la trashumancia, ellos achacaron la violencia de las persecuciones; a su acrisolado conservadurismo social, el que la segregación les impedía integrarse; al poco aprecio por las leyes y normas del común, oponían las costumbres de su casta.
Así, pensaba bien repantingado en su sillón de cuero, habían hecho bueno y respetable, sino también intocable, todo lo que en realidad era un claro síntoma de rebeldía, incomunicación provocada y nítido interés en no compartir ni acatar lo que la población receptora proponía.
Ser minoría socialmente desfavorecida es un chollo, se pensaba el líder social de la etnia, mientras su secretario, por cierto de los otros, le pasaba la correspondencia del día.
Estaba nuestro hombre preparando una gran batería de iniciativas legislativas para que se concretasen aún más los múltiples derechos que sus gentes debían tener. Los pensaba transmitir, luego, a las diferentes tribus en forma de decálogo sucinto y muy concreto, bien entendible de inmediato. Incluso ‑y se le encendía la llamita del invento‑, potenciado por medios tan adecuados como el cante y el baile, que ayudarían a asimilar tales derechos. ¡Ni Moisés, con sus Tablas de la Ley, lo superaría! De deberes no había ni rastro en tal decálogo.
Era, de todos los opresores, bien sabido que ellos no tenían los deberes de los demás. ¿Para qué complicarse la vida…? Los deberes para los otros, que para eso los inventaron, pues ellos se debían a sus antiguas relaciones de clan, de tribu y de raza. Así habían sobrevivido tantos siglos; por algo sería, pues. Este argumento le parecía al sujeto lo más efectivo: irrebatible.
El mar de confusiones le venía de que se estaban rompiendo los esquemas tan trabajosamente definidos. En trabajo de decenios, de siglos, se había logrado un acuerdo tácito que ellos no querían romper: eran los oprimidos por excelencia, los intocables, los benefactores netos de ayudas y donaciones sociales. Y lo eran, porque se tenían que cobrar los agravios seculares habidos y porque lo otros tenían mala conciencia, al respecto. Y porque era de progresistas el hacerle la vista gorda a sus fechorías y trastadas, no fuese que a quien se lo recriminase le tachasen de fascista o racista.
Sin embargo, las sombras se estaban acercando, amenazando ese nicho ecológico social nunca amenazado anteriormente. Se adivinaba…; no, peor: estaba ya dentro el enemigo que les disputaba lo tan trabajosamente logrado. Ese enemigo venía de otros lugares, como ellos ha tiempo vinieron, y también exhibía su exclusividad, sus costumbres distintas, su raza y etnia diferenciadas. Ese enemigo jugaba sucio con las mismas cartas marcadas que ellos ya utilizaron tantas veces.
El representante oficialista de los antaño únicos oprimidos se lo pensó mejor; en lugar de preparar un catálogo de derechos, habría que empezar por unas normas o leyes restrictivas, de exclusión, de inmigrantes advenedizos, que sirviesen para garantizarles a ellos, los suyos, los privilegios gozados. Sin duda, de esa forma la paz social, el orden público, estarían más que garantizados, porque si no… (y más valía malo conocido que bueno por conocer). Era otro argumento contundente e indiscutible.
Nuestro cívico representante de esa minoría étnica, la de siempre, se levantó del sillón, buscó en el mueble adyacente la botella de whisky de buena marca, se sirvió un buen trago y, volviendo a su poltrona, puso su mp3 con altavoces para oír a Camarón.
Así dio por terminada su jornada laboral.

Autor: Mariano Valcárcel González

Decir que entré en SAFA Úbeda a los 4 años y salí a los 19 ya es bastante. Que terminé Magisterio en el 70 me identifica con una promoción concreta, así como que pasé también por FP - delineación. Y luego de cabeza al trabajo del que me jubilé en el 2011. Maestro de escuela, sí.

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