28-09-2009.
Seguía Burguillos penduleando, que era su forma de vida. Viajes y viajes a Ciudad Real. El recuerdo, el tirón de los niños abreviaba sus estancias. Y, a veces, se le interfería perjudicial en sus negocios. Al gran cariño que por ellos sentía se le sumaba, subrepticiamente, la íntima negativa al compromiso.
Por más que en la locura que sentía por estos niños pudieran alearse fugas y refugios hipercompensatorios, su cariño era tan sólido y depurado que, incluso tras más de nueve años de ausencia inhumana, tapiada a cal y canto, siguió amándoles como el gran tesoro de su vida. Ellos y sus padres fueron lo mejor que hubo en su existencia. Y después, su muchachada de Úbeda… Aun sólo por esto le ha merecido la pena vivir.
A Jesús, desde muy pequeño, le llevaba Burguillos a todos los sitios. En ninguno gozaban tanto como en el campo. Las flores, los hormigueros, las lagartijas… le obnubilaban. ¡Cuántos porqués! Echaba a volar los vilanos y los llamaba «paracaidistas». El guirigay de los grillos le animaba. Con una pajita larga y flexible le enseñó a desalojarles de su túnel. E invadieron la terraza con sus serenatas.
Gozaba Burguillos con estas enseñanzas, provocándole, dosificadamente, la curiosidad. Y, apoyado en la memoria excepcional del niño, le clavaba el nombre de plantas, insectos o pájaros… Creía que enamorarle de la Naturaleza era legarle una hacienda inamisible y espléndida. El libro cuya lectura nunca cansa. Y nunca volvían a casa sin confeccionar un ramo de flores silvestres para mamá.
Aquel agosto de 1988 se fueron a veranear a Valmala. En las faldas de la Sierra de la Demanda. Jesús, con sus cinco años, manejaba la bicicleta con habilidad. Héctor se conformaba con un triciclo.
A Burguillos le copó una rinitis, rebelde a las cataplasmas del Seguro de Enfermedad. Acudió a un médico de campanillas y alto caché. Y de médico en médico, entre Madrid y Valladolid, pasó ocho meses de consultas, pruebas, moribundias y disparates. Malos meses fueron aquellos. Todo derivó en una EPOC que le trató con sencillez y eficacia un samaritano: el doctor Puyo Gil.
Durante ese agosto, Burguillos se dedicó, espléndido en materiales e ingenio, a tapizar la vieja sillería de nogal. Y mimados los pájaros y las plantas, todavía le quedaba tiempo para sus menesteres agrícolas.
El regreso de los niños le llenó de gozo. Y, aunque no se quejaba, las anomalías respiratorias de Burguillos seguían enturbiándole la vida. A ello se le añadió una profunda angustia. No era la primera que, como una garrapata, se le cosía al alma. «¡Ay! ‑se decía‑. Si yo tuviera tanta fe como una mota de polvo… Saltando sobre mis niños me iba a la vanguardia de las Misiones. ¡Qué feliz me haría sentir sobre mi vida el parpadeo, un tenue aliento de la presencia de Dios!». Sólo le quedaba rogar y clamar… dudando de que alguien le escuchase. Resueltamente, dejó de meditar sobre sus libros de espiritualidad porque, en cada línea, le rebullía un escéptico dolorido de tanta oscuridad…
A este desfonde existencial se le sumó en 1989 otro coco. Siempre tamquam leo rugiens, quaerens quem devoret (‘como un león rugiente que pregunta a quién devorar’), Burguillos, entre millones de españolitos, pequeños ahorradores, fue una de las víctimas de las pólizas de Prima única. Un producto que vendía la gran banca como legal y exento de tributación. Cuando Solchaga y Borrell consideraron que ya la carnada era suculenta, se echaron encima. Tal vez con afán de compensar los trescientos mil millones de pesetas que se olvidaron de cobrar a grandes fortunas y amiguetes.
La imaginación embravecida anegaba a Burguillos como un torrente de calamidades incoercibles. Sabedor de que si no luchaba él mismo se hundiría, consiguió embridarla. Y esa misma imaginación exaltada fue su consejero fiscal más valioso. Pagó buenos fajos de pápiros, pero lidió al toro de Hacienda con sutileza, riesgo y coraje. Y al final, tras tanto miedo y tantos embrollos, salió de sus inversiones muy beneficiado.
Muchas veces tuvo Burguillos tentaciones de escribir dos manuales: Arte y delicias del autoestop, y Cómo lidiar y vencer a Hacienda. Y en éste, recordando el prólogo del Libro de Buen Amor, también él hubiera escrito: «Empero, porque es umanal cosa defenderse de exactores desaforados y prepotentes, si algunos (lo que non los consejo) quisieren usar buenos remedios aquí fallarán algunas maneras para ello».
En su vida, chata y vapuleada, de pocas cosas estaba tan satisfecho como de la agudeza y el tesón con que se batió con el monstruo insaciable de Hacienda.
En medio de esta tormenta, el cinco de noviembre de 1989, llegó otro sol: ¡Su Alberto! ¡Si era un melocotón celestial…! Andaba por entonces Burguillos sumido en lo más profundo de su mal descontrolado. Y con las fauces rugientes de Hacienda a la zaga… Pero nada le impedía celebrar íntimamente la lotería vital de su tercer nieto. Lo conoció enseguida. Y, como sus hermanos, gateando, le rastreaba por toda la casa. Y como ellos, le quiso, le trastornó y le hizo feliz.
Con estos tres niños, se encontraba Burguillos como en un delicioso jardín. Mejor aún: como entre ángeles en el cielo. ¡Cómo les entendía y llevaba! Su disposición y entrega para educarles y hacerles felices no tenía valladares. Todo su afán era hacer de la educación de los niños centro de su vivir.
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