25-09-2009.
El silbato de don Rogelio ponía fin a nuestro corretear por el escaso campo de juegos del colegio. Dos toques de silbato seguidos, el primero de aviso y el segundo corto y enérgico, enmudecían a aquella tropa que, en silencio, corría a formar filas ante el mástil de la bandera. A la cabeza de las filas, don Antonio, don Carmelo y don José Alarcón, los maestros que, a continuación, nos acompañarían a nuestras clases.
Un alumno entonaba el himno de España y todos lo cantábamos a coro con respeto y solemnidad, mientras Fernando, Príncipe del colegio, izaba la gran enseña que, flameando sobre su mástil blanco, presidía nuestra actividad hasta última hora de la tarde.
A una indicación del profesor, entrábamos en el aula y ocupábamos nuestros viejos pupitres. Las clases eran frías, húmedas y tristes. Algunas mañanas, un rayo de sol venía a visitarnos, pero no se quedaba mucho tiempo. Don José explicaba “La historia de los Reyes Católicos y el descubrimiento de América”. Embelesados, escuchábamos sus palabras y la grandeza de aquellos españoles que conquistaban tierras, sometían pueblos, llevaban el mensaje del Evangelio a los infieles y paseaban magníficas y victoriosas las glorias de España por todo el ancho mundo. Nadie se movía. Fijos, en el profesor, los ojos de aquellas criaturas de mirada agradecida, sumisa y suplicante con que saben mirar los niños pobres. La fea tos de un muchacho, de rostro macilento y descolorido como la cera, interrumpía de cuando en cuando las hazañas de Pizarro o de Cortés.
El maestro continuaba marcando la ruta de los conquistadores sobre el mapa y hablando de barcos llenos de riquezas y tesoros que llegaban a España procedentes del Nuevo Mundo. Si alguno de nosotros pedía permiso para ir al lavabo, don José siempre se lo daba. Entonces, su compañero de pupitre aprovechaba para atarse los cordones y, de paso, empujar con el dedo el calcetín que se escapaba por el agujero que tenía en la puntera de la bota, hasta colocarlo en su sitio. Alguna mirada distraída se dirigía al techo y las paredes de la clase, imaginando que las manchas y los desconchados eran divertidas siluetas de personas o animales.
Junto a mí se sentaba Juan Manjón. Juan no tenía pluma ni cuaderno. Su madre pedía limosna de casa en casa. Escribía con lápiz. A veces, don José le prestaba una pluma para que pudiera escribir la muestra caligráfica que nos ponía en la pizarra. Su libreta era la más cuidada del curso. Cuando la terminaba, el padre Prefecto le entregaba una nueva. Juan era muy pobre. Mucho más pobre que nosotros.
Algún jueves por la tarde, cuando nos dirigíamos al campo de fútbol de Villanueva, veíamos en la otra acera de la calle a una mujer vestida totalmente de negro que, con un pucherillo viejo, mendigaba aceite de puerta en puerta. Era la madre de Juan. Vestida de negro (con un pañuelo ‑anudado al cuello‑ cubriendo su cabeza, unas zapatillas viejas y desgastadas y, en la mano, el pucherillo en el que alguien ponía unas gotas de aceite), pedía limosna. Yo sabía que era viuda, madre de cinco hijos y que estaba enferma. Su cara inexpresiva, sus grandes ojos tristes y sin brillo, su rostro seco y pálido como una flor marchita, proclamaban, en silencio, que moría poco a poco. Al pasar frente a ella, apartaba siempre la mirada para no contemplar tanta tristeza. Ella, fijos los ojos en el suelo, caminando despacio, ausente y pensativa, miraba tímida a las filas de muchachos, buscando la mirada de su hijo. Sabía que estaba allí.
Una llamada, una puerta, una humilde moneda, la devolvían a la vida. Ella, entonces, elevaba la vista agradecida, lentamente, hasta encontrar los ojosde la mano que la ayudaba.
Fachada del colegio de Villanueva del Arzobispo.
No es fácil ser maestro de niños pobres. Ha pasado mucho tiempo y aún le recuerdo. Alto, muy alto, con gafas, ojosclaros, cabello castaño rizado y una sonrisa franca que nunca se apartaba de su rostro. Don José Alarcón era para nosotros un ser maravilloso y extraordinario que sabía de memoria la lista de los hijos de Jacob, los profetas mayores y menores, los ríos, los cabos y los golfos de España. Que nunca se equivocaba en la regla de tres. Que, en el Día de la Madre, escribía en la pizarra una carta preciosa que nosotros copiábamos y enviábamos a nuestras casas, para que nuestras madres lloraran emocionadas por la ternura y el cariño de las frases que en ella se leían. Él corregía en nuestros dibujos los dedos y los ojosde la Virgen, que era lo más difícil de dibujar, dándoles siempre la proporción exacta.
Su sonrisa nos transmitía seguridad y su alegría nos hacía felices. Cuando preguntaba el Credo, la tabla de multiplicar, la historia de Aníbal y los elefantes de Viriato y sus capitanes o la destrucción de Numancia y Sagunto, disfrutaba tanto como nosotros si respondíamos acertadamente. En una ocasión, con la chaqueta de su pijama y un poco de maña, me confeccionaron una túnica oriental para la representación de una obra de teatro, o un desfile para el día del Domund (que ya la memoria me hace dudar). El gorro típico y la tiza amarilla en la cara me convirtieron en un auténtico niño chino de misión.
Corría el año 1954; aún estábamos en Villanueva y don José hacía poco que había terminado su carrera de Magisterio. Nos hablaba de Las Escuelas de Úbeda con pasión, del Colegio, de los profesores que íbamos a encontrar, de las materias que estudiaríamos, de los campos de deportes. Se interesaba por nosotros constantemente.
En una ocasión, como yo siempre fui muy enclenque y delgaducho, me llamó. Me preguntó si comía bien, si continuaba con apetito a la salida del comedor y si me dolía la cabeza alguna vez. Yo contesté que estaba bien, que no tenía hambre y que nunca me dolía la cabeza. No obstante, mi excesiva delgadez y mi aspecto le preocupaban.
Habló con Fuensanta, que era la encargada de la enfermería, para que me acompañara al médico. Éste, después de examinarme la boca con una cuchara, auscultarme, mirarme por rayos equis y hacerme un reconocimiento a fondo, afirmó con absoluta rotundidad:
—Fuensanta, este chico está perfectamente. Pueden estar tranquilos. Que haga vida normal y que coma de todo.
Don Gabriel Tera era un médico de rostro bonachón, como el de los abuelos de las películas, que nos quería como a sus hijos. Un hombre extraordinario y, a la vista del diagnóstico emitido, una gloria de la Medicina española. Por tanto, desde aquel día, con mayor razón, seguí comiendo de todo. Garbanzos y lentejas, por prescripción facultativa.
Cuando escribí a casa, le conté a mi madre que me habían llevado al médico y que éste, después de examinarme, había asegurado que me encontraba perfectamente. No obstante, ella me envió un paquete con algunos alimentos para ayudar a mi pronto restablecimiento.