La vida que alegró su vida, 2

22-09-2009.
Cada año, Burguillos renovaba gentes, muchachos, como el dueño de un prêt‑à‑porter renueva existencias y modelos. A cuánta gente buena, encantadora, había sentado a su mesa, durante su larga vida de educador… Y cuando sonó la hora, se fueron, llevándose algo. Y vinieron otros y otros, que también se marcharon… Y él, a veces, se sentía tan solo y triste, cambiando de amigos como quien cambia de periódicos, que alguna vez temió morirse de frío.

Con Jesusín por estandarte, los Alarcia se vinieron a los áticos de la Avenida de Gijón. Donde, al amanecer, el sol se aparca en la terraza y apacienta los ojos y la vida en lejanías doradas. La terraza, setenta y tantos metros, una balconada abierta al cercano Pisuerga. Con su playa, sus riberas, el Puente Mayor y el Paseo de las Moreras a la vista. Le reclamaba un jardín, un solario‑invernadero. Y una gran pajarera.
Los interiores se aprovecharon muy condicionados por la estructura y unión de los dos pisos. Burguillos pretendió, sin restarles funcionalidad, darles algún aire de museo y biblioteca. Tenía que lucir sus caprichos artísticos, acumulados en sus correrías… Ello le exigía combinarles sin disonancias estéticas. Pero le llevaba a recargar las estancias. A pesar de todo, cuando algún visitante, sincero o por cortesía, pronunciaba la palabra museo, Burguillos se esponjaba.
El son, el ritmo de esos vacíos, se lo marcaba la libertad engañosa, el ensueño del proyecto bello y veleidoso. Solamente en la administración de sus bienes no se dormía. Fueron años de inflación desaforada. Y hubo de aprender a lidiar con los Bancos. Y en sus frecuentes escapadas a Ciudad Real, también aprendió a torear con soltura y acierto el trapicheo de vendedores y compradores de rústicas.
El niño Jesús, su Jesusín, crecía también en edad, gracias y saberes. Era como una melodía, un embrujo que le tuviera encantado. A los tres años justos le nació un hermanito. ¡Otro sol!
A Burguillos nadie le daba plácemes ni enhorabuenas. Pero él rebosaba gozos íntimos. Y sabía por adelantado que, igual que Jesusín, le volvería loco. Y que él seduciría al recién nacido…
Se retrasó días en llegar. Burguillos predijo su nacimiento porque, esa mañana, viejos cactus, que nunca florecieran, agobiaron pródigos de aroma y colores la terraza. Y en la tarde clara, dorada, del dieciocho de agosto de 1986, les llegó Héctor. Llorón, fuerte y hermoso como un ángel de Rafael.
Burguillos se había volcado en preparar a Jesús para que lo aceptase sin trauma. Se sentía dichoso con sus dos nietos. Y, secretamente, soñaba con otros tres o cuatro… o cinco. Le costaba, y lo desechaba como un mal presentimiento, pensar que se estaba creando un clima, un cielo de papel, volátil. Y, a veces, volvía a su columpio. Tenía certeza de que ese retorno era el viejo entretenimiento para no apechar con madurez sus proyectos manchegos.
Héctor crecía sano y hermoso. A Burguillos le tenían los dos volado, embebecido en sus encantos. Dos ángeles le parecían que, en un descuido, se le fugaron a San Pedro del cielo. Y para que no lo añorasen, Burguillos se desvivía por hacerles de la vida un paraíso. Con uno y otro, adaptado a su edad, luchaba por conjugar felicidad y educación. ¡Cómo los quería y cómo lo querían!
Jesusín, que ya dormía en una habitación solito, no se dejaba acostar por nadie que no fuera el abuelo. Le vació las alforjas de la imaginación de cuentos, consejas y fabulaciones. Y le compró La Biblia, La Odisea, El Quijote infantiles…
—Abuelo, ¿rezamos mientras me desnudo y así me cuentas más cosas?
Y con el Padrenuestro, el Ave María y algo sencillo, breve y original, rezaban:
Cultivo una rosa blanca,
igual que en junio en enero,
para el amigo sincero
que me da la mano franca.
Y para el cruel que me arranca
esta vida con que vivo,
cardos ni ortigas cultivo.
Cultivo la rosa blanca.
¡Cuántas veces ‑¡qué gozada!‑, muy entrada la noche se llegaba, a tientas, a su habitación! No, no acudía a que le serenase alguna pesadilla. Iba a comentar algún detalle del último relato… ¡Iba a estar con él! Héctor, a gatas y a grito pelado, le buscaba por toda la casa. Y, por evitarle llantinas, hubo de salir muchas veces por la puerta inusual del doce. Él, abuelo adoptivo, se sentía sobradamente compensado, exaltado en su papel.

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