20-09-2009.
Quiero acostumbrarme a ser un escritor costumbrista, como me hubiese dicho aquél que lo fuera, y así evitar estos tostones ético-políticos y de afrentas que suelo endilgar en esta página web… Sí; quiero evitarles más castañas y milongas: que no nos andamos de maneras que podamos aguantar tanto. Ya está la tierra harta de aguas que, por desgracia, nos llevan.
Así que hay que hacer de la necesidad virtud y yo me he prometido que me dedicaré a teclear cosas del pueblo, de los quehaceres típicos, de las romerías o verbenas, de la anguarina del Chacho, del garbo de las mademoiselles y, así, más cosas.
Y hoy, cuando me apresto a tal misión, me la han puesto a huevo.
Pues que ‑de todas formas‑, de tardísimo en tardísimo, me escapo del control de mi costilla y busco, en el mostrador de mi tabernero de oficio, palique y pareceres varios ‑aparte de lo más obvio‑. Por cierto: que en mi pueblo desaparecieron casi del todo las tabernas. Que ya hemos entrado en territorios europeos y se ve que esas eran costumbres primitivas y de tercer grado de desarrollo: lástima. Pues prosigo porque, estando en tan meritoria ocupación, me sacaron un platillo de andrajos.
Creo que ustedes saben lo que son los andrajos ubetenses (no los de ropa ajada, a los que también les dicen tallarines o ropa vieja): masa de harina de trigo, bien trabajada, que se estira y estira (mi madre lo hacía con un trozo de caña ancha, bien pulida), mientras el sofrito básico se prepara (palpijo le dicen a eso en la vecina Jódar) y, en hirviendo ya la marmita, se va rompiendo y echando la estirada masa (trapos rotos, en verdad, parecen), y se va cociendo y picando con la paleta. Como todo guiso a base de pasta, este admite toda clase de extras, que se pueden hacer de pescado, añadiendo almejillas, boquerones sin raspilla, tiras de bacalao, gambas y cosas de más enjundia. Se pueden hacer de carne también, y hay quienes les meten codornices, conejo sí/no de monte… Todo cabe en esa especie: hasta discreta verdura.
Mientras me deleitaba, procurando no mancharme para no llevar al hogar la muestra infame de mi pecado, pensaba en lo buenos que hemos sido los peninsulares (¿ven?, no nombro estado o país, no vaya a ser que se me tilde de algo malo), sacando provecho de las más humildes aportaciones alimentarias, escasas casi siempre y en general.
Los italianos también hacen de la pasta su bandera y es tan básica en su dieta que la han exportado como lo definitivo, en la fórmula de esas pizzas variadas… Triunfo supuesto de la bondad de su cocina. Pues en ello, como con el aceite, no han hecho más que montar una magnífica campaña de imagen, que está muy lejos de ser exacta.
Si nos paramos a examinar ese producto mentado, verán que no es más que masa cocida (en oblea, casi) con algo encima; o sea: pan con… Pero nuestras gentes eran mucho más inteligentes: necesitaban el caliente, que sabían tan necesario para mantenerse medianejamente; lo que les podía aportar calorías extras, aunque fuesen circunstanciales. Los andrajos, con ser pasta, son un plato mucho más completo que esa tomadura de pelo italiana, aunque no se pueden llevar como una porción en la mano y comer como las bestias: sin cubierto alguno.
De ahí que ‑deducía yo, terminando ya la cazuelilla‑, nuestra superioridad debiera demostrarse y exportarse también con este plato, al igual que se logró hacer emblema de la tan traída y llevada paella. Mas, la supuesta civilización occidental y sus prisas, me temo que sean las enemigas totales que impidan la realización de mi original idea. ¡Peste de americanos, que nos devuelven un mil por uno de lo peor que los europeos les llevamos hacia allá!
Acompañaba mi gusto con un tinto, que mi tabernero de oficio me busca (siempre lo que él quiere, ¡y bien me cobra, el jodío!), y va el mamón y me saca de mis inocentes cavilaciones para hacerme una muy concreta pregunta:
—Oye, Mariano, a ver qué opinas tú, si igual que yo…, —y yo, viéndomelo venir, porque ya lo conozco—. ¿Qué te parece eso de que el aborto…?
—Ahí, ahí —lo interrumpí—. Tú tienes dos hijas, al igual que yo (aunque las mías ya han salido de cuentas), y lo sabes perfectamente. Pues, que no a esa barbaridad de las menores de edad sin intervención alguna de sus padres y punto: que, o se tiene mayoría o no se tiene, y no acomodemos las cosas para cuando nos dé la gana.
¡Je! ¿Saben que me escanció otra copa y me sacó otra racioncilla de andrajos…? «Ya he hecho, pues, la buena acción de cada día», me dije. Y me marché con la conciencia tranquila.