
En los alrededores del Santuario, centro de poder, lugar mágico, abundan las pinturas y los signos.
Piedras, pinturas, rocas letreras y sepulturas en granito las hay: haberlas, haylas…
Son las piedras letreras, descubiertas por Carlos Torres Laguna y contempladas con mirada sabia por José Cruz, el gran olvidado: piedras que intentan transmitirnos un mensaje.
Así, en la página 129 del libro Los supervivientes de la Atlántida,de Atienza, se nos dice:
«En la Península Ibérica, se han encontrado pinturas y grabados en numerosas estaciones prehistóricas: en el Canchal de las Cabras de las Batuecas, en Alburquerque, en la Cueva del Canchal de Mahoma, en las Viñas, en la Piedra Escrita de Fuencaliente de Sierra Morena».
Y añade:
«Conocido el emplazamiento de los núcleos mágicos, acumulan las piedras escritas. A cada piedra escrita, corresponde la proximidad o cercanía de un monte sagrado, costumbres de origen esotérico, hechos insólitos, milagros, apariciones y hasta fenómenos parapsicológicos».
¿Tendrán razón entonces los hipnólogos de Flash Back y habrá que bajar la cabeza ante el entremallado amarillista de Iker Jiménez? No seré yo quien los declare anatemas, pero tampoco pasaré, por alto, la ligereza de los medios que han utilizado. El fin, amigos míos, no justifica nunca los medios.
Estoy seguro de que, algún día, ellos comprenderán mis razones. Yo, casi he comprendido las suyas. Hoy por hoy, caminamos hacia el mismo ortocentro por caminos angulares que algún día convergerán. ¿Quién camina más cerca del centro del triángulo? El tiempo será juez: un tiempo que no tiene prisas.
Si mágicas son las Cuevas de la Sierpe, la Piedra Escrita y la Batanera, las tres en Fuencaliente (a unas cinco leguas del Cerro de la Cabeza), mágicas también son las piedras letreras y las sepulturas de las Viñas, los Escoriales y Cerrajeros, puntos geográficos cercanos al Cerro.
A estas alturas y después de leer el prólogo de Torres Laguna, en su libro Historia de la ciudad dé Andújar y de su Patrona la Virgen de la Cabeza de Sierra Morena,tengo que recoger velas e intentar solucionar un dilema: o sigo escribiendo con el corazón, golpe a golpe, latido a latido, o me aprieto las cinchas, freno, mido y racionalizo; aunque, en esa búsqueda, tenga que gritar por si algún buen templario, de los escasos supervivientes que aún quedan, nos devuelve los archivos.
Me ocurre lo mismo que a don Carlos cuando afirma que «mientras Terrones Robles escribe con serenidad de juicio, examen meticuloso y aduciendo pruebas en lo posible, Salcedo Olid ‑más literato que historiador‑ dice lo que su corazón le dicta, sin pasarlo por el crisol del cerebro». Olid es un sensitivo, mientras que Terrones es un pensador; pero ambos, el uno y el otro, escribieron capítulos importantes de la historia de Andújar.
Intentaré quedarme en el término medio, porque tanto necesito de mi biblioteca para apaciguar el galope de mis dudas, como de mi intuición para sembrarlas. Quien no duda, no vive: impera; y de los imperios, aunque en ellos no se ponga el sol, siempre nace el ocaso.
Así que bien voy como voy, conjurando unas veces a los brujos del Temple para que den anuencia a lo escrito y, otras, aportando citas o documentos donde mis lectores puedan beber del agua limpia de los hechos.
Volviendo a las piedras letreras, clavadas en vertical junto a una mina de cobre, hoy abandonada en la Solana de Cerrajeros, o las de los Escoriales, diremos que son graníticas y además desde ellas se contempla el Santuario.
Sin embargo, al llegar aquí, tenemos que discrepar respetuosamente del venerable don Carlos. De los signos labrados o encajados en estas piedras no se puede afirmar categóricamente que sean signos del primitivo alfabeto ibérico; porque, observando con atención los dibujos de José Cruz Utrera y las mismas fotografías que de las piedras nos dejó Aldehuela, si los comparamos con inscripciones templarias, nos quedamos anonadados y boquiabiertos, a no ser que los templarios fuesen también guardianes de las grafías primitivas.
Basta con que los lectores busquen algunas de las grafías que hemos tenido el gusto de contemplar en páginas de libros distintos: la primera, del citado Torres Laguna; la segunda, del libro de Arqueología de Andújar,de José Cruz; y la tercera, de las páginas 27 y 40 del libro editado por Edicomunicación en 1993, sobre El misterio de los templarios.
Nosotros, ni quitamos ni ponemos monarca; pero nuestros ases siguen siendo los templarios, esos monjes‑caballeros que llevaban en sus arneses unas especies de jaulas metálicas (parecidas a las jaulas de perdiz), donde portaban vírgenes negras.
Acabamos en Fuencaliente, en la Batanera, también de un modo sorprendente, ya que, sin saber ni cuándo, ni cómo, ni por qué, pues por mucho que escarbo en este asunto padezco de una misteriosa amnesia, un día llegó a mis manos el increíble libro de L. G. Hortigón, de título tan sorprendente como su craso tamaño: El caballero del verde gabán.
Dicho libro comienza así: «Alonso Quijada (don Quijote) existió y vivió en la Casa del Rincón de Ualdepalacios, a 31 km del Monasterio de Guadalupe». Y Hortigón casi acaba el cabalístico libro de 830 páginas en la casa‑palacio de doña Ana Martínez Zarco de Morales. ¿Saben ustedes dónde está esa casa? ¡En el pueblo de El Toboso!
El Toboso, un lugar mágico y emparentado espiritualmente con nuestra Montaña Sagrada, a través de un hombre de cuyo nombre sí quiero acordarme: el trinitario Domingo Conesa, superior del Santuario, que se había ido, pero se ha quedado.
¿Otro misterio? ¿Quién se atreverá a decir ahora que Miguel de Cervantes no hizo el camino hasta “la Cabeza” desde el norte hacia el sur, contemplando la piedra letrera de la Batanera en Fuencaliente?
Por si alguien me pudiese auxiliar en solucionar el modo y manera en que este libro de Hortigón llegó a mis manos, les puedo dar un dato: de él sólo se editaron mil ejemplares. El que anda por mi mesa tiene un misterioso número cabalístico: el n.° 121.