14-09-2009.
–¡Oye, mira, y después dicen de lo mal que están los jóvenes! ¡Eso está muy bien!
Y quien esto decía era una señora de mediana edad que transitaba por el centro de Sevilla, allá por el año mil novecientos setenta y uno. Y esos jóvenes éramos tres mancebos que habíamos devuelto su monedero a otra mujer que, torpemente, lo había dejado caer sin darse cuenta.
Saco en consecuencia que nunca fueron mirados los jóvenes con mucha simpatía por el colectivo de adultos y mayores, que en todos los tiempos hubo y en donde ahora estamos.
Existe un cierto miedo, y hasta terror, del provecto ciudadano entrado ya en declive ante la pujante juventud; no digamos ya envidia. Existe. Y esta pulsión, tal vez inevitable por lo atávica que es, siempre se ha manifestado, a veces injustamente y otras con verdadera razón.
Los jóvenes que éramos ayer también teníamos nuestras formas de transgredir la realidad adulta, la norma, la imposición establecida, aunque habremos de admitir que nuestra rebeldía no sobrepasaba ciertas formas ni ciertos límites. Bebíamos alcohol, ¿a qué mentir?, y lo hacíamos muchas veces en tabernas y en mezcla, ¡quién lo dijera!, con vejestorios ya amojamados en su conservador formol. Que quienes podían, y les dejaban, practicaban el sexo es indudable; mas se las tenían que ingeniar para ello, pues facilidades, lo que se dice facilidades, no existían por lo general.
La relación paterno‑filial era también difícil. Siempre ha existido el choque generacional. Aunque los casos de extrema dureza apenas si se producían, casi siempre (también es bueno decirlo) provocados por la feroz intransigencia de aquellos progenitores.
No se puede ni se debe hablar de una arcadia feliz de antaño, porque ello es completamente falso.
Sin embargo, algo nos dice que hemos llegado a una situación extrema; que lo que pudo seguir su desarrollo normal, de acuerdo con los tiempos, se desmadró absolutamente; que lo que algunos vivieron como un supuesto trauma personal lo han cambiado por la negación total de la posibilidad de su existencia. Que hemos hecho, como en tantas cosas en nuestra España, tal viraje en redondo, que la nave da bandazos y cabecea sin posibilidad de hacernos con ella.
No todos los muchachos actuales son los descerebrados de Pozuelo, no; y, si ello dijésemos, mentimos como bellacos, amén de ser grandemente injustos. Pero contemplamos, con demasiada frecuencia, tales desmanes conductuales, tales excesos sin razones, porque sí; tales irresponsabilidades e incivismos, que debemos hacer fuerte reflexión de ello y de sus motivaciones y porqués, si es que los tienen.
No me vale que salga el Defensor del Pueblo y reparta las responsabilidades entre padres y profesores (que las tienen, de acuerdo). Pues…, ¿y esas leyes absurdas sacadas en supuesta defensa del menor que atan las manos a padres y profesores? ¡Cuidado, que hay ya bastante aplicación judicial comparada, como ejemplo de praxis descerebrada del legislativo y del judicial! Pues eso, que se pasaron de rosca esas benditas personas, políticos de bancada muelle y de cerebros huecos, sin discernir entre lo que fue, lo que es y lo que debiera ser.
Ahora ahí los tenemos. Y las consecuencias se sufren en muchos estratos tanto sociales como educativos, económicos, familiares, urbanos, de la salud… Es natural, son consecuencias lógicamente inevitables, ¿qué nos creíamos?