09-09-2009.
Animoso y decidido, se desplazaba Burguillos a Ciudad Real. Con cifras y fechas a punto. Y ya en harina, siempre hallaba un fleco para demorar el trato. Y raspar el precio. Removido el pretexto, apretón de manos y a veces comida. Burguillos, conociéndose, siempre dejaba un pelo suelto donde asirse para no adelantar arras y poder desdecirse con un soplo de dignidad.
Volvía a Valladolid satisfecho del buen trato y dispuesto a agilizar su tesorería. Y cuando llegaba el día de fijar la fecha de escritura, como Jesús en el Huerto, coepi pavere, taedere et moestus esse ‘comencé a tener miedo, a sentir tedio y a estar triste’…
De nuevo, Burguillos pensaba, creía, advertía que la indecisión seguía cosida a sus tripas como la sombra al cuerpo. ¿No sería menos comprometido comprar el colegio? No le forzaba a erradicarse de Valladolid y tener que deshacer su patrimonio. Demoraba inminencias matrimoniales… Y siempre lo podría traspasar… o vender para hotel o supermercado. Ese colegio ya le rondaba desde tiempo ‑despierto, dormido‑ como un moscardón pertinaz.
Afincarse en La Mancha, maridado o soltero, o comprar el colegio eran las salidas más a mano.
Le atragantaban las angustias, pero allá fue Burguillos, resuelto, retador. Dispuesto a defender su contraoferta como la mejor. Y tanta convicción puso, que se le ablandaron. No precisó especiales resortes de persuasión. Era un colegio de ciento sesenta plazas. Bien acondicionado, a la vera de la Universidad y que estaba reducido a diecisiete pensionistas.
La lidia de universitarios, como la de Miuras y Vitorinos, no es para aficionados. Se vivía además el boom de los pisos de estudiantes. Y acaso por todo esto, y porque dejó entrever su desistimiento o porque les resultó encantador ‑cuatro féminas involutivas eran‑, le propusieron un arriendo con opción a compra. Tan ventajoso que, a pesar de su granítica decisión, lo aceptó de plano. Era algo así como experimentar antes de pagar. Se sentía liberado. Y muy beneficiado en todo. Sus dineros seguían produciéndole. Y al colegio, seguro estaba él de sacarle buenos rendimientos.
Dos jesuitas de estilo y altura le orientaron en esta nueva singladura. Ismael García, Rector de San José, ya sin internado, y el padre Garralda ‑ecce iesuita in quo dolus non fuit ‘he aquí un jesuita en el que no hubo engaño’‑, buen amigo suyo. Años de experiencia tenía de Colegios Mayores. Le aconsejaba echar economías y entusiasmos por otros derroteros. Aunque no tuvo en cuenta su consejo, le orientó en burocracias y le envió excedentes. Fue su gran confidente.
Hasta siete ex jesuitas de diverso pelaje y trapío se le reciclaron a Burguillos en el colegio. Todos pagaron honestamente su pensión. Todos menos un rácano de nascencia… que, si se descuida, además le tima.
Fue una experiencia dura para Burguillos. Ya iniciado el curso, hubo de innovar depósitos y sistemas de agua caliente y de calefacción. Esbozó con esmero un reglamento y las líneas maestras para lograr un colegio prestigiado por su seriedad y eficiencia. De entrada, la humillación degradante de las novatadas estaba prohibida bajo pena de expulsión. En horas de estudio y de sueño, el silencio, sagrado. No admitía a un solo chico sin una entrevista previa con él. Y a todos les hacía firmar la aceptación del reglamento. Todo ello, como declaración de principios no sobraba. Se esforzó en propalar, como notas distintivas, la seriedad del centro y su marchamo católico. Y conseguir crear clima, repescando residentes a veces de deshecho, exigía un equilibrio difícil. La prohibición de novatadas bien expandida le llevó gente joven, porosos.
Con repelencia y anchas tragaderas, a partir del segundo trimestre consiguió funcionar, bordeando la centena. Reclutó de todo. Gente sana y un buen porcentaje de gente rara: desadaptados, repetidores de oficio, tahúres, aficionados al tinto… Hasta algún refinado cleptómano.
Trabajo muy duro. Administraba su presencia y hablaba con muchos chicos. Saludaba y se comunicaba cuanto podía con las familias. Reprimía, con severidad, abusos y eliminaba, oportunamente, a los escandalosos incorregibles. Cada semana o quincena, divididos por edad en dos grupos, les hablaba.
Preparaba Burguillos con garra y esmero sus temas de pedagogía y psicología formativas. No faltaban quienes, por sistema, rechazasen el sermoneo. Pero a él le confortaba la atención con que le escuchaban. Y mucho más los que pasaban por su despacho, interesados en el tema.
Sobre todo, el primer curso fue un reto, un pulso, manteniendo principios y normas. Las noches de viernes y sábados, tenía que compaginar dureza y flexibilidad. Halló la fórmula, estableciendo turnos escalonados para regresar a casa.
Dado su modo personal y su afán de controlarlo todo, tenía que multiplicarse… Burguillos hacía de director, administrador, controlaba la intendencia, la cocina, el servicio… Y hasta orientaba espiritual o psicológicamente a algunos chicos. Como no tenía a nadie preparado en quien delegar algunas áreas, creyó poder aliviarse, dejando las tierras en aparcería. Por más que ató por escrito todos los cabos del contrato, el mediero le resultó “picaza insaciable”. Aguantó con soltura y ahínco la prueba. Robusteció su autoestima y acumuló nuevas experiencias pedagógicas. Pero le corría el tiempo y Lola y el campo manchego se iban marchitando en su ánimo.
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