29-08-2009.
¿El universo físico clama a voces la Inteligencia creadora de un Gran Arquitecto o es el resultado aleatorio de las combinaciones del azar? ¿Qué revela el universo? ¿Las leyes físicas inmutables, el orden geométrico, radiante, ordenado y limpio del cristal, o por el contrario la opaca y radicalmente ininteligible indeterminación del humo? [i]
La parábola de la tienda de cristal
En la calle Marktgasse de la parte medieval de Berna, vivía un viejo relojero griego ‑o quizás fuera judío‑, al que todo el mundo conocía por el nombre peregrino de Zeus.
¿Griego o judío? Nadie sabía ni dónde nació ni siquiera quién era. Era tan viejo que, a lo largo del tiempo, algunas personas, pretendidamente sabios como un tal Nietzsche, le habían dado ya varias veces por muerto. Pero, claro está, los simples decires no matan a nadie. Sencillamente, él, Zeus, se había olvidado de morir.
Y ahora viene la parábola. El barbudo Zeus poseía una grande, inmensa, fantástica tienda con vitrinas llenas de transparentes cristales, repletas de objetos de exquisitas geometrías. Por dentro, la tienda estaba adornada por todos lados de relojes y péndulos para medir el tiempo, y de goniómetros y telémetros para medir el espacio. Y, colgado en las paredes, había algún que otro enigmático plano, escrito con caracteres y símbolos sibilinos. Porque ciertas personas decían que Zeus era además un Gran Arquitecto.
«Nueve círculos o nueve globos componen el sistema del mundo y todo es inmóvil e imperecedero por encima del círculo inferior de la luna», escribe Cicerón en El sueño de Escipión, el último capítulo de su libro La República.
Tan grande, tan quieto, armonioso y sereno era aquel palacio de cristal de Zeus que, al entrar en él, venían a la mente aquellos versos de nuestro fray Luis de León (en su “Oda III”, dedicada a Francisco Salinas, Catedrático de Música de la Universidad de Salamanca) a propósito de la música de las esferas:
El aire se serena
y viste de hermosura y luz no usada,
Salinas, cuando suena
la música extremada
por vuestra sabio mano gobernada.
y viste de hermosura y luz no usada,
Salinas, cuando suena
la música extremada
por vuestra sabio mano gobernada.
Pero mucho cuidado. En la tienda de Zeus, no se toca a la cristalería. Si alguno se atreve a cuestionar el orden, qué debe estar arriba y qué abajo, se llama a La Santa Inquisición y se le quema en la Piazza dei Fiori, como a un tal Giordano Bruno que, en su Sidereus nuntius, amenazó con hacer saltar las esferas celestes.
Mucho tiempo después, llegó algún físico hooligan, llamado Schrödinger, e intentó zarandear el palacio de cristal. Tuvo la audacia de introducir en él su famoso gato. Ustedes recordarán la paradoja que rompía el orden racional de la lógica. (Y si no la recuerdan, lean la nota al pie de página) [ii].
Algo más recientemente, ha sido un tal Edward Lorenz, oscuro meteorólogo de profesión, el que se ha atrevido a sembrar el desorden, afirmando que al «principio no era la Razón, el Logos» ‑in principio erat Verbum‑ el determinismo de las leyes del Universo, sino que al principio fue el caos. ¡El gran cisco universal! ¡Faltaba más para que se viniese abajo todo el cambalache de cristal, con sus sacrosantas leyes de Newton, con su gran arquitecto, y la gran relojería. ¡El desorden total!
El pobre viejo Zeus, cansado y descontento de los que querían introducir el desorden, consultó a un físico conocido suyo que, casualmente, había sido empleado de correos también en Berna: el doctor Albert Einstein. Un hombre simpático. Aunque de él decían las malas lenguas que había copiado ignominiosamente a su mujer. Y que aprobó a duras penas y por recomendaciones su examen de Matemáticas en la Universidad de Zurich. Pero Albert, como buen judío, era buen vendedor y además era amable y simpático por arrobas. Personalmente, las ideas de Lorenz, como antes las de Max Planck y las de Schrödinger, le exasperaban.
Einstein se sintió muy honrado por la consulta del viejo Zeus, el propietario de la inmensa cristalería. Así que volvió Einstein a repetir aquello tan conocido de que «¡Yaveh no juega a los dados!». Una alegría para Zeus.
Según él, las cosas habían sucedido poco más o menos de la manera que sigue:
«En el Tiempo, en el punto cero del Universo, t=0, x=y=z=0, el Alguien extendió la gran moqueta del Espacio. Así arrancó el Tiempo.
Y se le formaron pliegues a la moqueta.
De hecho, los pliegues eran pequeñas variaciones locales de la curvatura, ondulaciones de la energía que se paseaban por la moqueta a velocidades fantásticas. Eran los fotones. (Al oír fotones, Zeus sonrió, recordando el ¡Fiat lux! que dice el Génesis y que repite Juan, el hijo de Zebedeo).
Curiosamente, las ondulaciones de la moqueta se precipitaban las unas contra las otras.
Se podían distinguir crestas y valles, las partículas y las antipartículas, ya que en nuestro mundo tridimensional las partículas son finalmente diferentes variaciones locales de curvatura.
Y después, sus masas, que son inversamente proporcionales a la longitud de onda de Compton. Y luego, la famosa relación entre masa y energía.
De este modo, el Alguien, desde lo Alto, organizó la inmensa sopa originaria de partículas y antipartículas (neutrinos y antineutrinos, protones y antiprotones, neutrones y antineutrones, electrones y antielectrones, llamados también positrones) y, claro está, también los fotones sin antipartícula.
Eso sucedió en el tiempo de la primera era del universo que duró una milésima de segundo.
En eras sucesivas, llegó la hecatombe de los hadrones, partículas pesadas, y después vino la de los leptones, partículas ligeras. Y así hasta que, al cabo de una larga era de 3 minutos, tuvieron lugar las primeras síntesis de núcleos de Helio, y al cabo de 35 minutos, la nucleosíntesis del Hidrógeno».
Concluyó Herr Albert Einstein:
«Eso es lo que dice la Ciencia que sucedió, y no otra cosa.
Por eso te ruego, amigo Zeus, que dejes de lado al mundo subatómico. Déjalo tranquilo en su desorden, porque en él reina la indeterminación como sostiene Heisenberg.
Y, hasta quizás, te aconsejaría que te olvidases igualmente de muchos fenómenos de la Mesofísica, si quieres dejarte de líos.
Conténtate con el mundo de tu bella cristalería, que pertenece a lo macrofísico, donde reinan la estabilidad, el orden y el determinismo matemático y no la confusa imprecisión de la estadística.
(Aunque tampoco está mal el rol de Atractor Extraño Universal, que la Teoría del Caos reserva para el Trascendente. Creo que, con esa idea, estarían muy de acuerdo gente de buen ver intelectual como Henri Bergson y, sobre todo, Teilhard de Chardin)».
Probablemente, las explicaciones de don Alberto, su sabio amigo, tranquilizaron a Zeus. El Gran Relojero vio así salvada su esplendente cristalería macrofísica, de las amenazas y travesuras de una ciencia aún muchacha, pero revoltosa.
Ustedes, amigos lectores, tendrían quizás muchos peros y objeciones que interponer a don Alberto, el sabio amigo de la alegoría. Yo también los tengo. Pero vamos a dejar aquí nuestro divertimento, porque una parábola es una parábola. Sugiere siempre más de lo que dicen las palabras.
Nota bene
Einstein no debiera haber disuadido a Zeus de excluir alguna forma de orden en el mundo subatómico, puesto que él creía que Dios no jugaba a los dados; es decir: descartaba el azar. Porque lo que llamamos azar es (¡imprecisamente!) la raya de las fronteras de nuestra limitada inteligencia de hormigas, pero no las de la inteligilidad absoluta (!). El azar es quizás el otro nombre de Dios.
Unas palabras para concluir
Si no es con metáforas y alegorías, ¿cómo podríamos hablar de las fundamentales antítesis del universo que son espacio-tiempo, energía-materia, orden-desorden? Son cuestiones que esconden infinitos recovecos en los que se pierden las exploraciones de nuestro limitado cerebro de kilo y medio de peso. Algo mayor que el de una hormiga.
[i] Expresión sugerida por el libro de Henri Atlan: Entre le cristal et la fumée.
[ii] Se trata de una aparente contradicción que se plantea en mecánica cuántica. Un gato ha sido aislado en una caja de metal. Dentro de ella hay también un recipiente que contiene un veneno y que se abre en función de un acontecimiento aleatorio. De la interpretación de Copenhague de la mecánica cuántica se infiere que, pasado un rato, el gato estará simultáneamente vivo y muerto, contradiciendo los fundamentos de nuestra lógica. Para más detalle, consultar Wikipedia.