26‑08‑2009.
Miércoles, 26 de agosto de 1964
La Seu d’Urgell‑¿Andorra?
A las nueve y media desayuno con la comunidad “sallista”. Despedida agradecida al rector y salida para Andorra. Vamos antes a la comisaría y el señor comisario (que, dicho sea de paso, tenía en el pueblo fama de ser un hijo de puta) nos dice que sólo podrán pasar los tres que tenían pasaporte.
Por más que le rogamos y que le contamos las fatigas de nuestro periplo, el comisario confirmó con creces su fama. Y ¡qué le vamos a hacer! El grupo debe dividirse: unos para casa, los otros para Andorra.
Dividimos por seis el dinero del fondo común, y nos tocan a cada uno 600 pesetas. Despedida. No se nos nublan los ojos para parecer fuertes, pero se nos hace un nudo en la garganta.
Berzosa y yo tomamos camino para casa. Él, pienso, para Cuevas; yo para Córdoba. Llegaremos juntos o separados y «maricón el último». ¿Cuándo llegaremos? Quedan muchos centenares de kilómetros por recorrer. Nos sentimos un poco huérfanos. ¡Maldito comisario!
Salimos de La Seu d’Urgell, carretera para Lérida. Nos recoge a los dos un Seat que nos deja 25 kilómetros más allá, en un pueblecito llamado Organyà. Esperamos en la salida y comienza la separación: me subo a un camión que me deja sólo a unos kilómetros del pueblo. El chófer es un tío bestia que no para de decir barbaridades a las mujeres que pasan por la carretera.
Reanudado el autoestop, me subo a un 600 que me lleva hasta Basella. El conductor se detiene en un hostal para almorzar y yo sigo en la carretera, pidiendo autoestop, pues no puedo perder ninguna posibilidad de continuar. Quiero llegar lo antes posible a Córdoba. Calculo que dentro de cuatro o cinco días estaré allí.
¿En qué gastaré las seiscientas pesetas? Pasan algunos coches y en ninguno de ellos veo a Pepe. Me siento bajo un árbol, al bordillo de la carretera y me pongo a escribir. Cuando pasa un coche, levanto el dedito y miro para ver si está Pepe Berzosa.
Son ahora las seis y cincuenta de la tarde y me encuentro a 50 km de Lérida, en un pueblecito llamado Artesa de Segre. Antes, en Basella, después de estar más de una hora alzando el dedo y escribiendo a empujones, pasó Pepe con una señora andorreña que también me recogió y nos dejó en Ponts.
Allá nos compramos un bocadillo de jamón (para que rime con Ponts) y nos adelantamos a la salida del pueblo. Pasó un muchacho de unos 18 años con un cántaro de madera y le pedimos agua. Conversando con él, dijo que era de Bujalance, que trabajaba en la carretera y que ganaba 500 pesetas diarias. El trabajo, dijo, era muy duro; pero la paga, muy buena. (Yo ganaba en Alcalá 1 500 pesetas al mes; comida y alojamiento incluidos).
Un coche se para y el chófer dice que va a Balaguer. Tras pequeña discusión («Yo no: tú». «Yo no: tú».), Pepe se sube. Yo lo haré poco después en un camión cargado de maderas y con frenos tan chirriantes que me hizo pasar un mal trago. Me dejó en la entrada de Artesa, a unos 50 km de Lérida. He atravesado el pueblo y a unos 50 metros hay un puente bajo el cual discurre el Segre.
Como no pasa casi ningún coche, me pongo a escribir. A ambos lados de la carretera se yerguen altas y bellas montañas, aunque el Pirineo ya lo hemos dejado bien atrás. Como dudo en que llegue esta noche a Lérida, le he preguntado a una viejecita por una pensión.
—Hay una, pero está al otro lado del pueblo, en la carretera hacia Ponts.
—Moltes gràcies (¿se dice y escribe así?). Adèu.
—Adèu.
Pocos coches pasan, y los que lo hacen están completos. Pasan dos carretas de gitanos. Chirrían los ejes que es un espanto, pero el chucho que va debajo no se inmuta en su andar alegre y saltarín. Dentro, hay gitanillos medio desnudos, con los cuerpos ennegrecidos, el vientre abombado y los ojos grandes y oscuros, que me recuerdan a mis gitanos andaluces. Cada carromato lo guía el gitano padre con un andar entre majestuoso y ligero, el pelo largo y negrísimo, un inmenso bigote y, agilísima, en la mano derecha cimbreándose, una fina varita de mimbre, amuleto inseparable de esta gente andariega. Sonríen al pasar y dicen adiós con ese tonillo refrescante y andaluz que hace días que no oía.
Bueno, ya han pasado las siete y no me he movido del sitio. ¿Quién me hubiera dicho a mí que un día iba a dormir en una pensión de Artesa de Segre? Pasa un autobús y no quiero ni mirarlo. Recuerdo las palabras y el tono de don Jesús al despedirme en La Seu: «Que no manches los mil y pico de kilómetros que llevas hechos, subiéndote a un coche de línea». Por ahora pienso resistir. Pero, además, ¿qué puedo hacer con 550 pesetas en el bolsillo?
Son ahora las nueve y treinta de la noche; estoy y escribo en una pensión de Lérida. En Artesa, cuando ya tenía decidido marcharme a la pensión que me indicó la viejecita, se para una Fabiola (¡benditas fabiolas, cuántas veces lo habré dicho!) que conducía un señor, representante de productos químicos en la provincia de Lérida y a ella me ha traído. Le conté lo que hacía y se mostró muy amable. Ya en Lérida, fuimos al centro por si estuviera allá Pepe y no lo hemos encontrado.
Paramos en un bar, a la salida de la ciudad, y me comí un bocadillo de chorizo con tinto. Me invitó el representante. Yo quise pagarle la cerveza y no lo aceptó. Nos despedimos. Él continuaba para Barcelona; yo, a la pensión, en la carretera para Zaragoza. En ella estoy, acostado en una habitación del tercer piso. En el servicio, que está al lado de la habitación, he visto una ducha que me ha venido como anillo al dedo.
Escribo lo que estoy escribiendo, y ahora a dormir con cien pesetas menos. ¡Ojalá mañana llegue, por lo menos, a Madrid!
Panorámica de Lérida y su catedral antigua, junto al río Segre.