24‑08‑2009.
Lunes, 24 de agosto de 1964
Montserrat-Puigcerdà.
Última visita a Montserrat y algunas fotografías. Desayuno como siempre y preparación para la salida en dirección a Manresa. Nos adelantamos unos centenares de metros para facilitar la recogida en autoestop. Tenemos premonición de que la etapa de hoy no va a ser fácil por lo larga (cerca de 200 km) y porque transcurre por la montaña catalana. Nos deseamos mutuamente suerte.
Martos nos hizo esta foto en Montserrat, antes de salir hacia Puigcerdà.
Primero salen Martos y Berzosa; luego Lorite y yo en un Seat, donde viaja un matrimonio joven, que nos deja en el cruce para Manresa. Un cuarto de hora después, una moto se lleva a Lorite; y otro Seat hace lo mismo conmigo, unos minutos más tarde. Recorremos la zona de regadío del río Llobregat entre el verdor profundo de frondosos bosques y altísimos picachos con profundas simas; el Seat me deposita en el centro de Manresa, en donde me encuentro con Lorite y, juntos, vamos a las afueras.
Pedimos agua en un bar y nos la ofrece un paisano cordobés del barrio Cañero. Llevaba en Manresa, “exiliado”, cerca de siete años. Lorite monta en un camión y poco después me acepta un Seat que sólo me adelanta 2 ó 3 km. Ya no volvería a encontrar a Lorite.
Ahora estoy en plena carretera para Vich, a la vera del Llobregat, en donde me ha dejado el veterinario de un pueblito vecino. Hace una brisa suave y el paisaje es maravilloso. Media hora después se me para un 600, conducido por un muchacho de más o menos mi edad. Congeniamos. Le conté lo que hacíamos los del grupo, y cuando le dije que hoy sería nuestra jornada más espartana, me dijo de pronto que, si lo deseaba, me invitaba a comer. No puse demasiado reparo, porque estaba casi seguro de que sería un día difícil y de que, por primera vez, quizás durmiera al borde de un bosque: faltaban más de 40 km para Vich y pronto serían las 15 h.
Acepto, pues, la invitación y… sorpresa: el chico me deja poco después en una especie de cantina, al borde de la carretera; paga un menú y, tras despedirse amablemente y desearme suerte, se fue para no sé dónde.
Menú estupendo: sopa (hacía mucho que no la tomaba calentita), plato parecido al cocido madrileño con buen pan y una cerveza. Mientras almuerzo rápidamente, porque el tiempo se me está echando encima, pienso que esta gente montañera y norteña come austeramente; pero, como dicen en mi tierra, lo que comen «se pega bien al riñón».
Y reanudo mi autoestop ante un paisaje fenomenal, una brisa suave y algo preocupado: son más de las 15:30 y estoy aún a unos 40 km de Vich y a más de cien de Puigcerdà, meta de la etapa. Camino al borde de la carretera y extiendo el pulgar cuando oigo que se avecina un coche (y son pocos los que pasan). A veces me siento a descansar en algún pedrusco y escribo en mi cuadernillo. De vez en cuando me cruzo con algún campesino y me da la impresión de que los catalanes de estos contornos parecen más amables que los antipáticos de la capital y alrededores próximos.
Va pasando el tiempo y acortándose el camino. Poco a poco me voy haciendo a la idea de que pasaré la noche en algún descampado y solo. ¿Dónde estarán ya los otros? ¿En Vich? ¿En Puigcerdà? De verdad que se siente desaliento, cuando se encuentra uno solo, a cientos de kilómetros de su casa, y donde no se conoce a nadie, con cinco pesetas en un bolsillo y en el otro dos bollitos que me llevé de la cantina y un paquete de Celtas con ya sólo 3 cigarrillos.
Pasa de vez en cuando algún coche pero, o está lleno o no me hace caso. Me paro algo a descansar y a escribir. Debe de haber algún pueblecito cerca, porque acaba de pasar una muchacha en bicicleta.
—Adèu —me ha dicho sonriendo.
—Adèu —le digo con el bolígrafo en alto.
Y dejo de escribir, porque no quiero que en algún descuido pase un coche y desperdicie la ocasión: que no está el horno para bollos, pues ya son cerca de las 17 h.
Y ahora son las 21:15 y me encuentro a unos kilómetros, pasado Ripoll, sentado otra vez al borde de la carretera y escribiendo junto a una fábrica, con unos faros potentes: lo que me permite escribir y que me vea hacer stop el coche que se acerque.
En donde saludé a la chica de la bicicleta, me recogió un chico francés, que me dejó a unos kilómetros antes de Ripio, pues él iba para Olot. Durante el trayecto, adelantamos a un coche, en donde iban don Jesús y Compains. Les hice señas de alegría, pero no nos volveríamos a ver.
Donde el franchute me dejó, había una fábrica cercana a unos pisos, en donde estaban jugando media docena de niños. Como llevaba bastante rato haciendo autoestop, se acercaron a mí, me hicieron corrillo, me preguntaron muchas cosas, aproveché la ocasión para mitificar mi tour (¡qué satisfacción!) y me pidieron que tocara la guitarra. Tras un rato de jolgorio, cogí mis arreos y me adentré en la oscuridad de la carretera; porque, coche que pasaba, los niños se lanzaban a él pidiendo autoestop, y aquello se convertía en un verdadero pitorreo.
Bajo un farol y a casi medio kilómetro, se me paró una moto, conducida por un joven locarias que, pegando veloces saltos, me dejó a la entrada de Ripoll. Atravesé andando Ripoll, bastante poco iluminado, pasé por la plaza central por si algún compañero esperaba allá y me fui a la salida, para pedir stop. Como la noche se había cerrado y estaba poco iluminada la carretera, me adelanté un par de kilómetros hasta donde estaba la citada fábrica, con sus poderosos faros. Hacía bastante fresco (¡qué lejos la playa!), el hambre no arreciaba menos y quedaban unos 70 km hasta Puigcerdà.
Aquí dejé de escribir, hace una media hora, y ahora estoy en Ribes, un pueblecito de la diócesis de Urgel, en donde me ha dejado una Fabiola rica, que me recogió en el sitio de la fábrica. Como es natural, el frío y el hambre han aumentado. Me como un bollito. Hay que ser precavidos. Pero me como también el otro, y el hambre sigue impertérrita. Me quedan dos cigarrillos…
Esta tarde pensé que dormiría en el campo y ahora estoy totalmente convencido, aunque el señor de la Fabiola me dijo que de vez en cuando suelen pasar algunos camiones que van a Francia por Puigcerdà…
Desde luego esta es la etapa más dura de todas las que hemos hecho. De don Jesús y de Compains no sé nada, pues no los he visto pasar. O a lo mejor es que ya han pasado. Pobrecitos ellos, si por aquí andan; y pobrecito yo, porque está empezando a hacer un frío que pela. Han pasado las 22 h y es noche cerrada. La gente duerme y sólo se oye el rasgar de un riachuelo que debe pasar cerca de aquí. Veo los faros de un coche, levanto el dedo para pedirle… y no me ha hecho caso.
¡Ni que yo tuviera pinta de El Tempranillo! Paciencia, paciencia. Y a seguir andando. Me río yo de los malos ratos entre Vera y Murcia. Aquello era pan comido comparado con esto.
El hambre, la sed y la fatiga,
por la terrible carretera de Urgel,
a Andorra con su macuto y guitarra,
renquea de hambre y frío un cordobés.
por la terrible carretera de Urgel,
a Andorra con su macuto y guitarra,
renquea de hambre y frío un cordobés.
Desde luego, esto escrito es tan malo como la nochecita que estoy pasando; pero hay que poner una gota de humor en este jarro de agua fría que me está cayendo. Porque hace frío, ¡coño! Vaya que si hace frío, en pleno agosto. Una campanada de película quiebra el bramar del riachuelo. Un chucho hace sus necesidades en un poste de telégrafos y luego empieza a aullar. Se abre una ventana y una señora sacude una estera. El chucho echa a correr espantado.
Son las 11 de la noche y no pasa ningún coche. Por fin veo a los lejos los relucientes faros de un coche. Voy a pedirle… Y se paró. Era un Seat negro. Dijo el conductor que podría sólo llevarme hasta muy cerca de Puigcerdà.
Poco después, aparece en la noche otro hombre que le hace señas al coche y también se para. Siento un fuerte dolor de estómago, de cabeza y mucho sueño. Doy un par de cabezadas. El coche se para y me despierto. El hombre le pregunta al chófer que cuánto le debe, y entonces comprendí que me había subido en un taxi. Como pude, me disculpé: dije que había sido una equivocación, que no había visto el SP, que no tenía dinero para pagarle, que me podía bajar allí mismo… Y el buen hombre me dijo:
—No te preocupes; si andas falto de medios, te llevo de balde. Pero como te dije antes, yo no voy a Puigcerdá, y tendrás que bajarte unos kilómetros antes.
Respiré y agradecí profundamente el favor que me hacía, sin conocerme. Alrededor de las 00:30 llegamos a donde me tuve que bajar. Y a patita y reventado, me recorrí los siete kilómetros que quedaban. Eran casi las tres de la madrugada. Inútilmente busco alguna indicación que me dé la pista de si los otros han llegado o dónde están. Pregunto en la gasolinera y nada saben. Doy vueltas por el pueblo y no encuentro más que silencio. Todo: el hambre, la fatiga, el frío, la sed, el dolor de estómago y de cabeza parece que se han puesto de acuerdo para desalentarme.
Veo el colegio internado de las Escuelas Pías, pero está cerrado. Tengo demasiado sueño y, tambaleándome, busco un sitio en donde recostarme. Al lado del colegio hay un pabellón medio en ruinas, que es el antiguo colegio de los Escolapios. Siento un frío intenso y, tambaleándome, me “embudo” el otro par de pantalones. Al final del pabellón, hay una especie de habitación medio en ruinas que no me parece mal para echarme y pasar allí lo que queda de noche.
Hay troncos por el suelo, escombros, ladrillos y otras cosas más que se adivinan, por el fuerte olor que desprenden y porque, por un resquicio, las ilumina un pálido rayo de luna. Me relío la manta y me siento contra una pared. Del techo cae arenilla y oigo corretear algo que, seguramente, serán ratas. Lo que me decide a no tumbarme y seguir casi en cuclillas. Cierro un poco los ojos y parece que me voy a dormir. No sé por qué, tengo un presentimiento y los abro de pronto: frente a mí, en el rincón roto del techo hay como dos carbones encendidos del tamaño de la porreta de dos clavos gruesos. Me quedo como paralizado y no intento moverme. Unos segundos para cerciorarme de que no estoy soñando y en un santiamén, reliado en la manta, con el macuto en una mano y la guitarra en la otra, me lanzo hacia la derruida puerta, dándome tan tremendo topetazo con el marco que se me duplicaron las estrellas en esta limpia y fría noche pirenaica.
Con un buen chichón sanguinolento y tambaleándome de sueño y cansancio, no sé adónde dirigirme. Por fin, caigo rendido en un campo de baloncesto de los Escolapios, en un hueco entre el edificio y el terreno de juego. Un frío intensísimo me despierta a las 5 de la mañana del día 25 de agosto.