10-08-2009.
Bajo, con la prevención que se le debe entender y comprender a todo sujeto (o sujeta) que haya padecido el secarral de estío durante décadas, todos los días a la playa. Claro está que esos «todos los días» se refieren a los escasos que me puedo permitir para allegarme a una zona litoral, que uno (y no otras u otros) no es de poder adquisitivo como para ya haberse ampliado su patrimonio con apartamento o chalé adosado en dicha zona.
Pues es que bajo, acompañado de mi parienta, que no me deja ni a sol ni a sombra (menos ahora, a la sombra) y de esos apechusques que todo buen ciudadano organizado debiera portar en estos casos: sombrilla, esterillas o tumbona plegable, bolsa de playa plena de potingues, un dinerillo para que el del chiringuito te ponga la cervecita correspondiente e inevitable (y el que la evite es un marica), hojas escritas diversas, sean libro o periódico, tal vez algún mp3 (ó 4, ó 5, o lo último de lo reúltimo; que nunca es lo último, porque siempre hay algo nuevo ya en el horizonte) para musicarse… Sí, que así va uno bien cargado por las cuestas abajo (pues es una norma constante que a la playa se baja y de ella se sube) hacia su destino inexorable.
Que ya encontrado puesto de arena o chinorrillo caliente y esforzadamente hincada la sombrilla ‑que es de observar la voluntad que uno pone para que aquello se mantenga enhiesto y la brisilla o vendaval no se la lleve hasta el faro más próximo‑, pues termina el rito rutinario de preparar el campo y, con timidez, se marcha hacia la masa acuosa, antes bien embadurnado de potingue pringoso con el que la parienta lo ha puesto sumamente suavón (y uno a ella, faltaría más, aunque luego se verá que, cuando deslizaba sus manos por la espalda o la pechuga, no era a ella, no, a quien manoseaba), y con aspavientos o resignada entereza, según los casos, se entra en la mar, que dicen los marineros y por algo lo dirán así, y no el mar que decimos los de secano absoluto.
Superado el trance, para el que supuestamente se ha ido a aquella zona, que no es de recibo el estar en playa y no bañarse, uno se sale y pretende secarse al solanazo que ya aprieta de firme. Y acá empieza la sesera a recalentarse, aunque ande resguardada debajo de la sombrilla, o bajo una gorrilla hortera a la que ser respetable no se atrevería a colocar en su entorno diario.
Haciendo como que si no, larga la visual a lo largo y ancho de su campo de acción y va descubriendo a la fauna colindante. Y no se evita el valorar la situación. Que si hay menos tetas a vista que otros años, que si más fiambreras y neveras, que si cambio guiris ingleses por europeos del Este, que si se sigue siendo tan guarro como siempre y parece que hay concurso expreso en ver quiénes dejan la arena o el chinorro más sucio, que si… Y esos cuerpos, madre mía, que son un muestrario de los gozos y las sombras de nuestras vidas… Uno (y los otros, no lo duden) no se fija en el suyo, en lo que ha dado de sí, en la falta de apostura y el exceso de grasilla que denota; nada de eso, porque el cuerpo de uno es de uno y manda güevos que todavía se siente con cierta vidilla en el mismo. Mas el muestrario presente alegra y decepciona a su vez; uno sería un inquisidor de cuerpos, prohibiendo los semidesnudos (y no digamos el desnudo integral, vaya papelón; que hay ciertas alcaldesas y alcaldes que tienen el buen sentido de prohibirlo, aunque yo les matizaría la ordenanza y creo que me entienden) que me hieren la vista y se muestran impúdicamente incapaces de reconocerse feos, innecesarios de ver, inexplicablemente incapaces de comprender que son estéticamente y eróticamente indeseables. ¡Fuera de mi playa!
Sueña uno que la perfección existe, aunque sea difícil de encontrar, y a fe que hay hallazgos que merecieran su detención en el tiempo, su pervivencia congelada en ese estado, su plasmación en imágenes tridimensionales. Le dan sentido a la vida, incluso aunque se limite a esos momentos difusos y fugaces.
Luego se vuelve a la realidad en cuanto un nene te lanza arena o una peloteja te rebota en plena jeta; o, peor, cuando la prójima adyacente te espeta que eres un viejo verde. En esos momentos la quieres a rabiar. Y te largas a paso raudo, saltando para no quemarte los pies, hacia el chiringuito.