LOS NUEVOS TIEMPOS
Estimados amigos:
No dejo de mirar su foto en el periódico. Su dolor me estremece. Sucedió en Baena, en la calle, a plena luz del día. Es la madre de la niña violada. Se encuentra sola, sentada en el sofá del comedor; mientras, en otra habitación, un psicólogo intenta ayudar a su hija. La muchacha lleva varios días sin salir de casa, ni hablar con nadie; y, por la noche, tiene pesadillas.
La madre, con la cabeza inclinada y los ojos clavados en el suelo, se pregunta si la culpa es suya; si ha sido una buena madre; si es responsable del dolor de su hija. Las lágrimas no consiguen aliviar su dolor: un dolor profundo, intenso y penetrante.
Recuerda aquella mañana en que nació la niña: la más hermosa de las mañanas. Cómo la tomó en sus brazos y, al ver aquellos ojos negros, pequeños y asustados, la apretó fuerte contra su pecho. Entonces, la niña se puso a berrear y ella besaba sus lágrimas, conmovida, porque su corazón de madre se rompía si la veía llorar. También recuerda que, cuando le abrieron los agujeritos para ponerle los aretes de oro (regalo de la abuela), tuvo que salirse porque no soportaba verla sufrir. Y qué guapa estaba la niña el primer día en que la llevó al colegio. Cogida de su mano, sonriendo a todos, con su uniforme nuevo y los lacitos blancos oliendo a colonia y a inocencia.
Qué delicia de sonrisa en la foto de la Primera Comunión. El padre no cabía en sí de orgullo. Aquella niña sería, el día de mañana, el consuelo y la alegría de sus últimos años. Tampoco olvida la tarde en que, al llegar del colegio, la castigaron sin ver la televisión y le dijeron, muy serios, que debía estudiar y esforzarse más, porque el boletín de notas decía que «Necesitaba mejorar» en Matemáticas. Aquella noche casi no pudieron dormir, escuchando, a través del tabique del dormitorio, los sollozos de la niña. Días más tarde, los llamó la terapeuta escolar, una señorita muy inteligente, que les habló de persuasión, permisividad, tolerancia y diálogo. Les dijo que los tiempos han cambiado. Que a los niños se les debía tratar sin violencias, ni imposiciones, ni castigos físicos ni morales, porque, a determinadas edades, podemos ocasionarles traumas irreversibles que les dejen secuelas para el resto de su vida.
Y, desde entonces, intentaron comunicarse con la niña, siguiendo las recomendaciones de aquella señorita tan inteligente; aunque no debían hacerlo demasiado bien, porque la niña empezó a contestarles con insolencia; seguramente, porque ellos no utilizaban las palabras tan sabias y acertadas de la terapeuta escolar. Se conformaban, pensando en que, después de todo, no se podían quejar. Otras, a su edad, tenían novio y consumían drogas. Además, si la presionaban demasiado, cualquier día podía coger la maleta y marcharse de casa. Y eso sí que no lo podrían soportar. Se acuerda de lo mal que lo pasaron, cuando fue con el colegio a Benidorm y, durante diez días, no pudieron hablar con ella, porque dijo que no tenía dinero para el “móvil”. Y eso que su padre le entregó seiscientos euros y ella, a escondidas, trescientos más.
Piensa en la cobardía de los transeúntes que presenciaron la escena y se alejaron cobardemente. Unas llamadas de ayuda habrían evitado tanta violencia, tanta brutalidad; y, a su niña, una humillación y una pena de la que tardará mucho tiempo en recuperarse.
–Yo siempre le decía que no hablara con desconocidos, que tuviera cuidado con los chicos, que el mundo está lleno de desaprensivos y sinvergüenzas. Pero ella se reía, con esa sonrisa tan deliciosamente contagiosa y respondía: «No seas plasta, mamá».
Llegamos a pensar que estas cosas eran normales: cosas de los nuevos tiempos, por las que no había que preocuparse demasiado. Quizás tuviera razón la niña, cuando decía que todas sus amigas lo hacían y que, a consecuencia de una educación inmovilista y represiva, nosotros éramos unas pobres víctimas y vivíamos desfasados. Como aquel día en que salió de su habitación con los labios y los ojos pintados, unos zapatos de tacón, altísimos, y una minifalda demasiado provocativa.
–¿De qué te has disfrazado? –preguntamos–. ¿Es que hay algún chico?
–No podéis comprenderlo.
–Si tú nos lo explicaras…
–No, no lo hay. Y si lo hubiera, ¿qué? Tengo derecho a vestir como quiera.
–¿A tu edad?
–Sí; a mi edad. A mi edad estoy más preparada que vosotros para decidir cómo vivir mi vida y disfrutar de mi sexualidad –y encendió un cigarrillo con absoluta naturalidad.
–¿Desde cuándo fumas?
–Lo siento. La culpa es vuestra, que me ponéis de los nervios.
Nunca hemos sido de misas ni comuniones, que eso es cosa de ricos, beatas y solteronas; pero, de cuando en cuando, yo rezaba a la Virgen para que el día de mañana encontrara a un muchacho noble y trabajador que la hiciera feliz, la quisiera y la mimara, como hacíamos nosotros. Ahora está en su habitación, rota de dolor, como una flor pisoteada por aquellos miserables que han destrozado sus ilusiones, en la calle, a plena luz del día, sin que nadie haya sido capaz de defender, de aquellos miserables, a la hija de mi corazón.
El psicólogo nos ha intentado consolar. Dice que la sociedad actual quizás debería revisar algunos principios educativos; que, posiblemente, no es justo este mundo en que vivimos ni el panorama tan preocupante que se le abre a nuestra juventud; pero que es necesario adaptarse a este régimen de tolerancia, libertad y pluralidad que imponen los nuevos tiempos.
No puedo estar de acuerdo. Hemos pasado, demasiado deprisa, de perseguir a los infractores del sexo con la Guardia Civil a, poco menos que, incitar a nuestra juventud a la práctica del sexo, repartiendo preservativos en las escuelas.
¡Qué asco de tiempos!
Barcelona, 20 de julio de 2009.