Al frío de las tinieblas, y 2

19-06-2009.
Sí sintió pena sincera por él cuando en el juicio de los inspectores le oyó perjurar… Y náuseas le dieron a Burguillos al comprobar que, a cambio de un puesto de trabajo, logró el padre Barón un testigo falso. El perjurio… ¡Vaya usted a saber la elasticidad de su conciencia! Pero le rebeló que al pobre muchacho que sobornó le dejase marcado de por vida entre condiscípulos, colegas y alumnos.

¡Qué curiosa figura aquella en su nómina! Burguillos, hecho a las figuras literarias, gratificantes, embellecedoras, no captaba aquella de los “pluses voluntarios absorbibles”. Linda estratagema para desplumar a trabajadores confiados en los “hombres de Dios”. Con la miseria de imaginación que ambos padecían… Luego supo que no era él el primer palomino que desplumaban. Este era un golpe fácil y bien planeado. Y Burguillos, al no existir contrato laboral ni más nómina que la dolosa, nada podía reclamar…
¡Torpe! ¡Alcornoque! Que en tantos años no se diera cuenta de con quién se estaba jugando, no los cuartos: ¡la vida!
Cuando descubrió la tramoya, no le extrañó en el Rector ni en el hermano “Talego”. Más dados ambos a los golpes de mano que a los de pecho… Pero que el bienaventurado padre Taboada le montase y mantuviera desde 1969tales marrullerías… No iba a decir que se escandalizase, sensu evangelico. Que bien se sabía él, en carnes y bolsillo propios, cómo el celo de la Mayor Gloria de Dios hace estragos en las almas.
Acaso el de Loyola no sospechó el alcance del AMDG A la mayor gloria de Dios. en manos de jesuitas amorales. Tal vez Pérez de Ayala se pasó o se quedó corto en su exégesis del lema ignaciano… Nunca, por devoción a la Orden, lo había leído. Que le bastaban y sobraban sus cicatrices.
Llegó a temer quedarse entre los beneficiados de pensión no contributiva. Que buena parte de esos desamparados eran confiados trabajadores de “Ínclitas órdenes ubérrimas” quienes, dadas a medrar, practicando caridades se olvidaban de la justicia.
A punto de cerrarse las vacaciones, el padre Barón le dijo que se le cerraban las puertas de la Comunidad. Se lo dijo en un pasillo… Burguillos instaló su dormitorio en Miralar. Y no les dio el sádico refocilo de verle ir a comer el rancho con los inspectores. No iba a decir que se le afligiera el bandullo Vientre.. Aunque allí, salvo alguno tocado de acedía Pereza., todos “buitreaban”. Lo sentía porque, a pesar de todo, él estaba hecho a buena gente. Que algunos legos y curas había encantadores como personas. Aunque de carrerilla se sabía él que, llegado el caso, también esos dejan al porquero y la verdad y se alistan con Agamenón. Al fin, él es quien parte el bacalao de la voluntad de Dios… Que todo buen jesuita, por negro ha de dar lo que sus ojos le canten blanco, si el Superior se lo vende como negro. «Santa Lucía bendita ‑se murmuraba Burguillos‑ intercede ante el Espíritu Santo para que libre a mis ignacianos de superiores miopes, daltónicos y, sobre todo, retuertos…».
El golpe fue sonado. Y los faramallas Embusteros., que donde hay poca letra y mucha holganza abundan, tendieron sus baratillos, y a todo el que quiso oírles le regalaron marujeos, verdades a medias y mentiras a enteras. Y con gran contento hubieron de cumplir la voluntad de Dios, manifestada en las consignas y añagazas del Superior.
Y Burguillos se enrocó, esperando que el empresario moviera ficha. Que, aunque no era hombre de ideas, de tretas laborales, sí tenía buen acopio. Y decepcionado, viendo que Burguillos no liaba el petate y le liberaba de la vergüenza y costas de su despido, le adjudicó un grupúsculo de medianos. Les trató como nunca les habían tratado. Y a pesar de ingerencias, sabotajes de agua y calefacción, y otras actitudes cainitas, por parte de Cristo Rey se comportaron leales y agradecidos.
El padre Barón, hábil como era en el discernimiento de personas y situaciones, con ayuda del Paráclito, le sustituyó con un jesuita joven. No era engreído, disoluto ni dado al Ballantines. Celoso, madrugador, recogido y amante del trabajo. Era prudente. Pero para lidiar a aquellos cuatreños que pastaran las hierbas de La Burguesa dehesa, le faltaban cintura y oficio. Y el Santo Espíritu abandonó al padre. Y el hijo se le quemó en un curso. Pero el padre Barón, siempre mañoso en remendar sus desaciertos, dio con la causa de aquel mal espectáculo. ¡Burguillos! El endiablado Burguillos que seguía amargándoles la tarta. Que al joven Prefecto de mayores se le caían la tuna y el baile… ¡Burguillos! Que se le desmandaba la grey y chorreaban las expulsiones… Que los inspectores del Prefecto‑estrella suscitaban juicios y perjurios… ¡Burguillos! Liado en el rodaje de un Colegio Mayor, lo manipulaba todo…
«¡Ay reverendos míos, ‑se exclamaba Burguillos‑ si yo hubiera querido meteros mano! ¡Vomitáis la papilla! Con y sin auditorías. Que corpus y testigos seguros y “reasegurados” ¡a cientos, disponibles y gozosos tengo!».
En el cerrojazo del internado fue en el único triste suceso que, ni siquiera por ausencia, lo responsabilizaron. Bueno, tampoco le inmiscuyeron en aquellos pujos desastrosos de copiar cenas, festejos y actos culturales que excedían el esquema de un partido de fútbol…
Fueron tiempos de letras y campo. Burguillos veía cercana la emancipación. Se creía capaz de darle un sí a la vida. Mágico sí que le iba a llenar el desierto de su indecisión de cariño, hacienda, perros y caballos. Y de sólo pensarlo, toda la luz y la paz del campo manchego se le entraban en el alma. «Veinte ‑pensaba‑, treinta años: ¡Qué equilibrios, Dios mío, manteniendo de canto una moneda sin dejarle hacer cara ni cruz…!». Y se recreaba en estos proyectos. Pero un libro de espiritualidad, la reacción de su palabra en el corazón de algunos chicos o el gozo de alguna vez repartir la palabra de Dios, le subían de nuevo al vaivén de la duda. Y le sacudían el alma tremores bíblicos por cerrar los oídos a la voz de Yahwé.
Fue un invierno muy benigno. Burguillos se encontraba sereno, animado. Recochineados andaban algunos frailes de verle tan oreado. Y a sus chavales tan contentos, cuando tanta gresca, ciscos y expulsiones había entre los mayores. Cuantos fines de semana le apeteció, se llegó a La Mancha. Dejaba a los chicos bien aleccionados y nunca sucedió nada.
Febrero, con días calmos y soleados, ya le llevaba a pisar sembríos mullidos y verdegueantes. Llegó la primavera. Y Burguillos, fiel como las flores y las mariposas, estuvo a punto. Y avaro, insaciable de campo, el día de San Isidro, nadando en la gloria de la tarde castellana, escaló una terraza natural. Era un tapiz verde, salpicado de tomillo, verbena, espliego… Tantos aromas y colores, tanta luz y lejanías, “se sintió un grano de polvo, frente a frente al infinito”. Se arrodilló y oró.
Acababa de leer Castilla y sus castillos de Ortega y Gasset. Y con el alma anegada en bellezas y armonías, se atrevió a puntualizar al fino escritor: «No, don José, no: el campo castellano no es tan silencioso. Que a pocos kilómetros del poblado más próximo, Zaratán, y a cien o doscientos metros, sobre el mar de las mieses, el concierto de grillos, chicharras, calandrias, codornices bordaban la tarde».
Para Burguillos, aquel realmente fue un curso descansado y fecundo. Retomó y ordenó sus asuntos. Analizó en frío su segundo enfrentamiento con los jesuitas. ¡Si él siempre tuvo a gala su cuño ignaciano…! Al cambiar de rumbo, a ellos siguió asido. Y bien sabía la pobreza a que se ataba. Lo que no sabía era que a sus colaboradores seglares, como a los capones de corral, les descrestaban la personalidad. A lo mejor, porque él se resistía a esa mutación, por más que les dejaba trastearle en la vida laboral y meter la mano en su salario, no acababan de apreciarle…

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