04-06-2009.
Para Jesús Ponce.
Era coleccionista de prospectos de cine
(otros coleccionaban cromos de futbolistas,
cajillas de cerillos o estampitas de santos).
Guardaba en una lata de carne de membrillo,
marca San Rafael, de Puente Genil (Córdoba),
a todas mis artistas favoritas, francesas
sobre todo, y algunas italianas (¡Mangano!)
‑mi Silvana Mangano en el bayón de Ana,
Cabiria la nocturna con sus ojos saltones‑.
Lo mío estaba claro: tiraba para el monte
du cinéma français. Era un afrancesado
precoz e inapetente, cuidado por mi madre,
mis tías y mis primas en una vieja casa
sin olor masculino ‑aún yo no mostraba
señas de identidad rotundas y visibles‑.
Para ellas yo era un ángel con asma y con arritmia,
un San Estanislao, un Tarsicio, un Gonzaga…
Pero el tiempo es veneno que a todos condiciona
e, igual que las serpientes, fui perdiendo camisas.
Con Ford y compañía viajé por el Oeste,
haciéndome comanche contra las diligencias.
Con Robinson y Cotten entré en el cine negro
y me atrapó la intriga. A Marilyn la tuve
clavada con chinchetas, cuidando que mis sueños
fueran irreverentes ‑la tentación lo mismo
vive arriba que abajo‑. Después de otras películas
y otras lamentaciones, hoy he vuelto a la casa
con primas y con tías oscuras, sin encajes,
‑mi madre ya hace tiempo que se olvidó del aire
plisado de su pecho‑. La casa es muy distinta:
un islote en penumbra. He buscado la lata
de carne de membrillo y encontré a mis actrices,
envueltas en vainilla, arrope y nuez moscada,
en un lugar profundo de la vieja alacena,
entre restos de arroz, lentejas y oraciones.
He besado sus labios con la misma pasión
de un mediocre galán de cine de posguerra
y he dormido, por fin, un sueño manuscrito.