Comentario sobre el evangelio del IV domingo de Pascua

18-05-2009.
(San Juan 10: 11-18).
Este fragmento del Evangelio de San Juan trae muchos puntos de meditación para la pastoral de almas; ninguna imagen metafórica de Cristo más idónea en verdad que la del Pastor. Y ningún símbolo mejor que el de la oveja para ejemplificar la fidelidad.

No hay pastor si no hay amor. Primera enseñanza en San Juan: «El buen pastor da su vida por sus ovejas». Y el miedo ‑atributo del hombre, de los hombres‑, sólo por el amor suele ser vencido. Si somos asalariados, si es el impulso del hambre o de la vanidad, o de la sed, el que nos determina a cualquier empresa, el cometido ‑sobre todo si es función misional, apostólica‑ suele dejar a los sujetos de nuestro cuidado a merced del lobo. El asalariado, que no es pastor y dueño de las ovejas, cuando ve venir al lobo, deja las ovejas y huye… porque no le importan las ovejas. Hay mil defecciones en el oficio de pastor. Mil claudicaciones, porque los acosos, las dificultades, se multiplican a cada instante. ¿Causa de las defecciones? El miedo: miedo a la vida, a la sociedad, a las propias pasiones. El miedo, sí, es la causa inmediata. Pero el origen mediato y decisivo es otro: falta de amor. El amor tapa al miedo. Cuando no hay amor, al pastor no le importan las ovejas.
«Yo soy el Buen Pastor y conozco a mis ovejas y mis ovejas me conocen a mí y yo conozco al Padre». Palabras de Cristo. El Pastor debe conocer a su rebaño y su rebaño a él. Mutua confianza, seguridad recíproca. Buena voluntad en fin. Pero, además, inteligencia y discernimiento. ¿No se introducen, a veces, en el rebaño, ovejas extrañas e, incluso, no se cuelan en ocasiones dentro del rebaño “lobos con piel de oveja”? Atención, pastor. Cuidado con las intromisiones. Tu benevolencia para las ovejas no excusa tu tolerancia para los lobos disfrazados. Tu amor al rebaño nace del conocimiento. Es tu obligación conducirlo al aprisco divino con tus “silbos amorosos”. ¿Sabes de qué defecto cojea cada una de tus ovejas? Eres, junto al guía, el médico de cada una. Pero tu amor está obligado a no incurrir en ingenuidades desastrosas. ¿Preguntas cómo distinguirás tú a las verdaderas ovejas de las falsas? Hallarás respuesta, apelando al Padre, “conociendo al Padre”. Porque Él lo dice meridianamente: «Mis ovejas me conocen a mi, lo mismo que yo conozco al Padre». Hay que conocer al Padre, para conducir bien a las ovejas. Primero, la vertical a Dios, la oración; primero “embarcar a Dios en la empresa”. Y luego, a la faena. Nunca al revés. Nunca dejar a Dios para luego; nunca inhibir el recurso sobrenatural, puramente sacerdotal, con el pretexto de extender más generosamente el área del pastoreo. El pastor, como aconsejaba un padre de la vida espiritual, «ha de trabajar sirviéndose de los medios humanos como si no existiesen los divinos». Pero «usando los medios divinos como si no existiesen los humanos». Conocer a las ovejas es preciso. Pero no es posible sin el previo conocimiento y “asesoramiento” del Padre. Ningún pastor puede formular su “estatuto autónomo” de pastoreo. Y ningún pastor, claro está, puede conducir si rehúsa ser conducido. Ni hacerse obedecer, si él mismo no obedece.
«Tengo otras ovejas que no son de este redil y es necesario que yo las guíe. Y oirán mi voz, y habrá un solo rebaño, y un solo pastor». Desde el principio, pues, está formulada la orden: “Es necesario que haya un solo rebaño y un solo pastor”. Lo demás es puro desorden, total anomalía. Si en el mundo existe una diversidad religiosa, el hecho demanda ser registrado; pero no ser aceptado. Al contrario, la diversidad en la religiosidad significa que el Evangelio no se cumple. Ni valen hechos consumados. En el Evangelio no prevalece la “política de hechos consumados”. Es necesario: un solo rebaño, un solo pastor.
—¿Entonces…? ¿Qué hacer, entonces? ¿Regresar a una situación de sometimiento religioso? —preguntará alguien.
No tanto, no tanto. Regresar, sencillamente a una situación de auténtico apostolado cristiano, lejos de cualquier actitud pacífica y conciliadora, sin confundir ‑perdón por la expresión‑ «los higos con las nueces»; es decir, sin envolver en el papel de plata de un ortodoxo ecumenismo las más peregrinas mercancías heterodoxas.
 

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