Artículo escrito por un paciente de cáncer de mama.
10-03-2009.
Es difícil llevar el consuelo a quien ha recibido el terrible mazazo de haber sido diagnosticado de cáncer. Fatídica e innombrable palabra que tenemos postergada, pero que no por ello dejamos de ser conscientes de que pende sobre nosotros como una auténtica espada de Damocles.
«Fatal destino el mío: es cáncer», te dices abrumado, aún sin dar crédito a esa desconsolada sentencia que el especialista ha terminado por lanzártela, después de buscar mil formas diferentes para hacerte más suave su veredicto.
Y no das crédito a sus palabras. Y juras y perjuras que se ha equivocado, que se trata de un error que más pronto que tarde quedará subsanado, porque si algo tenías seguro en la vida es que tú no tendrías esa enfermedad. Pero la realidad no tiene vuelta de hoja: es un cáncer. No terminas de identificarte con esa terrible palabra; no es tuya, a ti no te pertenece, porque eso sólo les ocurre a otros. Y te sublevas contra el destino, y reniegas con todas tus fuerzas de la vida. ¿Por qué a mí…? ¿Por qué yo…? ¡No puede ser…!
Y caminas acongojado, inerte, desalmado. Allá por donde pasas, te sientes observado por ojos profundamente inquisidores de miradas que te atraviesan como sables y se clavan en lo más hondo de tu alma, mezcla de compasión y misericordia, que te pesan como una losa. «¿Por qué yo…?», te preguntas. Y no encuentras una respuesta coherente.
Y emprendes un interminable peregrinaje por consultas, despachos y por un sinfín de análisis y pruebas que, como hitos, jalonan un enmarañado camino perdido en un auténtico e interminable laberinto, cuyos puntos de referencia te parecen inciertos. Desorientado en un maremágnum de cifras, fechas y citas que también juzgas inconexas.
Y sientes que una gran tormenta se ha cebado en ti, sin piedad alguna, y te mantiene con el agua al cuello. Y palpas cómo una gruesa marejada te zarandea impíamente y ha desarbolado hasta el último palo de la última vela de la nave de tu vida. Y la noche no te ofrece más consuelo, porque la oscuridad es una negligente compañera, remisa al descanso, a cuya sombra, postrado, vives el sin vivir de un interminable duermevela, en el que los sueños se convierten en realidad y la realidad te parece un sueño. Y buscas un cobijo bajo la almohada, huyendo de uno, con guadaña, que cada noche te sale al quicio de la puerta.
La desazón te ahoga hasta en el refugio del último rincón de tu alma, donde has llegado en busca de la última creencia, de la última luz. Y te agarras a la Luz de la Vida que alumbra a toda persona que viene a este mundo. Y te dices que hasta aquí has llegado. Y decides vivir con todas tus fuerzas, porque ese es el único y verdadero sentido de la vida: vivir.
Y, por primera vez, le plantas cara al de la guadaña; le mantienes la mirada firme y valiente, en un desafío en el que le obligas a replegarse cobardemente y a esfumarse como un fantasma derrotado. Entonces, ves que la vida te espera en el quicio de la puerta; y que el amanecer llega de nuevo, radiante, con un intenso colorido. En las penetrantes miradas de tus próximos, descubres que están llenas de amor, de comprensión, y entregadas a la ayuda. Aquel ciego y tétrico laberinto, hoy es un perfecto protocolo, señalizado y diseñado expresamente para ti, donde los puntos de inflexión y todas las encrucijadas, ahora están indicados con señales luminosas que marcan el camino seguro. La maraña de citas y fechas de aquella endiablada ruleta ya es un minucioso engranaje que mueve cronológicamente la cadena del cordón umbilical que te une a la vida. A una vida con sentido, como el que encuentras en el seno de una sociedad organizada y solidaria, a la que le entregas confiado el más preciado de tus tesoros: la Vida.
Una sociedad que es capaz de concebir asociaciones altruistas, como la Asociación Española Contra el Cáncer, consciente de la fragilidad del ser humano ante el mal, surgida hace más de cincuenta años y en cuyo proyecto original, implícitamente, ya iba tu caso. Reconforta comprobar que no estás solo; que son muchos los ojos que te miran, que nos miramos, con amor; y muchos los hombros en que apoyarnos para andar.
Descubres que el auténtico sentido de la vida es vivirla en plenitud, cada cual con sus circunstancias, porque todos los seres vivos de este Mundo caminamos hacia el mismo final. Y el final de tus días no será el cáncer, sino el fin de la vida.