
¿Qué sucede? ¿Hemos perdido el norte, hemos perdido el sentido común, hemos perdido la facultad de vivir civilizadamente, hemos perdido el respeto, el afecto y la comprensión? No es bueno apuntillar al adversario, porque sus opiniones no sean coincidentes con las nuestras en las razones o en las sinrazones. No hay que tratar de quemar las ideas, porque las ideas no arden y el que juega con fuego se acaba quemando. No es bueno intentar adoctrinar al compañero, porque no se deja y además se ríe de ti. Lo decíamos hace sólo unos días.
A mi llegada a Barcelona, en los años sesenta, el domingo por la mañana se celebraban encuentros de lucha libre en la plaza de toros de las Arenas, junto a la plaza de España. Durante la semana, bares y espacios públicos se llenaban de carteles, mostrando la expresión de fiereza de los luchadores y su descomunal musculatura. Los más famosos fueron el PUMA DE VILANOVA ‑fino estilista catalán‑ y el DIABÓLICO BATURRO ‑rudo y belicoso aragonés‑.
La plaza se llenaba a reventar. Antes que el árbitro diera la señal, el Diabólico Baturro se abalanzaba contra el Puma y lo derribaba de un monumental codazo en plena mandíbula. El árbitro, asustado, se apartaba y así daba comienzo la pelea. Al principio, se imponían las malas artes del Diabólico Baturro. El Puma, desarbolado, levantaba los brazos, reclamando el auxilio del árbitro, ante el juego sucio del contrincante que no dejaba de golpear. Parecía que le faltaba el aire y que de un momento a otro caería a la lona. El público gritaba exaltado, insultando al Baturro desde la grada:
–¡Déjalo ya so “esgraciao”, que lo vas a matar!
Pero el Baturro seguía golpeando sin piedad. De repente, cuando el combate parecía perdido y el belicoso aragonés levantaba los brazos en señal de victoria, despreciando al adversario y al público que le insultaba más que nunca, el Puma de Vilanova, cogiéndose a las cuerdas, se levantaba poco a poco y, en un último esfuerzo, saltaba como un felino sobre el cuello del Baturro y, con una llave de piernas, lo ponía boca abajo, besando la lona. El aragonés, asfixiado, levantaba la mano, para detener el combate; pero el Puma no soltaba su presa. Desde la esquina del Baturro tiraban la toalla, pero las piernas del Puma apretaban, cada vez con más fuerza, el cuello del Diabólico. El árbitro no detenía el combate y el público en pie, fuera de sí, gritaba con los puños cerrados y el odio reflejado en el rostro: «¡Má-ta-lo! ¡Má-ta-lo!».
Como no podía ser de otra manera, el Puma ganaba la pelea, porque, como decía la publicidad, era fino, estilista, catalán y seguramente del Barça. La gente salía de la plaza afónica y exaltada por la victoria de su ídolo. Las cervecerías se llenaban con el griterío de los aficionados y, alrededor de las tres, camino de casa, los hombres entraban a la pastelería a comprar unos dulces para el postre, porque era domingo y porque había que tener un detalle con la mujer y con los niños.
En un viejo y sucio restaurante, en la parte baja de las Ramblas, el Puma, un extremeño que trabajada de especialista en la Pegaso, y el Diabólico Baturro, que era gallego y descargaba camiones en el puerto, sentados frente a frente hablaban de lo difícil que se estaba poniendo la vida últimamente, mientras saboreaban unas chuletas de vaca, en paz y armonía.
Cuando se pierde el respeto, el afecto y la comprensión, el dramático final de las personas normales como de los genios, de los héroes, de los santos y, posiblemente, de los locos, es la soledad metafísica, la soledad en pelota picada y la soledad sin más remedio. El hombre es un ser social que necesita amigos para obtener la felicidad completa y, al final de la vida, el balance de amigos conseguidos depende únicamente de la conducta de cada uno.
Alfredo Rodríguez, seguramente, ha sido el crítico más insistente, importante y pertinaz de esta página web; el causante de más abandonos y el que ha mandado más luchadores a la lona. Que algunos hayamos intentado comprenderle, sin conseguirlo, no es de extrañar, porque su calidad intelectual no está al alcance de cualquiera. No quiero que mis palabras suenen a homenaje póstumo y “facilón”. ¡A buenas horas, mangas verdes! Lo que quería decirle se lo dije en privado hace unos días. Pero hoy, desde este viejo RINCÓN que libró tantas batallas con afecto, respeto y comprensión, me atrevería a pedirle que reconsiderara su postura y volviera a nuestro lado, a juntar su voz con nuestra voz, a sacarnos de dudas, a aleccionarnos sobre lo confuso y a deleitarnos con el anecdotario vivo de sus recuerdos, aunque a veces no consigamos entendernos. Y esto lo digo tras haber sido uno de los primeros en probar la fuerza de su crítica y la contundencia de su palabra.
Barcelona, 8 de febrero de 2009.