28-12-2008.
A Moral se fue Burguillos a buscar la paz junto a sus padres, que tan abundosos en ella vivían. Necesitaba serenar el ánimo para atinar en la elección. Que en aquel baratillo de propuestas, otro, menos incapacitado que él, hubiera tenido fuertes quebraderos de cabeza. No bajaban de siete las opciones que lo bloqueaban. A cada una, en una cuartilla, les fue poniendo pros y contras en claves de valoración diversas.
Bogotá, económicamente, era la más canija. Compensaba la convivencia con los jesuitas; y el trabajo, formador de líderes en las Juventudes Trabajadoras Colombianas, le resultaba atractivo. El riesgo… alto. Los Legionarios de Cristo, “Los Manitos” de Salamanca. Y también, Cáceres, Valencia, Tarragona, Linares… Quizás, lo más apropiado y atractivo, el colegio rural de San Esteban de Gormaz. Ante el sagrario y en sus paseos camperos, como reto evangélico eligió Burguillos Bogotá. Además, sería el gran revulsivo para su ordenación sacerdotal.
Todo ello se le revolvía en la cabeza como un cóctel explosivo y extenuante. Pero seguía con Bogotá en sus preferencias. El Padre Provincial de allá, Adam Londoño, le gestionó el pasaje y el papeleo.
Un mediodía, comiendo con sus padres y como sin darle importancia, lo
“pió”. Les amargó la comida. Familiares y amigos se confabularon. Más de uno le abroncó:
—A tus añicos, hora es ya de sentar la cabeza. Cásate y deja de mariposear…
Y, cada día, alguien llevaba a su casa una noticia o un periódico subrayado con asesinatos y secuestros en Colombia. La presión más fuerte era la de sus padres:
—Hijo, espera por lo menos a cerrarnos los ojos…
Y, como tantas veces, la perplejidad despótica y cruel le ataba la voluntad. Y Burguillos se sentía como un pelele de trapo, colgado de un árbol y zarandeado por todos los vientos.
Huyendo, en autoestop, hizo un viaje relámpago a Cáceres. Notificó su deserción al de La Taba. Y reclamó el débito de septiembre. Se le sulfuró el Director… y esperanzado, terminó incrementándole el salario del próximo curso y aliviándole la distribución.
Con pena despidió a discípulos y amigos. Le pareció que dejaba una buena viña en el inicio de su producción. Llegó a Mérida y al Director se le hizo la boca un dulce.
Volvió después a su casa. Avanzaba ya octubre y él, atornillado, seguía en la rosa de los vientos sin tomar dirección alguna.
Sus padres lo mimaban más que a los nietos. Acaso intuían su debilidad, su desvalimiento. Buscando, limosneando protección, se fue unos días a Villaluz. Como dos madrazas, doña Angélica e Isadora lo recibieron y consolaron… Empezaba Burguillos a cobrar conciencia de inválido, de niño tullido.
De vuelta, en Moral apuró hasta las heces, hasta desearse la muerte. Se aferraba a sus padres con un cariño filial enfermizo. Todas las noches charlaban los tres animados, íntimos… Se sentía renacer ingenuo, casi infantil. Y cuando llegaban los nietos, Pili y Jesusín, todos se acostaban.
Burguillos gustaba a placer de quedarse solo. Y solo en la vieja cocina de paredes ahumadas y moscas bordoneantes, buscaba y abría la flor de su niñez… Fue allí, en la cocina; allí, tempranamente, tuvo conciencia de su individualidad. Y allí jugó y disfrutó el placer casi infinito de la familia, del hogar… Y adolescente ya, allí rumió a solas horas negras, como las de ahora, cuando tal vez estaba ya agotando el poso de hogar y de familia. Y todo lo miraba y lo aprehendía con los ojos muy abiertos. Y le parecía que lo tocaba, que lo rozaba con el alma. Le hubiera gustado atrapar, metabolizar el espíritu de familia que por allí vagaba y llevárselo consigo. Dentro de poco, esta cocina sería un gallinero. Y la mesa, en torno a la cual creció, riñó y se amó toda la prole, acaso ardiera hecha astillas.
Y esa noche… Fue una noche insomne, deshumana. Dormir le parecía algo extraño, inusual. Alterado, revuelto, recordó aquellas noches infernales de su adolescencia. Noches de gallos y romances…
Se levantó pronto, sin pegar ojo. Y, sin probar bocado, se echó a la carretera. De Moral a Valladolid, al paso por Medina de Rioseco, tres catedrales zarandean el ánimo. No las contempló… Desandando la carretera de León-La Coruña, pronto, Valladolid. Con más lentitud, antaño se llegaba también en el “tren burra” que transitaba Moral. Y fachendón en humos, crujidos y sofocos, por entre desmontes, rasgaba desvergonzado el Amoroso.
Dispuesto iba Burguillos a patear Valladolid, buscando trabajo como un cuarentón en paro. Huía. Necesitaba escaparse de la neurosis que ya le tenía cautivo.
Un amable conductor le dejó, antes de cruzar el Pisuerga, frente a la cuesta La Marquesa, a la puerta misma de Cristo Rey. Se lo identificaba aquel inmenso mural de azulejos baratos que, píos y despiadados, golpeaban la belleza del chalé con un «Jesús, Rey». Aun así, emergía el palacete amplio, opulento y bello, señoreando las veinte hectáreas que le daban desahogo y abrigo. Ahí se gestó Cristo Rey. Y ahí, en esa finca, con más fe que recursos, y barracón tras barracón, el padre Cid recogió a centenares de niños desperdigados por la Guerra Civil. Heroico, el exiguo jesuita zamorano hubo de luchar a brazo partido con el frío, el hambre, la sarna y la muerte. Todavía se recuerda el “pan de pastor”, brotes que al inicio de la primavera tomaban los niños de algunos árboles para entretener el hambre de cada día. Y se rememora… Parado por accidente se quedó el “burra” frente a Cristo Rey. En minutos, una por una, como si manzanas fueran, vivos como su hambre, aquellos arrapiezos vaciaron un vagón de remolachas azucareras.
El industrioso jesuita intuyó el fervor de posguerra y construyó luminosa, vasta y bien planeada una casa de espiritualidad, al fondo de la finca, librándola así del tráfico y del bullicio de la chiquillería. Rodando los años, descuidada y envejecida, esa mansión fue el feudo franco de Burguillos: Miralar.
Corría el año 1965, cuando Burguillos rebotó en Cristo Rey. Ya era una Escuela Profesional con su guinda: el Bachillerato Superior Electrónico. Y pese al endémico desgobierno del internado, ya era el centro más numeroso y técnicamente prestigiado de la región.
Cuando Burguillos enfiló la entrada de Cristo Rey, hubo de esperar plantado. Turbas de muchachos apelotonados, con las manos en los bolsillos y el andar cansino, se interponían entre el chalé y él. Les conducían a misa. Aquel adormilado rebaño juvenil le sonó a mal agüero…
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