Recuerdos de Manuel Velasco, 3

06-11-2008.

Bazas del triunfo, 1

Las Escuelas Profesionales de la Sagrada Familia proliferaron y se robustecieron porque estaban sincronizadas por un mismo espíritu vivificador: el que le infundió su fundador.

El padre Villoslada nos dio unión a todos sus colaboradores: un ideal por la formación obrera; una fe profunda en la Divina Providencia ; un ambiente extraordinariamente familiar que nos hacía sentirnos hermanos; un “no pensar en el yo” con espíritu universalista y UNA CONFIANZA PLENA EN NUESTRAS PROPIAS RESPONSABILIDADES. Por este motivo, al darnos un margen amplio en las responsabilidades del gobierno de las Escuelas, nosotros, todos, nos entregamos en alma y vida.

El padre Villoslada, justo es confesarlo, no podría haber desarrollado su Obra sin la colaboración de nosotros, los seglares. Repetidas veces nos lo confesó él mismo. Fuimos, por tanto, co-fundadores con él de esta empresa docente y social. He aquí el motivo pues, que, al sentirnos la gran familia seglar también fundadores, la entrega incondicional llegara a altos grados de sacrificio.

Siempre que el padre nos hacía una visita, nos reuníamos en “mesa redonda”, sin jerarquías, porque, al ser “todos en uno y uno en todos”, uno solo era el pensamiento, el deseo, el fin que se perseguía.

Nosotros éramos ALGO en las Escuelas. Éramos piezas principales en la gran construcción que se levantaba. No éramos “personal auxiliar” como después se ha querido mostrar en una operación mágica o en un proceso de metamorfosis. La realidad de que el personal seglar de las Escuelas Profesionales de la Sagrada Familia fue cofundador con el padre Villoslada, y la realidad de que el padre Villoslada no hubiera podido dar cima a sus magnos proyectos sin el apoyo seglar, es una verdad concluyente que nadie podrá tergiversar. Nunca fuimos “personal auxiliar”, sino personal principal y co-fundadores.

También es verdad que el grupo de co-fundadores era gente corriente, con una formación corriente, sin ser especialistas en nada. Pero llevaba sentido común y corazón. Sí, corazón. Y el corazón hace más que la inteligencia, porque ésta es fría y aquel llega a arder. Añadámosle a estas dos robustas columnas honradez y conciencia. Ya está todo. ¿Cómo hubiera sido posible entonces en una época de grandes apuros económicos mantener a un personal docente sin cobrar meses, porque primero era resolver los problemas de la Institución ? Y nadie se quejaba; y se esperaba, porque había fe.

Otra baza estaba en la discreción. Tendríamos puntos de vista diferentes, criterios propios, maneras diversas de concebir la solución de problemas, críticas más o menos fuertes en lo que se hacía; pero nunca trascendió a personas ajenas de la Institución , por aquello de que «los problemas familiares solo importan a la familia». Hemos sacrificado muchísimas veces nuestro criterio en aras de unión. Hemos buscado los puntos afines con los demás colaboradores. Hemos puesto candados en el corazón y en la boca siempre que un interés superior así lo pedía.

El ambiente de familia que el padre Villoslada creó entre él y sus colaboradores lo ampliamos después entre nosotros y los alumnos. Sí. HUBO EN AQUELLOS AÑOS UN TRATO FAMILIAR Y UN AMBIENTE FAMILIAR DENTRO DE LAS ESCUELAS ENTRE SUPERIORES Y DISCÍPULOS COMO YA NO LO HA VUELTO A HABER MÁS. El sentido común nos dictó:

«Que si un colegio es como una familia numerosa, y en una familia numerosa bien organizada hay una autoridad eficiente de padres, una obediencia respetuosa de hijos, un cariño paterno filial y un plan definido de vida hogareña, los hijos de tal hogar llevan un sello de buena crianza».

Huelgan todas las demás deducciones que de aquí arrancan. Todo colegio ‑un internado más‑ debe imitar lo más posible el ambiente y manera de un hogar cristiano bien formalizado. Así lo hicimos y buscamos la imitación siempre que pudimos.

Creamos, sí, dentro de los colegios, un reflejo lo más fiel posible del ambiente familiar cristiano; y nuestros muchachos, sin faltar gravemente a la disciplina, encontraron una facilidad de movimientos grande, y un margen de libertad y responsabilidad bastante separado del concepto clásico de colegios.

Muchas veces se quedaban solos en el trabajo «para hacerse a la realidad de un día no lejano de separación definitiva», porque todo el proceso educativo tendría que provocar reacciones espontáneas; movimientos positivos realizados con absoluta libertad y hasta indiferente atención. En todo momento, no cabía mostrar excesiva atención a lo que hacían, ni que ellos lo notasen, porque se perdía el espíritu de autoeducación y, en sí, las virtudes de la formación.

Muchas veces aparecía una disciplina lacia, pero sentida, no impuesta.

No brillamos por rigurosidad disciplinaria, pero por eso no hubo tampoco reacciones negativas violentas. Es que los extremos se tocan. No hubo, en concreto, problemas graves de disciplina, porque se llevaban muy de cerca el cuerpo principal de las inspecciones.

El respeto al superior permaneció intangible. Muchas pequeñas indisciplinas eran consecuencia de la falta de espacio vital.

Nuestros niños eran como todos: un fondo de gracia divina, que es lo que fuimos explotando para hacer de ellos unos caballeros, y un almacén de taras heredadas por la sangre o cogidas en el medio ambiente. Pretender indefectiblemente que de ellos había que sacar dechados de perfección era soñar con la utopía. Apurábamos la formación; pero no se corrige la humanidad con varios años de colegio, sino de generación en generación. Un siglo de liberalismo ha quebrantado terriblemente a la sociedad española y, sin embargo, a pesar de esta lucha violenta con el espíritu del siglo, en el jardín querido de nuestros muchachos también florecieron las azucenas.

 

 

 

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