19-10-2008.
Cuando Burguillos apechugó con la Segunda División se sintió feliz y desbordado… ¿Qué podía hacer? ¿Por dónde empezar? ¿Qué pretender?
Y en esa ignorancia se resolvía y se hacía picadillo en bien de los chicos. Y tanto empeño de su lado se traducía en un prurito de estar en todo, de resolverles todo, y de todo lo bueno metérselo atravesado. No advertía que era como una absorción por su parte. Adolescentes, con la personalidad en plena estructuración, se desvivían por ser aceptados y distinguidos con su amistad. ¡Pobres hijos! Vivían sedientos de consideración.
No medía Burguillos en todo su calado el alcance de su influencia. Sin duda, aquella identificación tan estrecha y mantenida, en períodos expansivos de la personalidad, era empobrecedora. No entraban en liza otros modelos con tirón que rompiesen la unicidad y favoreciesen la opción de otros paradigmas. A veces sintió escrúpulos como areniscas, restregándole la conciencia por haber robado, interferido impositivamente, a golpe de entusiasmo en alguna identidad.
Todo ser está llamado a la autenticidad. Para favorecer esa originalidad hay que romper toda identificación ciega, cerrada. Quizá el acierto más logrado de Burguillos estuvo desde el principio en dar con la correspondencia, la sinergia, entre el individuo y el ambiente. La vida de cada División estaba muy confinada en lugares, temas, horarios. La coexistencia era una necesidad cotidiana durante ocho años seguidos… El ambiente, cernido como una campana, más tenía de opresión que de acogida. Por lodo ello le urgía a él, inspector y profesor, hacerlo amable, benéfico, familiar. Y pronto, con tacto y mucho entusiasmo, se consiguieron las condiciones óptimas, cruzadas. Y el individuo modificaba el ambiente y el ambiente moldeaba a los individuos. Líderes y grupos de influencia surgieron casi espontáneamente.
A nadie le negó el pan ni la sal. Pero semper et ubique se le tildó de clara acepción de personas. Deferencias, apoyos, extras. Pues sí. Desgraciadamente así ha sido. Más que su espíritu selectivo, andaba por medio su timidez. Hablando en público se repartía como una hogaza. Pero al que no viniera a recoger su porción… Si en la relación y contacto diario no veía entreabrírsele puertas… Salvo cuando algo puntual lo requería, mucho le costaba allanar intimidades. Habló en privado con muchos, muchos… Y con algunos, bastantes, compartió el éxtasis de su primer amor. Pero le quedaron chicos sin un solo aparte, sin una orientación personal. Vivamente habría de remorderle que algunos se le quejaran de discriminación, de celos…
Descuidado anduvo también en no tocarles la conciencia social. Y fue un fallo serio. En aquellos años y allí en la Safa era punto delicado de tratar. Por entonces, todavía Karl Marx no había derribado de su faetón de ruedas doradas al padre Bermudo. Y a Burguillos, en sus apuros pedagógicos, como base de toda actuación le interesaba más que nada dar con la identidad psicológica de sus muchachos.
Quizá fomentara demasiado el crecimiento de la colectividad con merma del individuo. La “Tábula XII” del Senado Romano, Salus publica prima lex esto, fue un tema invariable en su educación para la convivencia. Si se omite el coloquio, la búsqueda conjunta de directrices personales, es una educación incompleta. No favorece el justo equilibrio entre la persona y la sociedad.
¡Qué escasa atención prestaba Burguillos a la adaptación personalizada! Su ignorancia y buena voluntad no daban más de sí. A pesar de todo, la convivencia cálida y acogedora facilitaban la buena adaptación. Y las actividades paraescolares y la coordinación de grupos eran plataforma para una adaptación activa. Él no sabía de estas cosas ni tuvo “ten-con-ten”; y sacrificó buena parte de la individuación e independencia, exaltando el grupo, su Segunda División. A todos les restaba madurez… Pero los más gravados fueron los de carácter centrípeto y personalidad delicada.
Quiso, como los dioses buenos, hacerles la vida feliz… pero cortada a su modo. Creía Burguillos que entusiasmo, entrega y buena voluntad eran la fórmula mágica para educar. Y se equivocó. Porque ignoraba que cada quien lleva escrita su propia partitura en los senos biológicos. Tampoco sabía que la misión del educador es ayudar al educando a buscarla e interpretarla. Ya que educar es eso: enseñar a que cada quien talle en sí mismo el modelo genético que conlleva inscrito.
A pesar de todo, los últimos cuatro años de aquel sesenio fueron una estampilla candente en su vida.
Pero ya va bien de tanta Safa… Aunque le costara encerrar en una reseña, circunscrita a lo objetivamente evaluable, sus andanzas por los cerros de Úbeda, arrojaban un déficit clamoroso: salario de supervivencia; prestigio personal y profesional severamente sancionado por los gerifaltes de la Safa; y la protesta dura, arriesgada y aun penalizada con expulsiones de sus chicos… de momento, no le redimía más allá de su intimidad.
Según sus logradas oposiciones, al asignársele escuela, a Burguillos le correspondía una de Jaén. Pero solicitó la más próxima a Úbeda. Cuando acudió a tomar posesión, su llegada a Úbeda fue el delirio. Le abrumó y conmovió el recibimiento… Cualquier resquicio del horario era bueno para que algún chico se evadiera del colegio y viniese el Gran Hotel. ¿Qué había hecho él, para merecer tanta adhesión? Nunca más sentiría nada tan entusiasta y fervoroso.
El Prefecto lo pasó mal a pesar de su visita de cumplimiento. Hubo castigos y expulsiones a chicos de sexto y séptimo porque le invitaron al cine.
El padre Bermudo, que parecía flotar sobre estas pequeñeces, lo invitó a cenar. Le obsequió con sus mejores encantos personales. Y a los postres, animados ambos ‑el clarete era precioso de color y buqué‑ intentó seducirle: «De toda la Safa, escoge un puesto donde quieras, salvo en Úbeda». Encarecidamente le animaba a tomar la Dirección de la Residencia de Linares… Las mismas garantías de amplia independencia. Y Burguillos, nuevas gracias y dulcificada negativa por su parte. Se sentía con algo más que el gozo que le prodigaban sus muchachos. Le halagaba el desagravio que el padre Bermudo, el que tanto lo vapuleara, le ofrecía tan magnánimo. Se atrevió a sugerirle que moderase un poco al padre Navarrete, que tenía exacerbados y con miedo a los chicos.
Y volvió a pensar si Bermudo, arrepentido, cantaba la palinodia… O si lo valoraba… O si sabía algo de su grupo y sus secuaces… O simplemente, si quería paz.
Burguillos retornó a Madrid. Muy satisfecho, se dio a sus quehaceres. Y titulado ya en Pedagogía, volvió a su vida de educador. Además, seguía viva la idea de hacer un colegio ideal con sus entusiastas cooperadores.
Y entre gentes y medios distintos, percibía Burguillos que subrepticiamente trataba de imponérsele el modelo, mejor, el espíritu, de la Segunda División. Llegó a convencerse de que la Segunda era un lastre, una idea parasitaria que presionaba por imponérsele como pauta de su quehacer. Y hubo de rebelarse. Porque para él, siempre, la educación había sido un estudio de arte fino, no un taller de réplica. El educador de raza, respetando la originalidad, el mármol, la piedra o el bronce de cada educando, ha de ser original. Nada de moldes ni siquiera modelados. Y luchó por debilitar recuerdos e influencias. Porque tanta dependencia afectiva le robaba adaptación y creatividad. Y aun así, cartas y visitas le mantuvieron una lamparilla viva en la cripta de los recuerdos.
☻