Gratitud de aficionado

16-10-2008.
Réplica afectuosa al amigo Antonio Lara.
Querido Antonio: Gracias por tu tiempo, tu amistad y estas afectuosas letras que dedicas ‑permítaseme el plagio‑ a este

Pobre “aficionao”
que buscaba la ocasión
de tocar a un “jubilao”
con su pluma el corazón.
¡Te lo agradezco! A los aficionaos y a los pobres hay que animarnos y socorrernos, que para eso estamos. Sin aficionaos y sin pobres no existiría la virtud de la caridad, ni la cadena de bienes espirituales que de ella se derivan. ¡Imagínate! Yo, además de pobre, soy un aficionado a la literatura a quien sólo algunas personas, entendidas y selectas ‑como tú‑, prestan alguna atención, porque sois buenos y sabéis que el artista se alimenta del aplauso, como el menesteroso de la limosna o el alma de los bienaventurados de la oración sentida y contrita. Pero, aunque mucha gente no lo crea, uno se acostumbra a representar el papel de artista pobre y aficionao. En el fondo no es tan malo y tiene más ventajas que inconvenientes:
El aficionado a la literatura, mientras no es famoso, se encuentra a salvo de la persecución de los críticos que se pasan la vida “buscando el pelo al huevo” para ponerle en ridículo y demostrar que no es tan genial como la gente cree.
Al escritor aficionado nadie le invita a presentar sus libros en el foro de ABC ni en el Círculo Ecuestre. No está obligado a participar en cócteles, ni cenas de trabajo de diecinueve platos, que conducen a la digestión pesada, la gastritis, la úlcera de duodeno y la perforación intestinal. El aficionao a las letras no es hombre de cava y canapé; prefiere la caña y el pincho de tortilla, genuinos manjares de nuestra saludable cocina mediterránea.
El escritor aficionado no suele recibir halagos ni agasajos, si no es de los amigos o de los compañeros de colegio ‑como es el caso‑. Por lo tanto, está providencialmente vacunado contra el pecado de soberbia, que es el primero de los capitales y que, como tú sabes, hundió en los abismos del infierno a Luzbel y “a sus monstruos en tropel”, como dice el himno de la Compañía.
—Vamos a ver, Antonio: ¿De qué le vale a un escritor aficionado tomar la alternativa y ganar el Premio Cervantes ‑pongamos por caso‑ para pasar una eternidad friéndose en las calderas de chapapote del infierno? Porque, la eternidad dura más que la resaca de una noche de botellón; la eternidad es larga y dolorosa como la crisis que nos aflige. Lo dice Bush y últimamente también don Pedro Solbes.
—¿Los dos hablan de la eternidad?
—No; de la eternidad no. Hablan ‑y no paran‑ de la crisis.
—¡Ah!
Pero ya que has ejercido conmigo la virtud de la caridad, no tengo más remedio que expresarte humildemente mi gratitud de aficionado; porque, a otra cosa… ¡a lo mejor!, pero a humilde… ¡no hay quien me gane! Eso que dices, de la genial ironía y el brillante desparpajo, me gustaría que fuera verdad; pero soy muy consciente de que, por amistad, mojas tu pluma en el tintero de la generosidad y la comprensión, para escribir con esa tinta con la que se obsequia a los pobres y a los aficionaos. ¿Para qué nos vamos a engañar? Aunque también ‑¿por qué no decirlo?‑, me gustaría que los escritores famosos bajaran de las cumbres del Olimpo y se pusieran a la altura de los amateurs. La literatura sería más humana y estaría más cerca de la gente de la calle, que es lo importante. La vida son cuatro días y dos verdades con las que todos deberíamos estar de acuerdo; lo demás son derivados lácteos.
Gracias, querido Antonio, por la caridad que dispensas a este pobre aficionado, sin tener en cuenta otros objetivos confusos y complejos como la conveniencia política o la oportunidad interesada. Tu escrito respira caridad y generosidad; y yo, de corazón te lo agradezco. A nadie ‑por muy pobre y aficionado que sea‑ le gusta que sus opiniones caigan en el pozo del olvido y del desprecio, ese abismo sin fondo que no se ve abarrotado jamás.
Un abrazo muy fuerte.
Dionisio Rodríguez.

Deja una respuesta