Descubriendo caminos, 2

07-10-2008.
Don Juan, así se llamaba mi maestro, que además era mi tío político, tenía mucho mérito. Toda su vida, enseñando en unas condiciones imposibles y un sueldo miserable, justificaba su malhumor con tanto niño rebelde. En el fondo era un buen hombre, culto y educado, pero con demasiados años para soportar tanta responsabilidad en la época en que yo tuve que asistir a su escuela.

«Mañana viene el inspector», decía una vez al año. Entonces, una mujer, pagada por el Ayuntamiento, fregaba el suelo, produciéndose un olor a humedad que duraba varios días. Llegaba el inspector. Gafas, cartera, gabardina y corbata. Nosotros, mejor peinados que de costumbre, lo recibíamos de pie, siguiendo órdenes previamente ensayadas.
—Ya sabe: tengo unos niños muy malos, algunos viven en las cuevas… Y ya ve: la casa está en ruinas… —nos prevenía don Juan de nuestros posibles fracasos en los interrogatorios a los que, seguramente, nos sometería.
—Enséñeme el cuaderno de rotación —decía el inspector.
Y don Juan mostraba orgulloso un cuaderno alargado de pastas duras, en el que cada día escribía un niño de las primeras bancas, es decir, de los que mejor letra tenían. Yo participé alguna vez copiando un texto de Hemos visto al Señor, libro que a todos nos entusiasmaba por los dibujos azulados que tenía en todas sus páginas y por las historias bíblicas que nos trasladaban a tiempos muy lejanos. Los demás libros eran áridas enciclopedias, compendios del saber, llamados libro verde, azul o amarillo, según el nivel desarrollado.
Era muy difícil ser maestro en la década de los años cincuenta. Aprendíamos lo poco que memorizábamos de aquellas tristes enciclopedias mediatizadas por una fuerte carga ideológica y una mitificación casi celestial de cuantos personajes históricos lucharon por la grandeza de España: Viriato, Reyes Católicos, Agustina de Aragón, Franco…, el caudillo que nos conducía a los españoles a un destino universal que nunca supimos cuál era.
Prietas las filas, con gestos marciales, caminábamos seguros con las banderas al viento y con la cara al sol hacia no sé cuáles montañas nevadas. Canciones de victoria que, para fomentar el patriotismo, nos hacían creer que éramos el mejor país del mundo… Por supuesto, después de los Estados Unidos.
Con diez años de edad sabía que sería maestro. Mis padres me predestinaron a tan sublime profesión desde mi nacimiento. Para mi familia, ser médico o maestro era lo máximo de las categorías sociales desde el punto de vista de la sabiduría. Como la medicina no estaba al alcance de las posibilidades económicas familiares, la segunda opción estaba más que decidida.
En las Escuelas Profesionales de la Sagrada Familia de Úbeda recibí una formación autoritaria como correspondía a la época, y mucho más en un colegio religioso; pero también, impregnada de sensibilidad social con un sentido crítico por las situaciones de marginación y pobreza que nunca han dejado de inquietarme.
Los recuerdos de mi adolescencia en el internado de Úbeda son contradictorios. De aquella isla de hospitalidad, como la describe Michel del Castillo en su novela Tanguy, guardo las mejores sensaciones; pero también aparecen en mi memoria algunas sombras, consecuencia de un sistema que fundamentaba el rendimiento del trabajo en el miedo al fracaso, el autoritarismo, el temor a la expulsión inmediata por incumplir las normas, la disciplina de cuartel…, que generaron en mí una preocupante inseguridad.
En siete años de internado adquirí una básica formación desde el punto de vista cultural. En lo religioso, pasé de firme creyente al escepticismo y a la duda permanente. Sin embargo, las inquietudes que en mí sembraron fueron determinantes en el deseo permanente de renovación. Aquellos profesores no sabían de estrategias de construcción del conocimiento, de cultura de la diversidad, de dinámica de grupos, de autonomía moral…; pero su sentido de la responsabilidad y la exigencia en la superación me influyeron profundamente.
Mi primera experiencia como maestro, tan lejana en el tiempo y tan próxima en el recuerdo, fue en el curso 1967-68, en El Puerto de Santa María. Tenía dieciocho años y una idealizada vocación fomentada tanto en el seno familiar como en el colegio de Úbeda. Quince años en la enseñanza privada (Écija, Linares, Cádiz y Málaga) me crearon interrogantes, cuyas respuestas me distanciaban de los fundamentos ideológicos de las instituciones para las que trabajaba. ¿Por qué la organización de los centros se hacía con criterios personalistas? ¿Había libertad de expresión en los claustros? ¿Los criterios de admisión de alumnos eran justos? ¿Por qué el sistema educativo favorecía la separación de clases sociales? ¿Por qué se permitía la segregación en la enseñanza privada? ¿Por qué, la educación como negocio…?
Con treinta y cuatro años abandoné la enseñanza privada y continué en la pública, que me parecía más integradora y democrática. Después de un período de reflexión y crisis, seguí trabajando por un modelo de escuela activa, participativa, cooperativa… Lugar de encuentro, donde disfrutamos cada día descubriendo nuevas formas de aprender; donde la construcción del conocimiento prima a su reproducción; y donde se hace realidad aquel pensamiento de Giner de los Ríos referente al profesorado de Universidad, pero que es igualmente aplicable a cualquier otro nivel educativo:
«Sustituid en torno del profesor a todos esos elementos clásicos por un circulo poco numeroso de escolares activos que piensan, que hablan, que discuten, que se mueven, que están vivos, en suma, y cuya fantasía se ennoblece con la idea de una colaboración en la obra del maestro… Hacedles medir, pesar, crear…, que interpreten los textos, que inventen, que descubran, que adivinen nuevas formas… Y entonces la cátedra (escuela) es un taller y el maestro un guía de trabajo, los discípulos una familia…». 

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