Descubriendo caminos, 1

“Cuanto conozco lo aprendí del viento, de la lluvia… de las cosas más sencillas”.
Pablo Neruda.
Venía de Guayaquil, una ciudad marinera de Ecuador castigada por unas inundaciones que dejaron a su familia sin trabajo y sin vivienda. El primer día que entró en la clase sorprendió su manera de ser tranquila, respetuosa, amable… y su nombre, Bryan, símbolo de la colonización encubierta de los Estados Unidos en Iberoamérica.

Con doce años de edad, apariencia de pocos recursos económicos y con un nivel de lecto-escritura inferior al de sus nuevos compañeros, nos cuenta que en su país la escuela es muy diferente a la nuestra. En el colegio que dejó, el maestro no lo tiene fácil con cincuenta y cuatro alumnos y sin más recursos que una pizarra y tizas. Los libros escasean y los materiales fungibles, excepto lápiz, goma de borrar y cuaderno, no existen. La disciplina se consigue con una regla. «iA reglazos!», dice Bryan como desahogándose de algún mal rato de su pasado inmediato.
Es educado, noble, sencillo y afectivo. Todos lo aceptaron desde que llegó y él se siente feliz participando en las experiencias educativas, sobre todo en el teatro, actividad en la que es especialmente valorado.
—¿Qué pensará Bryan de nosotros? —preguntó un niño después de oír la descripción que había hecho de su realidad escolar. Bryan no respondió, pero yo aproveché la ocasión para hacerles reflexionar sobre las enormes diferencias de recursos materiales que había entre la escuela de Guayaquil y la nuestra, resaltando los valores humanos que el nuevo compañero demostraba tener.
Un mes después, en una puesta en común, recordé la pregunta y pedí a Bryan sincerarse, diciendo lo que pensaba.
—Tenéis lo que queréis: teléfonos, calculadoras, ordenadores…; sin embargo, lo que más me gusta es cómo os ayudáis, sobre todo en el trabajo de clase —dijo.
—¿A qué te refieres? —intervino espontáneamente otro niño.
—En mi país también sufrimos como ustedes la contaminación de los mares por culpa de un barco petrolero —respondió—. Allí fue el buque Isabel el que inundó de petróleo las islas Galápagos. Aquí, el Prestige. Pero todo el mundo colabora limpiando el chapapote.
—¿Y de nosotros qué piensas? —insistió otro compañero.
—Ya lo dije. Me gustan los trabajos en equipo porque nos ayudamos mutuamente. Agradezco a los compañeros de mi grupo lo que hacen por mí.
El relato de su experiencia escolar me trasladó a mi infancia. Los de mi generación también fuimos educados en un modelo parecido al que Bryan dejó en Ecuador.
«Somos lo que somos gracias a nuestra memoria», escribe en la revista Tanteos José M.ª Ruiz Vargas, profesor de Psicología de la Universidad Autónoma de Madrid. Mi memoria me traslada frecuentemente a Bedmar, donde nací en 1949, encantador pueblo de sierra Mágina a la sombra del Aznaitín, «montaña majestuosa envuelta en un velo malva y coronada de blanco», como la describió Michel del Castillo.
Los recuerdos de mi infancia son imágenes de romerías de otoño, de fiestas en las huertas, de lumbres de invierno en las chimeneas del hogar, de baños veraniegos en albercas escondidas entre olivares… y mi casa, en la que crecí entre árboles frutales y toda clase de animales domésticos, descubriendo la naturaleza con el método natural de convivir con ella. Y la familia, preocupada en exceso por mi educación en una época en la que el futuro ofrecía sólo dos caminos: esperar la mayoría de edad para emigrar al norte en busca de trabajo o el internado de algún colegio religioso.
Desde los cinco hasta los diez años aprendí a escribir, leer, sumar, restar, multiplicar, dividir, algunos hechos bélicos de la Historia de nuestra madre Patria y catecismo. No recuerdo más.
Aquella escuela unitaria, con cincuenta alumnos y un maestro cercano a los setenta años, tenía el suelo de yeso, las paredes desconchadas, pupitres dobles de madera rugosa, una pizarra lateral que sólo veían los de las filas de la derecha, mapa de España a la izquierda, y detrás de la mesa del maestro, en la pared de enfrente, los retratos de Franco y José Antonio a ambos lados del crucifijo.
A las nueve de la mañana, después de rezar el Padrenuestro y el Ave María, la pizarra se llenaba de cuentas de diferentes grados de dificultad para que cada uno hiciese las correspondientes a su nivel. Después, el dictado, el copiado y algún dibujo para ocupar el tiempo hasta las doce, hora del Ángelus que, a toque de campana de la Iglesia parroquial, rezábamos con obligada devoción. A media mañana salíamos de recreo a la calle empedrada, que pronto se llenaba de canicas y de niños moviéndose tras ellas con el único peligro de ser atropellados por algún burro o rebaño de cabras.
Por la tarde, la rutina de un interminable recital de verbos, tabla de multiplicar y rezo del rosario nos trasladaba a vagos pensamientos, mientras el maestro paseaba por el pasillo central del aula con su enorme regla, iniciando cualquiera de estas letanías para, a continuación, comprobar que las seguíamos sin su ayuda.
Todos los días igual. Siempre aquellas palabras de «¡Silencio absoluto!» advertían que el incumplimiento de tan elemental orden podría suponer un palmetazo en la mano, un buen tirón de orejas o, si la insumisión era más grave, un buen rato de rodillas con los brazos en cruz.
Tan soporífera rutina sólo se alteraba los jueves por la tarde con la clase del catecismo en el corral de la casa. El método de enseñanza “desarrollaba” la memoria incomprensiva y mecánica a fuerza de repeticiones.
—¿Quién es Dios?
—Dios es nuestro Padre que está en los Cielos, Creador y Señor de todas las cosas, que premia a los buenos y castiga a los malos —repetíamos colectiva e individualmente.
El problema surgía si te lo preguntaban de otra forma. Por ejemplo: «Dime lo que sepas de Dios». Entonces te quedabas bloqueado ya que la fórmula ensayada era distinta.
Lo peor era entender el misterio de la Trinidad o el de la virginidad de María. «Fue que la Virgen María y el Espíritu Santo…» nos producía complejo de ignorantes que se solucionaba con palabras esperanzadoras del maestro: ya lo comprenderéis cuando seáis mayores.

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