Átropos…, 4

25-09-2008.
… Cuando me desperté, entre sed y sudores, en mi dormitorio revoloteaba un par de murciélagos, que se habían colado por la rendija que había dejado en la ventana y que, con ayuda del Cristo, nos habían salvado de la intolerancia del sueño, tan oportuna y milagrosamente.

Alivié mi sed con un buen trago de agua; y los sudores, con una ducha. Sin ganas de nada, destrozado por los tormentos, preocupado por la tétrica visión de Belisa, me apañé yo mismo unas tostadas que unté de mermelada. Un café, tan amargo como negro, completó mi desayuno.
A las ocho en punto, ya estaba tirando de la campanilla. Todo el Tanatorio estaba en orden y discreto silencio. En la sala de duelos, hablaban bajito una docena de personas con cara de haber dormido poco. Peor aspecto debía tener yo, pensé, dada la esperpéntica noche en que me había salvado de la hoguera aquel grito desgarrado.
Aquellos doce o trece huéspedes eran los parientes de Ramón y Eufrasia que habían hecho “duelo redondo”, mientras los difuntos descansaban en sus limpios catafalcos.
Mi primera obligación era la de subir al piso principal. El silencio era espeso. Abrí el cajoncillo de los recados. Sorprendentemente aquel día no habría señalamientos.
Desde el fondo del corredor, una voz me saludó a la vieja usanza, con un «¡Ave!». Me nacieron tan profundos recuerdos, que yo respondí instintivamente con un «¡Ave, Belisa!».
—No, no soy Belisa; tampoco soy Maya. Soy Átropos.
—Perdone señora, le contesté. Es que su saludo me ha traído viejos y bellos recuerdos.
No hubo respuesta por parte de Átropos. Sí que, con un movimiento lento de su brazo, me indicó que me aproximase hasta ella.
Me atreví a mirarla. Era una mujer delgada, de formas canónicas a la que, si bien quedaban apagadas por la largura del hábito monjil, un ceñidor de seda blanca se encargaba de redondear sus caderas.
Al comprobar mi descaro en la mirada, Átropos me invitó a que me aproximase más hasta ella. Obedecí. Cuando estaba tan cerca que hasta un beso hubiese sido posible, me quedé paralizado. Sobre su túnica, colgaba un medallón de esmalte blanco en el que relucía un tarando negro, que ante mi proximidad comenzaba a palidecer.
Átropos debió sentirse feliz de tenerme a su lado, porque de sus labios, inesperadamente, salieron estas palabras:
—¿Te podrás quedar esta noche conmigo?
Y lo inexplicable fue que, con esta invitación, parecía haber adivinado un deseo que ya había brotado en mí.
—¿Pero… hay habitación para dormir? —le pregunté.
—¿Acaso no tendrán sitio los vivos, en la casa de los muertos? —fue su contundente respuesta, al tiempo que, levantándose con la lentitud de una sacerdotisa, me alargó el tarando para que lo besase.
Desde entonces me quedaba a disfrutar de las noches largas del tanatorio. Lo hacía en una sala que, para deudos pudientes, existía en el mismo piso donde descansaba Átropos, junto al largo pasillo que conducía a sus habitaciones.
Era aquel aposento un dormitorio con cama doble y baño, coqueto, parecido a la habitación de un hotel de tres estrellas, apto para cita de amor o granizada de metal en una sien cansada.
En la semana que estuve pernoctando junto a las acacias, no hubo muerto adinerado que me desplazara de allí.
A los pocos días, es decir, a las pocas noches, me desperté de madrugada. Fue un ruido familiar lo que me levantó de la cama, como si alguien estuviese trasteando en el cajetín de las citas.
Salí al pasillo. Un frío intenso y perfumado se extendía a lo largo del corredor. El cofrecillo de las cartulinas estaba semiabierto. Tiré de él, abriéndolo completamente. Junto a la primera ficha, había una hoja limpia de papel amarillo, con grafías violetas. Lo cogí y me puse a leerlo con avidez:
«En un llano abismal de la Atlántida hundida está Caronte, donde los vientos submarinos soplan impelidos por dos fuerzas: Amor y olvido. Hasta ese mar profundo llegó mi cuerpo desde las aguas dulces de Tartessos. Ven a mí y nos volveremos a desear, lejos de la luz, en el apocalipsis de los plutones».
Aquel texto me fue indescifrable. No lo entendía en su totalidad, aunque algo en mi interior volvió a inquietarme. Me guardé el mensaje y volví a la cama, no sin antes recordar aquel párrafo segundo de la llamada Tabla Esmeralda del Hermes, que dice:
«Lo que está debajo es como lo que se encuentra arriba y lo que está arriba es como lo que se encuentra abajo, para hacer el milagro de una sola cosa».
Al día siguiente hubo un solo encargo. No tuvo otra peculiaridad que la de que el avisado fue un viejecito de la Residencia de ancianos. Cuando fui a cumplir con mi obligación, vi al cura de los jueves, que al parecer no me reconoció, ya que su acostumbrado saludo brilló por su ausencia.
Durante la vigilia de aquella noche, el insomnio volvió a aparecer. Era imposible alcanzar el sueño. Sobre el pasillo cárdeno, un ir y venir constante, un abrir y cerrar puertas, unos paréntesis de calma a los que seguían leves estridencias, hacían que me preocupase por Átropos, a la vez que, una elemental prudencia me aconsejaba no inmiscuirme en los trajines nocturnos de mi dueña.
Pasaba ya una hora de la medianoche, cuando oí unas pisadas cautelosas, medidas, como siembra de besos sobre las losas, mientras que un fluido, penetrante como el azufre, invadía mi estancia.
Se abrió la puerta. Una espléndida figura, esbelta, como salida de un volcán apagado, silueteó el rectángulo de la puerta de entrada. Iba descalza sobre las nieblas; no así los brazos que, entresaliéndole de una túnica blanca, los adornaba con guantes de sedas amatistas hasta los codos.
En aquella figura que el contraluz alumbraba desde el pasillo, se adivinaban placeres profundos, capaces de desvelar mis abandonados éxtasis.
Su rostro destilaba un aroma especial; sus pómulos parecían de cera.
Semidesnudo entre las sábanas, me incorporé nervioso y confundido. Ella avanzó hasta el cabezal de mi cama. Se sentó sobre el croché del almohadón, mientras yo sentía el sabor del pánico.
Un extraño fuego quemó las aureolas de mis pechos. Se aproximó hasta mi boca, sentí el mordisco del deseo y, al instante, el estallido de un beso gélido puso delirios en la larga noche.
Cualquier clepsidra solar, ante placer semejante, hubiese quedado varada en eclipses.
Una voz profunda, me dijo: «Estruja los silencios de esta noche. Pon albas de escarcha a tu ocaso, chasquidos de labios a tu última madrugada de amor. Recibe ‑son testigos las acacias‑ este dulce licor en el ánfora de mi boca».
Bebió ella y bebí yo. Al principio, sus labios pusieron en mi lengua sabor a cerezas; luego, poco a poco, acosado por sus besos, prisionero de sus piernas, atrapado por sus brazos, aquella experta amazona cabalgó sobre mis espasmos hasta el desmayo.
Fue entonces, al dar Átropos su último grito, al quedar sus senos jadeantes sobre mis latidos, cuando sentí en mi boca un sabor amargo hasta el vómito. Átropos no me había dado a beber licor de cerezas, sino el veneno con que los dioses incas llamaban al sueño: la nicandra.
abaco3000@infoandujar.com

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