07-09-2008.
Era el sexto curso de su aventurada vida en la Safa. Iba por el segundo trienio. La nómina, in statu quo seguía. Un poco más de trescientas pesetas le faltaban para llegar a los veinte duros/día. Y, sintiéndolo mucho, volvió a sus clases particulares. Le dolía restarles tiempo y atención a sus muchachos. Y le apenaba, por quitarse a sí mismo horas de gozo, por no verles crecer. Pero le urgía allegarse algún dinero, para sortear con dignidad su estancia en Madrid.
Entre grupos y algunos por separado, le ponían en la mano a fin de mes trece mil, catorce mil pesetas. El precio prestigia al profesor. No le faltaban algún regalo, consideración e invitaciones… Que no era pequeño sobresueldo. Años hacía que, en esos conceptos, andaba él en números rojos.
Fue todo tan arremolinado, que Burguillos casi no supo cómo pasó… El ocho de abril se vació el colegio. Se habían convocado oposiciones de Magisterio. Opositar para dar con los huesos en una escuela, por mil ochocientas o dos mil pesetas… ¡Ni loco! Como no fuera en Las Hurdes…
Jerónimo Roldán, Joaquín Mora y José Luis del Pie acudían. Y ellos le animaron y convencieron. El día doce dormía en el Hotel Rosario. ¡Qué vergüenza, si lo suspenden! Era una locura… ¡A qué correr ese riesgo de ridículo y desprestigio! Recogió los apuntes de FEN y se acostó. Mañana, con la aurora, a Úbeda.
La madrugada lo cambió. Y después de un ejercicio tras otro, se encontró con el número dos. José Luis del Pie fue el número uno.
Seguro estaba Burguillos de que no podía volver a la Safa. Ya ese curso lo llamaron en los amenes de las vacaciones. Y fue cosa del Rector. Pero este año, tras el encontronazo con Diego… ¡Ni con bula papal! ¡Y cuán encabritado se le puso el clero…! A punto estuvo del sambenito y de los exorcismos. Quizá estarían faltos de alicientes de más sustancia. Porque la cosa no fue para tanto.
Tiempo le faltó al Rector para convocarle a su presencia. Burguillos se dispuso para el encuentro. Y, antes de repicar en la puerta, se santiguó con un garabato y esbozó como un cómico amago de genuflexión. A modo de parodia. Quizá para cerciorarse de que no llevaba miedo alguno.
El padre Rector, muy arrectorado y distante:
—¿Qué le pasa, Burguillos? ¿Se encuentra usted bien?
—Bastante quemado, padre.
—¿De qué? ¿De qué?
—Del sol. Todo el día a pelo en esos patios. A veces temo una insolación…
—Vamos a ver… ¿Qué le pasa a usted con el pobre don Diego…? —Y metió los agudos de las ocasiones extra—. No le deja usted vivir. Le agrede… Ayer mismo le invade usted la clase. Son faltas graves de caridad… Y yo, como superior, no estoy dispuesto a tolerárselas.
Aunque bien le cuadraba decirle «Pare el carro, padre, que lleva usted los bueyes desmandados», muy académico, alzó Burguillos la mano.
—Si usted me lo permite, padre… Le veo a usted muy posicionado ya antes de escucharme. Yo no he agredido a don Diego. Tras unas palabras, en signo de humor y reconciliación, simulé besarle la calva… Ni un pelo le he tocado.
Y no pudo menos que sonreírse.
—No es para reírse, Burguillos, cuando anda por medio la dignidad de las personas.
—La dignidad se deteriora y se pierde cuando se comenta lo que no se debe. Y mucho más cuando se deforma maliciosamente.
—Por favor, Burguillos, no se exceda usted en juicios gratuitos…
—Padre Manuel, yo sé lo que he dicho en el comedor. Y en nada coincide con lo que a usted le llega. Ya está comentado entre nosotros. Lo de ayer, júzguelo usted: don Diego da clases en la misma aula que yo. Y, por horario, debe terminarlas a las doce en punto. Y a esa hora debo entrar yo. Cuatro veces le he llamado al orden. Ayer, a los diez minutos de espera, entramos. ¿No le parece, Padre, que ya es mayorcito para dar el espectáculo de histerismo que dio ayer…? ¡Y venir luego corriendo a chivarse a su mamá…!
Y le retoricó cuanto quiso. Mieles de entrada:
—Nadie duda de su competencia como formador…
—Padre, me gusta oírlo. Pero yo sólo soy un aficionado y toco de oído.
—Y todos reconocemos su ilimitada influencia sobre los chicos… Pero ‑sartenazo al canto‑, es usted muy difícil. Se excede en todo. En el trabajo, en el dominio de sus chicos… Su División es un coto cerrado. Ni el padre Prefecto se atreve a entrar. Además, el padre Mendoza…
—Padre, ¿no será todo cuestión de ritmo? Acaso, el de los chicos de la Segunda les desborde un poco. Y esto les venga mal a sus esquemas. Yo entiendo, Padre, que es el educador el que ha de acoplarse al educando y no al contrario.
Y muchas más cosas le dijo y no con buen talante. Le recalcó con énfasis:
—Es usted absorbente. De las cien oportunidades que cada chico tiene de ser influenciado, usted copa las cien.
«Vieja cantinela, allá, junto al Pisuerga…», pensaba Burguillos.
—Padre, creo que es cuestión de perspectiva. Ustedes lo ven en mí como absorción excluyente. Yo, sinceramente, lo veo en ustedes como celotipia sangrante…
Y se prolongó la esgrima con más de un puntazo por ambas partes. Burguillos salió con mal sabor de boca. No había estado a buen nivel humano. ¿A qué venía esa actitud retadora? ¿Olvidaba acaso que cada jesuita de la casa era como un macho de los de Vulcano, martilleando sobre un yunque de platero? Pero por dentro se sentía confortado, pues no había sido timorato, fácil de acoquinar… ¡Que a cada tarascada suya, buenos colmillos le enseñaba él! ¡Mal hecho! Porque, además de exasperarle, le restregaba con arena su conciencia de señor. Y menoscababa el respeto debido a su condición de director de la Safa. Es como lo de «padre Manuel», que a Burguillos mismo le sonaba a guasita. Tal como cuando a Navarrete le llamaba «padre Rafael». Que ganas le venían de cantarle aquello de La Dolorosa: «Mucho me da que pensar el hermano Rafael…».
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