
Hace treinta tres años que nuestro conocidísimo Hospital de Santiago dejó de cumplir las funciones para las que fue diseñado: las de atender el alojamiento y cuidado de enfermos, y como lugar de culto y oración.
La creación de las modernas y amplias instalaciones sanitarias de la Seguridad Social, como los ambulatorios y el Hospital general de San Juan de la Cruz, tomaron el relevo de la magna y benéfica labor que había estado prestando, justamente, durante cuatrocientos años esta institución hospitalaria.
Concebido por Diego de los Cobos y diseñado por Andrés de Vandelvira, para cumplir la finalidad anteriormente expuesta, nuestro querido Hospital de Santiago actualmente desempeña las funciones de Centro Cultural y Palacio de Congresos. Unas finalidades totalmente compatibles y acordes con la estructura y el marco arquitectónico de este emblemático monumento. En qué mejor lugar para llevar a cabo todo tipo de conferencias, charlas, encuentros, convenciones, conciertos musicales, e incluso exposiciones de cualquier manifestación artística.
Eso sí: que no conlleven la presencia de artefactos varios de gran volumen difíciles de manipular y que requieran la utilización de maquinaria motorizada. Bajo la denominación de Palacio de Congresos, se llevan a cabo actualmente en nuestro querido Hospital de Santiago un sinnúmero de exposiciones que no encajan en este escenario arquitectónico. Quizás, el desmesurado afán de “ponerlo en valor”, o quizás la falta de sensibilidad o de conocimientos artísticos, o quizás la carencia del más elemental sentido común, sean los responsables de que se hayan visto exposiciones tan variopintas y exóticas como las que llenan el magnífico patio renacentista de vehículos a motor, sorteando las columnas, poniendo en riesgo la solidez y la uniformidad de la solería, contaminando el recinto y llenando de grandes y diversos armatostes las galerías y huecos arqueados. Operaciones que, sin la menor duda, encierran cierto riesgo por cuanto se trata de la utilización de una maquinaria susceptible de fallos y averías, manejadas, evidentemente, por personas que también están sujetas a errores y desaciertos y que muy fácilmente pueden originar perjuicios difíciles o imposibles de subsanar.
Pensemos, al respecto, la fuerte subida de nuestra adrenalina con la contemplación de estas bastas operaciones mecánicas entre la fragilidad y esbeltez de las columnas de mármol. Y es que no se puede ser tan pasional con lo nuestro, con nuestros valores monumentales, que pretendamos que valgan para todo, como si fuera una especie de “ungüento amarillo” con una función pretendidamente polivalente. Es más, si pudiéramos, no faltarían quienes se llevaran el Hospital de Santiago a la mesita de noche de su casa. Todo y todos tienen unas limitaciones y, en este caso, las de los políticos, que son los responsables de la gestión del monumento, son especialmente acusadas, con un sentido común bastante recortado, no sabiéndose muy bien si sobrepasa más allá de dos palmos a sus narices.
Pero no acaban ahí todos los disparates: estas exposiciones, que usan tan inadecuado escenario, van acompañadas de profusión de anuncios y propaganda con enormes carteles que tapan los ventanales y cuelgan de la fachada. No les son suficientes los discretos mástiles situados en la lonja, que debían ser los únicos anuncios permitidos. Todo ello impacta negativamente en el conjunto, desvirtúa la línea arquitectónica y destroza la visión del monumento. Aún hay más: ¿cuándo se van a desmontar los reflectores luminosos instalados en las columnas de los leones de la lonja, cada uno con su correspondiente e impresentable instalación eléctrica?

Debo concluir, advirtiendo que si las medidas correctoras para subsanar todos estos graves desaguisados deben venir de decisiones políticas ‑arreglados estamos‑, habrá que certificar entonces que nuestros monumentos son demasiado importantes como para dejarlos en manos de los políticos.