23-07-2008.
El verano de mil novecientos cincuenta y ocho fue, como todos, una fiesta. Burguillos zascandileó mucho menos porque necesitaba estar con sus padres, con su gente. Perderse en el campo y pendonear de era en era viendo senaras y el gozo de un buen año le satisfacía.
La paz y la desnudez silenciosas de la campiña castellana eran un regalo para meditar y encontrarse. Él no las desperdiciaba. Tras la visita vespertina al Santísimo, su templo era el campo… Eduardo, suelto, sin traba alguna, respigaba el rastrojo. Burguillos, sobre una paca de paja crujiente, sentado al último sol, pensaba, leía o bendecía a Dios. Perdices y algunas alondras contrapunteaban el silencio cálido, luminoso que, hondo, hondo, le serenaba el alma. Y ya cubiertos de estrellas, volvían a casa hermanados el bruto y el hombre. Otras tardes, solitario y a pie, Burguillos enhebraba caminos que le llevaban a herbazales o arroyos húmedos donde, siendo niño, cazó con sus perros algunas codornices… O se deleitaba pateando tortuosos caminos polvorientos… Y silabeaba con sacro fervor:
Yo voy soñando caminos
de la tarde; las colinas
(…)
¿Adónde el camino irá?
Yo voy cantando viajero
a lo largo del sendero…
‑La tarde cayendo está‑.
En el corazón tenía
la espina (…)
La tarde más se oscurece;
y el camino que serpea
y débilmente blanquea
se enturbia y desaparece.
Mi cantar vuelve a plañir:
(…)
de la tarde; las colinas
(…)
¿Adónde el camino irá?
Yo voy cantando viajero
a lo largo del sendero…
‑La tarde cayendo está‑.
En el corazón tenía
la espina (…)
La tarde más se oscurece;
y el camino que serpea
y débilmente blanquea
se enturbia y desaparece.
Mi cantar vuelve a plañir:
(…)
No sabía si éste entraba en el lote de los poemas más brillantes de don Antonio. Pero a todos sus discípulos se lo hizo aprender de memoria… Y en sus trotes cotidianos por los nuevos caminos, viejas trochas y ramales, seguía recitándolo como una oración… Porque se le figuraba que esos caminos machadianos, atormentados, eran sus destinos. La “tarde”, su vida… Solamente la “espina”no le cuadraba. Que él, la suya, no había podido arrancársela. E hipersensibilizado, envuelto en la noche, recordaba y recordaba el camino en que estaba embutido: la Safa. En tierra extraña. Una obra que no acababa de ganarle ni él de hacerla suya. Con unos jesuitas ásperos, cuando menos, y no de la “mesma” color que los de su formación. Y se preguntaba: «¿Adónde el camino irá?». Porque bien presentía que Úbeda no era su destino. Y el dolor, la ansiedad, le llenaban los ojos y le laceraban la vida adulta… Y movía la cabeza como en un reproche a Dios, parapetado e impasible tras el biombo de las estrellas.
«¿Por qué a mí, Señor?» —se decía—. «Todos mis amigos de infancia, casados, tranquilos y con hijos. Los que dejaron el Seminario, casados y situados están. Y los que mantuviste contigo sudan tu viña y palmo a palmo extienden tu Reino. Y yo, como un perro desvalido, husmeando senderos…».
Y, en casa ya, superaba esa hora baja, contestando cartas a sus muchachos. ¡Dios, cuántos le escribían! Cada día, el cartero, a la hora de comer, siempre le entregaba algunas.
Para Burguillos, estas cartas de cada día eran como un centro de rosas. Las contestaba con alegría y trataba de ajustar, de personalizar la respuesta al carácter y situación de cada uno.
Antes de incorporarse a la Safa, pasó unos días en Madrid. Madrid le atraía… por todo. Las grandes librerías le exprimían el enjuto bolsillo. Sólo las tiendas de antigüedades y los caballos le han exasperado tanto el afán de ser rico. La madre Safa acudía puntual a liberarle de sus apetencias desapoderadas. Madrid seguía siendo para él, como siempre, e igual que Isa, el recurso postrero… para cuando sentase la cabeza o le “trompicasen”de la Safa.
A Burguillos le escocía el tiempo cada vez más. Zamano y otros le zaherían con el plato de lentejas. Siempre tenían algo a punto. Él, a solas, con la boca amarga, recordaba un decir de su pueblo: «El que a los veinte no es valiente, a los treinta no casó y a los cuarenta no es rico… ¡Arre, borrico!». Y entre unas cosas y otras le enturbiaban la alegría de volver a Úbeda.
Siempre hacía Burguillos el viaje pegado a la ventanilla, devorando paisaje. Esta vez llegó a Los Cerros con el ánimo encapotado, dubitante. Pesaroso casi de haber gastado tiempo y dinero en adquirir libros y materiales para el mejor funcionamiento de las actividades: cartulinas, pinceles, acuarelas… Se alegraba de no haber cargado con un magnetófono.
Llegado a Úbeda, no se le fueron tibieza y reservas. Preveía otro curso de mal comer, demorando, engañando en provisionalidad la solución definitiva de su estado. El aut, aut de su columpio interior seguía, imparable, su eterno vaivén. Y en tanto se hacía el milagro, Burguillos ¡a trabajar! ¡A compensar con entrega la neutralidad que esterilizaba su vida! Y cuando tenía sosiego para hablar a Dios, le preguntaba:
—¿A qué estoy jugando, Señor?
Y, con mucha duda, le parecía escuchar lo que le gustaba oír: «Es que hacer felices a cien jóvenes en el esfuerzo y la seriedad, y verte correspondido ¿no es un valor? Es que humanizar, educar con esmero a cien hijos míos, sobresalientes en capacidades ¿no es quemar la vida en algo importante?».
Y como dudaba si no estaría escuchando el eco de sus deseos, seguía arguyendo:
—Señor, si no soy más que un pretencioso. Un iluso incapaz que pastorea a los chicos con versos y triquiñuelas. Hábil en ocultar sus taras y minusvalías…
Y de cualquier bolsillo le brotaban consuelos a tutiplén: «¿Es que quien te sustituya va a entender y querer a los chicos más que tú?».
Y Burguillos tenía certeza de haber hablado a Dios, pero no con Dios. Sí, que dudaba de que alguien pudiera querer a los chicos tanto como él.
Llegaron los muchachos y todo cambió. El colegio, las calles de Úbeda… Hasta los cerros y el valle de sus ojosestrenaron otra luz. Nueva, más tamizada, evocadora, preludio del otoño. Bandos y ramilletes de niñas en flor animaron la avenida del colegio. Los recién llegados ‑se le veía en los ojos‑ traían el breve zurrón de su vida bien cargado. Experiencias nuevas, romances, amoríos, desengaños como latigazos… Todo lo que a esa edad hace de la vidaun huerto florido de ilusión, inseguridad y promesas. Dispuestos venían a hacer un gran curso. A beberse los vientos. Y esa noche se durmió Burguillos pensando que su gente era como su viña. Rica y variada en frutos. Y que a él, viñador, le correspondía ayudarles a madurar para que se exprimieran como racimos bien sazonados en la copa de su personalidad.
Como novedades, dormitorio y comedor exclusivos para su División. Al taciturno don Benjamín se lo sustituyeron por don Isaac, más curtido en lides y escaramuzas de la Safa que el Gran Capitán en batallas.
En deporte, la liga de fútbol siguió siendo el corazón de la tarta. Y se estableció una final solemne. Con festejo y trofeos jerarquizados para todos los participantes. Se primó al baloncesto. Y se oficializó una olimpíada de larga duración. Alguien vio a Juan Cabrerizo cruzar a pie medio Madrid, escuchando infamias. Con una pértiga al hombro amenazaba las cabezas de los transeúntes. Y, a los pocos días, todos vieron a un chipilín en todo lo alto del palo. Sólo Burguillos, en los manteos de gala, superó las alturas que alcanzaba Lara en sus saltos de pértiga. Antonio Lara, que lo mismo encestaba el balón que goleaba al “Chili”, o te hacía un romance y lo adaptaba a la guitarra… Años más tarde, en autoestop se iría a Suiza. Y tan bien habló de Lorca a los suizos, que lo harían doctor y catedrático de Universidad.
En la dirección espiritual de la Segunda, al padre Gómez le sucedió el padre Estrade, con su pecera. El que sucedió al padre Estrade venía de Londres. Enjuto, delicadamente amable. La leve pincelada de su sonrisa no lograba ocultar su espíritu serio y ascético. Burguillos no se hizo con él, ni él con Burguillos.
Burguillos atendía a los chicos en todo lo concerniente a su formación integral. Nunca fue muy dado a dicotomizar al sujeto en espíritu y materia. Nunca, a la hora de la confidencia, acotaba áreas. Ni tampoco allanó intimidades. Entendía que en toda entrevista, una actitud abierta estimula la confidencia. Y hay que tomar lo que te suelten… Con respeto y gratitud. Como en la vuelta al ruedo recoge el matador cuanto le llega de los tendidos: con alegría.
No sabía Burguillos por dónde surgió, desde pronto, algo más que respeto mutuo. Ni supo dar con la causa. Acaso pensó que el padre Jesús Mendoza, por ser jesuita de los de muchas teologías, le consideraba a él como al clásico vigilante impersonal, descolocado y hambrón. De esos que se acogen al amparo del clero. Favor que autorizaba al clero a anularles, manejándoles como a un dominguillo… Y se decía: «Parece hombre de Dios, celoso, místico… Seguro que viene a por todas… Y prevalido en su anglocultura y de su condición de hijo del amo, me arrasa el huerto. Y ¡adiós mi Humanismo! Frustra mi labor, me pone a los chicos a remojo en agua bendita y me los resacraliza».
Burguillos, en sus parvos saberes pedagógicos y por eso de no arriesgarse en caminos desconocidos, pretendía, antes de nada, potenciar, plenificar la humanidad de cada ser humano que se le encomendaba. Desde su profanidad, pensaba que el aporte más valioso y seguro que podía hacer a su muchachada era ayudarles a desarrollar su humanidad y todas las capacidades que la madurasen armónicamente. Y, a partir de ahí, sin otro fundamento que su experiencia pasiva, esbozó su plan general. Su epítome de la Paideia. Bien persuadido estaba él de que el estilo, la aculturación de una colectividad adolescente favorecen o inhiben el desarrollo de la personalidad. Y, apoyado en esta creencia, puso toda su alma en crear un clima que favoreciese el afloramiento y desarrollo de la personalidad. Y manejó el ambiente y toda actividad como acicates que avivasen potencias dormidas.
Enamorado de la palabra, a veces hacía de ella ariete. Las más, ungüento para bizmar. Y siempre la llevaba encima como candela para clarificar; y para encender entusiasmos. La mimaba. En su tarea cotidiana era como una sintonía. Con ella despertaba y aconsonantaba el ritmo bullidor de sus muchachos. Por ejemplo, en las clases de Literatura o en sus charlas, a sabiendas de que el inconsciente por sistema rechaza los términos negativos, Burguillos era pobre en usarlos. Porque son reactivos y connotan siempre frustración, desistimiento, represión. Manejaba, en cambio, palabras abiertas, cargadas de contenido dinámico, explosivas de vida. Y las dejaba caer como semillas ungidas de virtualidades y futuro.
Y, sin excluir a Dios de su función educativa, también era parco en místicas y agua bendita. Obsoletos, consideraba Burguillos aquellos collarines e insignias que en ciertos actos proclamaban la excelencia de algunos estudiantes sobre el resto de compañeros discriminados. Y, leyendo su manual de cicatrices, recordaba santos directores espirituales. Comidos de la gloria de Dios, algunos seempeñaron en hacer santos, a contrapelo de la naturaleza humana y a golpe de azuela y de infierno.