El expolio, 4

29-06-2008.
Proseguí mis estaciones hasta el glorioso “gólgota” del Ateneo, esperando no tener caídas ni demoras. Estaba impaciente por volver a llamar al Cáliz de Cristal. No pudo ser. Me salió al encuentro, desde la Peña “de los señores”, un viejo y conocido amigo.

Mi aversión a tal local era tan grave como congénito. De haberme apropiado algún día de los democráticos votos de las pedanías, el primer bastonazo de corregidor hubiese sido declarar en ruina esa casona, incluso a riesgo de prevaricación.
Mis motivos para tal fobia eran varios. Todos los soportaba excepto dos: el falso espejo de la fachada, tras el que se escaqueaban los socios numerarios y, lo que me era más mamante, que el administrador de aquella época y encargado de cuotas, recibos, bonos, fichas y barajas, más señorito que Romanones, presumiese de que el querubín de su vástago hubiese salido “progresista”. El tiempo, que lo sana todo, pronto curó sus extravíos y los puso en su sitio.
Si en mi Peña Cultural de la Plaza Vieja permanecía lo justo y necesario; si a aquellos socios de seiscientas al mes y dominó les zurraba en mis crónicas por su desmesurada afición al ojeo hembruno, a los “tapaos” de la calle Ollerías prefería ignorarlos y evitar querellas. No estaba la justicia para minucias. Una sola vez arremetí contra el biombo de cristal azogado, tras el que, los muy tunelas, siguen husmeando sin dar la jeta; y hubo tratante de turbios y fanegas que se acordó de mis parientes hasta el tercer grado, cosa que es de agradecer.
Comenté en aquella ocasión, en el desaparecido Eco callejero, que si los de la Deportiva fisgoneaban a riesgo de no doblarse con el seis doble, éstos de la calle señorial ni se despeinaban. Al tiempo que te cantaban escalera de color, contemplaban a las “jamonas” camino del mercado. Si callejeaba por los frentes uno de izquierdas, levantaba la mano como los faraones egipcios invocando a Isis; si por el contrario era algún facha en peligro de extinción, tatareaba “Montañas nevadas” nostálgicamente. Incluso los había que de repente iban a “menores” cuando por la puerta entraba algún director de banco despistado.
Si en mala hora se le ocurría pasar por allí a un tal Torrente Llesti, temblaban los cimientos del edificio. Se daban de narices contra el espejo y cantaban esa hermosa canción de Aceituneros altivos con la letra trucada y música de réquiem.
Motivos tenía, pues, para no poner los pies en tal lugar; pero ante la insistencia del socio y la morbosidad por comprobar las reacciones que provocaría mi visita, divisé la calle a través del espejito para rueda de reconocimientos.
La intención de mi anfitrión, buena o malévola, era que interviniese en un controvertido debate: si un tal Pérez o un cual López se llevaría el cetro a su despacho.
Coincidían estos paisanos en otras tantas virtudes: su permanente desatino por modificar el PGOU (Plan General de Ordenación Urbana), sus devociones romeras y su profesión de alarifes venidos a más hicieron que su palustre y esparavel le avalaran ante el Manto de Oro de la Morenita, cosa que ya habían conseguido otros.
Percatados de mi presencia se callaron al instante, momento que aprovechó, para decirles:
—¡Dejad a Pablo que os dé su opinión! ¡A ver si os aclara las ideas!
—Nada tengo que enseñar a estos señores —le dije—; más aún cuando alguno de ellos tiene el calor de la MADRE en sus brazos.
Mi amigo insistió y no tuve otro remedio que inventarme un sermón…
—«La fe mueve montañas» —les dije y proseguí—. A corona ida, corona puesta. Todo se solucionará con la fe de los romeros, las limosnas de los pobres y las oraciones de los ricos.
Una vez que soportaron mi sermoncillo, un tal me dijo:
—¡Pareces un cura cuando hablas, pero llevas razón! Vamos a organizar un triduo, que pagaremos entre todos de nuestro bolsillo y ya veremos el palustre que se lleva el cetro.
Al ver, a través del muro acristalado, que don Celedonio, el párroco de Santiago Apóstol en la Lagunilla, llevaba la dirección del Ateneo, me despedí de los contratistas con un «¡Hasta luego!» y abordé al sacerdote que, en un barrio tan pobre como Belén, llevaba años abriendo las puertas del pesebre a los ángeles perdidos en la noche de la insolidaridad.
—¿Cómo te fue, Celedonio, en la noche de autos? —le pregunté.
—Mi iglesia la guarda el diablo. Si dejase las puertas abiertas quizás entrasen las lechuzas, como en Baeza. ¿Qué se van a llevar como no sean medias velas o las telarañas del cepillo? Ya sabes que los hijos del Zebedeo eran pescadores de bajura… ¡La droga, hijo, es lo que me duele! ¡Las madres dolorosas y los hijos encarcelados me importan mucho más que los oros de los hombres sobre EL LIRIO de Nazaret!
Con esta inusitada respuesta, don Celedonio intentaba poner el dedo acusador en las llagas de la juventud. Su experiencia diaria entre las quinceañeras del Instituto de BUP, su vocación de cirineo en la cruz de las madres y su desesperación al ver el goteo de jóvenes que iban cayendo uno tras otro, le habían hecho sospechar que los autores de los robos podrían ser alguno de los enfermos drogadictos del entorno.
—No creo, don Celedonio, que hayan sido los toxicómanos. No están nuestros jóvenes tan informados en cosas de iglesia y conventos como para limpiar la era bajo un diluvio. Ellos con un tirón o tres descuidos, apañan su maldita jeringa.
—Puede, puede que lleves razón, hijo mío. Ojalá aciertes: que ya hay bastantes lágrimas en algunos hogares.
A la altura del Ateneo nos despedimos, con un «¡Vaya usted con Dios!».
Al entrar, me fui directamente al teléfono. Marqué un número. No lo cogían. Insistí un par de veces. ¡Nada de nada! El silencio del Cáliz de Cristal me hacía comprender la angustia de Getsemaní.
Pedí un “castillo” a María Luisa. Mientras lo paladeaba, mi pensamiento se extravió por los acuarios de Maya, por las celdas de Belisa. Mi imaginación urdía historias para no dormir y leyendas para poder vivir.
De repente, tuve una ocurrencia. ¿Por qué no llamar al Centro de Estudios Esotéricos de Toledo? Allí era donde Talestris debía dar “la conferencia”. Tal idea me reconfortó tanto que, con toda discreción llamé a María Luisa y le dije que volviese a llenar la copa, con invitación incluida para ella.
Llenó, se mojó los labios y me dio las gracias con una sonrisa.
A pesar de mi imprevisto optimismo, la procesión la llevaba por dentro. No me apetecía hablar con nadie. Instintivamente y sin pretenderlo me encerraba en mis nieblas, inundándome de grises.
Estaba irremisiblemente enganchado a una presencia, a una mirada, a una voz, a una erótica, a un misterio. Si Maya había intentando arrastrarme a los fondos del pantano, Belisa me tenía amarrado a su cuerpo con bramantes tan poderosos como sutiles.
No encontraba medio de arrancar de mi frente los pájaros de sus ojos, los yugos de sus manos, la indisciplina de sus caderas…
El desgajar de mis memorias la pulcritud de sus palabras, el timbre de su voz, la lujuria de sus citas y la droga de sus versos, era tarea para un loco.
Aquella mujer, aquellas ¿dos mujeres?, habían engendrado en los rincones de mi fantasía crisálidas para la obsesión. Nunca me había sentido tan esclavo de un espíritu, jamás tan sumiso a un perfume de mujer. En mi corta historia, nadie me había subyugado con tanto hechizo; nadie me había postrado; jamás me había abrazado a unas piernas como un demonio.
De estos pensamientos me sacó una voz cantarina e inocente. Era Miriam, el ángel del Ateneo, que a las dos en punto, como era costumbre, buscaba su ración de besos y patatas fritas, mientras su “tata Conchi” tomaba dos tintos como mandan los cánones.
Miriam estrelló contra mis miedos sus dos años de luz, como si aquella pureza andante quisiera sacarme del marasmo en que me enfangaba. La tomé en brazos y nos fuimos hasta el quiosco de Correos.
—¿Qué quieres que te compre, Miriam? —le dije.
—¡Pan, pa… palomas!
Con dos duros de migajas, Miriam voló y revoloteó, durante veinte minutos entre una nube de cabriolas, salpicadas de brincos prodigiosos.
Cuando volvíamos al lugar de partida, los ojos limpios de Miriam se hicieron sonajeros de oro bajo las sombras de los naranjos.
Aunque insistieron en que me quedase unos minutos más para tomar la tradicional “espuela”, me negué rotundamente a la propuesta. En muchas ocasiones, la tradición enlazaba las pretendidas marchas de unos clientes con la llegada reciente de otros.
Aquel día no hubo copa capaz de retenerme al pie de la barra.
Necesitaba llegar pronto a casa para llamar a Toledo y, por otra parte, deseaba estar sólo, cerrar los ojos, visionar mis antojos, programar mis búsquedas y ordenar el galimatías de sombras y penumbras que, entre mis cortas luces, había esparcido el Cáliz de Cristal.
Comprendí que hay ocasiones en que la soledad es la mejor medicina, incluso contra la misma soledad impuesta.
Marqué el 003. Me dieron el número del Centro de Estudios en Toledo. Cuando se puso el conserje, válido para portero de la gloria, me llevé una sorpresa que ya intuía. Allí nadie había dado ni iba a dar “conferencia” alguna. Estaban desde el Carnaval, en obras.
Talestris había enmascarado sus verdaderas intenciones con una piadosa epiqueya. En Toledo, el esoterismo no había que estudiarlo. Se respiraba desde las curvas del Tajo y ascendía lentamente hasta la Plaza del Zocodover, deteniéndose a cargar sus alforjas en la Sinagoga del Tránsito, cuando no en la Casa del Greco.
Desengañado, burlado, abandonado del cielo, cabizbajo sobre la tierra, me calcé las zapatillas de paño, me coloqué el pijama de felpa y conecté el Canal 45, que ya había empezado a emitir, con pruebas, buscando las noticias locales.
A pesar de que este canal comarcal no se veía bien en algunas zonas, yo disfrutaba del privilegio de la excepción. Era la hora de Tele-Andújar. Como no podía ser de otro modo, la cabecera del telediario local ocupaba “la sacrílega acción de unos desalmados”.
Tras el breve sumario del presentador se dio paso a una mesa redonda, en la que opinaban sobre lo irremediable el comisario, el alcalde, el rector del Santuario, y Eduardo Criado que ostentaba la representación del Obispo.
Tras una breve y concisa exposición de los hechos por parte del comisario, se entró en un debate, lento, complejo, que al estar basado en conjeturas, cayó en el tedio hasta que Criado tomó la palabra para exponer sus puntos de vista y sugerir soluciones alternativas.
Hombre avezado en negociar, tomó el bisturí e hizo una disección de perfecto cirujano: la búsqueda pertenecía a la policía; al Rector del Santuario corresponderían las rogativas y preces; al ausente y Hermano Mayor tocaba la responsabilidad de ir concienciando a los cofrades y a las peñas romeras para incrementar las derramas.
El Obispo tendría una misión más delicada. Enviaría una circular a todas las Parroquias, que sería leída en las misas dominicales con una sola intención: de no aparecer lo robado, la SEÑORA se procesionaría en el último domingo de abril, por las calzadas del Cabezo, tal cual Navas Parejo la creó en su taller granadino.
El alcalde palideció como en moción de censura, el trinitario Jesús Herrera, coherente con el fundador Juan de Mata, no dio por mala la idea de que el oro que aprisionaba las sienes de la IMAGEN no brillase en esta ocasión. El comisario, guardó silencio, por secreto de sumario. Quien llamó por teléfono con cajas destempladas fue el Mayor de los Hermanos Cofrades que, como siempre, avisaba de la que se podía armar, poniendo su “mayorazgo” a disposición de las jerarquías.
Cerró la rueda televisiva el señor Obispo, es decir, el plenipotenciario señor Criado que, muy sabiamente, serenó los ánimos, apostillando que a veces hay que andar torcido para encontrar el recto camino, disminuyendo el sopor del edil y aumentando la rabieta telefónica del presunto dimitente.
Pero la Iglesia propone y el pueblo dispone porque, tras unos segundos publicitarios con un spot de Peletería Daniel (donde la única piel que no abriga es la de los tarandos), Canal 45 emitió una encuesta callejera en directo.
Con las caras crispadas y los labios hechos tiratacos, los andujareños se desgañitaban, desmadrados contra los apóstatas y los curas porque, según decían, entre unos y otros querrían cargarse la ofrenda del jueves, la tarde del viernes, las carretas del sábado, el acabose del domingo y la resaca del lunes, recientemente decretada por “el de… Festejos”.
El pueblo, tan sabio en leyendas y tradiciones como en las urnas, estaba duro de roer. La Virgen, lo mandase el Obispo o el Papa Santo, saldría ese año más guapa que nunca. Bastante había conseguido ya el sucesor apostólico de Eufrasio, con su misa al aire libre, y los pregones extramuros, para que encima sacase a la REINA DE SIERRA MORENA sin oros ni mantos. El último domingo de abril, el Cabezo resplandecería de primaveras y fulgores.
¡El pueblo haría el milagro!
Cuando Mari Carmen, la rubia presentadora de Canal 45, preguntaba a los viandantes qué robo les preocupaba más, si el de las joyas del Cerro o los de los cálices parroquiales, una beata meapilas dijo que «Desde que los confesionarios se apolillaban y ni los monaguillos levantaban la diestra para absolver, no había motivo para afligirse por los copones»; a lo que un vejete añadió que «Aquí abajo eran cuatro careas los que acudían a repiques, pero allí arriba éramos medio millón», recalcando con insistencia evangélica: «¡Al pueblo lo que el Alcalde quiera; pero a la Virgen, el corazón!».

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