Lo moderno, lo actual y lo correcto es hablar de las altas cotas de libertad que está alcanzando nuestra sociedad; del bienestar social que disfrutamos; de los derechos que asisten a los ciudadanos y del enorme esfuerzo que hace la Administración para llevar el progreso y la modernidad a las capas sociales menos favorecidas. Eso queda bien.
Pero cuando llamas a la Guardia Urbana, para quejarte del ruido del “salón tropical” que han abierto debajo de tu dormitorio, el agente te dice que «hay que ser tolerante». Si pides ayuda a ese abogado que juega contigo al dominó, para exigir el cierre del dichoso salón y recuperar el color, que últimamente haces cara de perejil revenido, te responde que es mejor «quitarle importancia al asunto». Si vas directamente al Comisario de Policía, que debe ser un hombre de orden, sin prestarte demasiada atención ‑para qué nos vamos a engañar‑ te confiesa que la ley, en estos asuntos, es confusa; que es mejor no insistir y que le disculpes, que acaban de llamarle urgentemente.
Al regresar a casa, pones la tele. Están hablando de los problemas del agua, de los trasvases y de las restricciones que nos amenazan; de la situación de los juzgados y de la huelga de funcionarios; de los problemas de la enseñanza; de las reclamaciones de la Policía y la Guardia Civil y de los accidentes en las carreteras el pasado fin de semana. Ante una expectativa tan halagüeña, recapacitas, das gracias a Dios por estar vivo, te compras pastillas para dormir y tapones para los oídos, y te resignas a pasar la noche oyendo los ritmos caribeños del salón musical, que han abierto debajo de tu dormitorio.
Si se te ocurre comentarlo, alguien te llamará intolerante y te aconsejará que «no te rayes». Si te quejas porque ayer tardaron más de seis horas en atender de urgencias a tu madre, lo encuentran natural. Si humildemente ‑pensando en el gobierno‑ te atreves a sugerir que deberían buscarse soluciones para resolver esos pequeños problemas de cada día, alguien, que “te ve venir”, te califica de radical e intransigente. Decía don Pío Baroja que algunas personas son como los avestruces, que se tragan todo lo que brilla. Y Mariano José de Larra ‑cuyo segundo centenario tuvo lugar el mes pasado‑, que la mayor preocupación de los españoles de su siglo era la despreocupación.
No es que uno pretenda situarse en el fiel de la balanza; pero hay que reconocer que los ciudadanos soportamos todo lo que nos van echando, que en lo positivo casi siempre son palabras y en lo negativo, desatenciones y falta de amabilidad.
Alguien dirá que solucionar problemas no es fácil y que hay asuntos casi imposibles de resolver. Yo no lo veo así. Es mucho más fácil comprobar que un establecimiento tiene la música por las nubes, que descubrir ¡con absoluta precisión! a qué velocidad circulan miles de vehículos por una autopista. Es más simple atender reclamaciones, que cobrar multas. Más sencillo cuidar a una señora de ochenta años, que calcular el porcentaje que se debe retener a millones de trabajadores. Y mucho más factible, resolver los pequeños problemas de los ciudadanos que cobrarles sus impuestos.
Pero, sorprendentemente, en asuntos de dinero, la Administración demuestra una seriedad, una habilidad y una eficacia espectaculares. Y es que hoy día, para cualquier gobierno, lo más importante es el dinero. Pensar otra cosa es de una ingenuidad angelical. ¡Bueno: candorosa! ¡Vale: infantil!
Ahora que comienza una nueva legislatura, con la mejor intención, alguien debería decir a nuestros gobernantes:
—¡Enhorabuena señoras y señores! Os felicitamos sinceramente por haber ganado las elecciones. Sólo os pedimos que procuréis resolver esos pequeños problemas que hacen más agradable la vida de la gente sencilla. No es mucho pedir si tenemos en cuenta que, precisamente nosotros, la gente sencilla, pagamos vuestro sueldo.
Y, a continuación, recordar a sus señorías aquellas palabras que, tras sufrir varias calamidades, dice don Quijote a Sancho para elevarle el ánimo: «Todas estas borrascas que nos suceden son señales de que presto se ha de serenar el tiempo y han de sucedernos bien las cosas; porque no es posible que ni el bien ni el mal sean tan durables, y de aquí se sigue que, habiendo durado mucho el mal, el bien está ya cerca».
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Barcelona, 12 de abril de 2008
Barcelona, 12 de abril de 2008