«Duc in alto, magister» [Llévame a lo alto, maestro]

En realidad, Burguillos estaba empezando una vida nueva. Era otro hombre. No le costaban nada los actos de piedad, la oración, la caridad… Hasta más ligero y garboso andaba. Y cuando se afeitaba, se quedaba con la certeza de que hasta había “enguapecido” y se encontraba más brillantes los ojos.

Burguillos seguía con Dios bien amarrado. Haría lo que fuera por no perderle, por no dejarle escapar. La oración… ¡nada de en el bosque a través de las criaturas! En la oscura soledad desangelada de su cuchitril, cara a cara con Dios. Cilicio y disciplina, cada día. La leche y la mantequilla, sin azúcar. Y contemplaba con paciencia y buena cara al hermano Sinforoso que tanto empalago le producía. Y cuando algunos habituales en sus corros le chacoteaban para retenerle, deseos le picaban de decirles: «¿Pero es que no veis, parias del espíritu, que llevo a Dios de la mano?».
Burguillos recordaba con preocupación aquel fatídico invierno de sus melancolías. Un mínimo alivio le empujaba a creer que todo había pasado ya. Pero cualquier insignificancia, leve como la brisa, podía devolverle al cepo de la ansiedad. Tenía también presentes sus experiencias de Carrión. En sus fervores de pecador arrepentido, y en sus días de consuelo espiritual, esa tensión de perfeccionamiento y de querer tomar Zamora en una hora, siempre terminaba en tedio. Poco a poco se iba fraguando la desconfianza de si tal conversión y seguridad no serían una ilusión veleidosa.
El padre Staelin le había recomendado vida absolutamente normal. Autoafirmación en su resolución, sin tornar a nuevos manoseos y análisis masoquistas, morbosos. Ni exaltación en minutos dulces ni amedrentamiento en horas amargas. Y ¡órdenes, sin demora! En cuanto a Isadora… Coincidían los dos en que Isa era un as en la manga para una emergencia. Pero también era una traba que paralizaba su resolución. Que mientras no eliminase uno de los dos términos que le congelaban la capacidad de elegir, la indecisión seguiría destruyéndole.
Burguillos percibía que tanta tensión le iba minando. Aflojó en las penitencias y en todo lo que alteraba el estilo de su vida normal. Pero no cerró su celda. Y seguía decidido y animoso con el corazón atado a las estrellas…
A Isadora, la pobre, llevaba ya tiempo poniéndola en su sitio, por más que tanto le doliera hacerlo. Porque, aun liberado honestamente de sus inquietudes vocacionales, un matrimonio con Isa no les daría la felicidad a ninguno de los dos.
Isadora sabía lo que quería. No era la resonancia, el eco de los deseos de su madre. Isa pensaba y proyectaba. Y su madre, complaciente, apoyada en el cariño que le tenía y en su gracia espontánea, le trasmitía a Burguillos lo que Isa, por pose y pudor, no se atrevía a plantearle. Una y otra, creyéndolo dúctil y débil, le asediaban. Fueron discretas y delicadas a la hora de arriar en el cerco el pendón del linaje y los talegos, que no eran pocos. Sabían que la huerta encandilaba a Burguillos y huerta habíamos en cada carta o encuentro.
Doña Angélica, que indirectamente cooperó para que Israel se fuera de casa, desde siempre tomó gran cariño a Burguillos a través de la admiración y apego que Israel le tenía. Doña Angélica, al aire de su madre, la abuelona de los collares, soñaba un mayorazgo en la cabeza de Isadora. Bien recordaba Burguillos las penas que Israel le contaba por verse postergado. Y qué situaciones tan enojosas le creaban… «Israel, siéntate bien y no hables blandiendo el tenedor… ¿No ves a tu amigo?». «Calla, niño, por favor. ¿No ves con qué cordura habla Burguillos?».
Isa era un subproducto elaborado a medias entre la abuela Mercedes y don Cleofás.
Don Cleo fue párroco de la Patrona. Ambos convinieron en darle una educación esmerada. En el colegio más caro de Madrid. Cuatro cursos echó la criatura en adquirir un buen baño de cultura general y aprender música, canto, piano y violín. Aprendió a pintar, bordar, bien hablar, saber estar y manejar con elegancia el abanico. Don Cleo, que cultivaba a los ricos para ayudar a los pobres, era el director espiritual de la abuela Mercedes. Asiduo a la mesa y a la huerta de los Bastida, doraba y celebraba los encantos de Isa, bien fuera por ablandar aún más la generosidad de la abuelita Mercedes, o también porque la mocita era, sin dudarlo, un tesoro.
Cuando Burguillos conoció a Isa, estaba en sus veintitrés años bien florecidos. Morena. Ojos grandes, negros, negros y de mirar profundo. Los labios expresivos, jugosos, apuntando siempre una sonrisa. Negro brillante el pelo, muy largo y abundoso. Exquisitamente contorneada. La voz y el reír dulces y cantarines. Como cuando se repica en una copa de cristal fino con un cuchillo de plata. Se sabía bella, sugestiva y encantadora. Y además, era inteligente. Y con estas dotes, la plata y el cariño poderosos de la abuelita disponibles, bien podía pedir un lucero. Don Cleo le prestaría de mil amores, el altar mayor, la parroquia entera para alcanzarlo. La exaltaron tanto que se hizo engreída y manipuladora. Con quince o dieciséis años tocaba el violín en la iglesia, visitaba a los enfermos, socorría a los pobres y amadrinaba bodas y bautizos de los hijos de sus obreros y de medio Villaluz de Alba.
Don Cleofás, sin cortarse el pico, la llamaba el ángel tutelar de la parroquia. Y lo fuera, de no moverla un disimulado afán de protagonismo. En su percha y modales todo se hacía elegancia. Algún retrato le enseñó a Burguillos de cuando aún vestía de color. Busto escultórico y crenchas despeñadas, malcubriendo el hombro y seno derechos. Generosa desnudez, en primer plano del hombro y brazo izquierdos… E insinuante la turgencia del pecho bajo el verde vaporoso de una blusilla ligera. En otros, vestida de amazona, montada o posando junto a un precioso alazano.
A los veintisiete años, arrancó. Se fue con las Hijas de la Caridad. Burguillos la animó con toda su alma. Apasionada, había mantenido a raya su corazón ardoroso.
Burguillos sabía, por Israel y por su madre, que Isadora había rechazado pretendientes de solera, manteca y prestancia. Por ejemplo, un pariente lejano, terrateniente extremeño, descendiente del marqués de Castellflorite. Isa nunca bailó ni acudió con amigas a fiestas ni excursiones.
Pensaba Burguillos que la crianza blandengue, protegida en exceso y siempre en candelero, sin varones mayores en su entorno y trato, podía haber producido algún retraso en la evolución de Isa. Y acaso la raíz de su enamoramiento de un muchachico “apalominado” y diez años menor que ella, bien pudiera estar en el tímido deshielo de esa fijación. Por otro lado, desconocedor de los vericuetos del corazón femenino, Burguillos le había confiado sus dudas e inseguridad de vocación. Y el coraje que suponía echarse a la vida con sus añicos y cuatro latines. A lo que estaba naturalmente dispuesto antes de acceder a un sacerdocio “de misa y olla”. Y aunque entonces estaba de hábito y acababa de inyectarle, se medio lavó las manos y alisándole el pelo le dijo:
—Tú, por economías, no dejes nada por hacer.
Recordando Burguillos estas cosas, esos días de Dios a su vera, cuando ya no soñaba con peldaños hundidos, empezó a soñar que se agotaba, derribando un albergue de piedra en la margen de un camino incierto.
Juan Francisco Ruiz Vargas era un toledano muy salado. Orgulloso de su Toledo imperial y de su familia. Rara vez aludía a su alta posición social. Enamorado a palo seco de Cristo. Y, como no podía ser menos, también lo estaba de El Greco. Hicieron una tarde preciosa, paseando entre prados y maizales, sin perderle la cara al mar, que dormía azul y silencioso. El milagro de “la curación” de Burguillos le sublevó júbilos y alegrías. Concertaron en firme lo tantas veces hilvanado en el aire. Burguillos le predicaría su primera misa; aunque, por eso de los intersticios, fuera sólo diácono. Y cuando llegara su turno, él predicaría la de Burguillos. No era gran orador pero, hombre de grandes convicciones, se le escapaban de entre los dedos. Sin desaforarse, seguro que llenaría el púlpito. Y su voz potente, pura musicalidad, haría vibrar el silencio. Para Burguillos, sobre todo, era el tesoro bíblico, el amigo y confidente leal.
En la portería le esperaba una nota: «Burguillos, dos horas te hemos esperado. Llama pronto a la fonda La Colasa. Tranquilo, señor obispo: no pasa nada». Y firmaba «A. de la Bastida». La tarde y la paz interior se le hicieron añicos como un búcaro de cristal… «¡Habrase visto! ‑se decía malhumorado‑. Parece cosa del mismísimo…». Entró en la capilla de la Comunidad con la nota estrujada en la mano. Allí no estaba Dios. Él no lo encontraba. ¡Tanto lo había revuelto la notita! ¿Darles plantón? Les estaría bien. Pero no era digno ni leal. Que Burguillos, aparte apaños de casorios, las quería de verdad. Que no era poca deferencia que doña Angélica, unigénita del mayorazgo Bastida, deseara casarlo con su única hija, Isa, que por hermosura, discreción y hacienda era el mejor partido de la zona, puesta a disposición de “un piernas” sin oficio ni beneficio. Bien estaba. Pero de ahí a las bendiciones, el tálamo y los churumbeles…
Porque, Isadora, en ningún momento se le había infiltrado a Burguillos hasta esos recovecos donde sexo y amor se ligan inseparables. Y por eso nunca hubo pasión que le perturbase el juicio y le sometiera la voluntad. Una amistad con menos campo de identificación cada día. Y sutilizando, sutilizando, en sus análisis a lo bruto, llegaba Burguillos a conclusiones como esta: «Isa está en la cuarentena. Fuerzas, pulsiones biológicas, tan imperiosas como la maternidad le ladran como una loba hambrienta en los senos profundos del ser. La muerden con la furia de una necesidad básica insatisfecha. Hambres son que, tantos años reprimidas y ahora apremiadas por la edad imparable, se desbordan y arrasan».
El cálido bronceado natural de su piel, la negrura de esos ojazos, su voz, cada día menos tierna, más cálida… Todo, sobre el fondo de un temperamento ardoroso, le hacía a Burguillos recordar escenas novelescas de pasiones orientales. Y preveía que iba a ser un juguete puntual, manejable, para avivar urgencias sin satisfacerlas sobradamente. Que sus respuestas por falta de motivación erótica siempre serían moderadas. Que en el sexo, como en la mesa, el apetito se activa en respuesta al estímulo que lo apremia.
«Axiomático es –pensaba‑ que, para la felicidad conyugal no basta copular, engendrar… El amor exige identificación, sinergia». Y en vez de examen de conciencia y puntos de meditación, se enzarzaba Burguillos, sin poderlo evitar, en la misma red de tantos años. Y se reafirmaba, atufado, en el rechazo de todo su ser a Isa como esposa. Cabeza, corazón y el inconsciente se lo confirmaban. Cuantas veces en sueños la hizo suya, en el mismo sueño lloró y abominó de sí mismo por el incesto. ¡Y ya estaba bien de Isa en su vida!

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