El embrujo de La Cardosa, y 2.

22-01-08.
Larga carta de Isadora. Tenían problemas serios y las dos pensaban que podría ayudarlas. Que a su madre no se le pasaba por el magín que no acudiese a su llamada. Y a ella, ni por el magín ni por el corazón. Que si acudían a él era porque, en asuntos tan familiares y delicados, era el único que les ofrecía confianza y seguridad… Que si por cualquier circunstancia no podía ir a Villaluz, ellas se arreglarían para venir a Moral. ¡Vaya lío! Una monja bonita y su dueña, en casa del señor Manolo, a ver al hijo que no acaba de hacerse cura…

Visita vespertina. Parloteo… ¿Debía o no acudir? Reflexionó, meditó, se inquietó… Otra vez, desasosiego y angustia. En la viña ya, menos agobiado, decidió a la luz de las estrellas. Sí, sí, debía acudir sin excusas. No a Villaluz. Mejor a León. Y debía mostrarse efectivo; y afectivo sin labilidad1.
Escribió. Lo ideal era reunirse en León, tal día y a tal hora. Él tendría que retornar esa misma tarde… Que ya habría ocasión de ir a Villaluz a recoger las reinetas y membrillos de la huerta.
Y en León, a la hora en punto, en la puerta de la Catedral, se encontraron. Doña Angélica, muy de señora, con restos de distinción y grandeza en el vestir, abrazó a Burguillos maternal y llorosa.
Isadora, al aire de los vuelos blancos y elegantes de su toca, le saludó muy recatada. La encontró muy guapa. Quizá fuera un relámpago de rubor o que se había maquillado un poco, lo que hizo que le pareciera más hermosa que otras veces.
La matriarca, cercana y decidora como siempre, le dijo que por mucha sotana que llevase encima, para ella era como un hijo. El Burguillos que conoció en San Buenaventura. Y que si llegaba a obispo también le besaría.
¿Dónde ir a charlar? Burguillos, seminarista pobretón y garbancero, propuso buscar una sombra en el paseo de Papalaguinda. Doña Angélica pidió que la dejaran hacer. Y asida a su brazo, los llevó a San Marcos. Allí se refrescaron y, más que departir, analizaron. Realmente la cuestión era delicada. Israel, el hijo varón, que apenas conoció a su padre, se empeñó en terminar medicina en Estados Unidos. Su madre le llamaba, descorazonada, hijo pródigo. Insistía en que le adelantasen parte de la herencia de su padre. Aducía gastos para establecerse y un próximo matrimonio. Su madre, por testamento, figuraba como heredera universal. No quería vender, mientras viviera, ni un pie de tierra. Y en cuanto al dinero, se había plantado. No sabían si ciertamente era médico o saltimbanqui.
—Y ¿qué puedo hacer yo, doña Angélica? —preguntó con precaución Burguillos.
—Todo, hijo; todo para sacarnos de este enredo. Que nos va a quitar la vida poco a poco. Yo te pago el viaje y te vas. Hablas con él. Te enteras bien de todo y le convences para que venga. Que a ti siempre te hizo caso.
—Eso era cuando vestíamos pantalón corto… Yo le escribiré una carta bien pensada y argumentada. En cuanto al viaje, imposible.
No quedó muy satisfecha. Siguieron con el tema en la comida. Tuvieron la sobremesa en el hall. Ellas tomaron café y Burguillos, por eso del pulso, pidió un helado. Y, creyendo que todo quedaría ahí, expuso su horario de vuelta a Moral. Pero aún quedaba un último punto. Más bien una hilera de puntos suspensivos… Cuando la madre se lanzó a hablar, Isadora se inquietó visiblemente.
—Florindo, tú le conoces; el vecino aquel tan atento. Pues insiste en pedir relaciones a Isadora.
—¿Cómo? ¿Cómo?
A Burguillos le parecía que no había oído bien.
—Mira hijo, no te asustes ni te escandalices. Isa ya anda por los treinta y siete años. Y parece que los hábitos le pesan demasiado. Y cuidado que se lo repetí antes de ingresar… que el monjío no es para ti ni por cuna ni por capital.
—Usted madre, —susurró Isadora— siempre con la cuna y el capital a vueltas…
Isadora habló así por congraciarse con Burguillos en ese punto. Que ella también era muy dada a repartir el mundo entre los de “buena familia” y los otros.
—Pues el tal Florindo —prosiguió doña Angélica—, que ni por apellidos ni por hacienda, por muy médico que sea, se acerca a la categoría de mi hija, pienso yo que no es mal partido… Que en casa está urgiendo un hombre… Y si no, ésta, que con el monjío desde niña no es mujer de lucirse, se me queda para vestir santos.
—Pero, madre, —cortó Isadora— sabe usted de siempre que Florindo no me va…
—¿Por qué? —preguntó Burguillos.
—Pues porque es muy estirado. Siempre de pajarita. Bien engominado. Además, es un buscavidas…
No respondió Burguillos por más que a Isa le desbordase la razón.
—Y tú, hijo, ¿qué piensas hacer? Porque lo tuyo también se las trae, ¿eh? Ahora sólo falta que te pongas otros seis o siete añicos entre “comillas” y ya tienes la vida hecha.
Burguillos creyó ponerse como la grana, aunque hizo un mohín por celebrar la ocurrencia. Seguía embalada la madre de lsadora, mirándolos a uno y a otra.
—¿Cuándo te ordenas…? Nunca, si Dios quiere. ¿Verdad, hijo? ¿A que sí?
—Este curso que viene, de subdiácono. Y, el siguiente, ¡a cantar misa!
Con qué crudeza y acierto se estaba desnudando. Isadora se disculpó y se retiró. Su madre se acercó un poco, le tomó el antebrazo y con voz de confidencia y de ruego le soltó:
—Burguillos, hijo, yo ya soy vieja. Y eso y el cariño que te tengo me dan derecho a decirte lo que llevo hace tiempo en el corazón. ¿Te gusta Isadora?
Ahora sí, sonrojado, azorado y noqueado, Burguillos no sabía si echar a correr.
—Vamos a ver… Isadora es muy guapa y además una santa…
Pues, hijo, yo creo ‑nada me ha dicho ¿eh?‑, pero me da a mí que está muy por ti. Y yo pienso…
—Doña Angélica, yo quiero mucho a Isa, pero con un cariño fraternal. Nunca he pensado yo en ella como novia. Además yo me voy a ordenar…
—Tú no te ordenas —cortó seca—. Y cuando dejes de vestirte como las mujeres, por la cabeza, vas a ser un hombre maduro, sin oficio ni beneficio.
En ese instante apareció la monja y, mirándole fijamente, le preguntó, sin más:
—Entonces, ¿qué te parece? Que no me has dicho nada.
—¿Qué me parece, de qué?
—De lo de Florindo.
—Mira, Isa, es algo muy personal. Si tú estás decidida a matrimoniar, vístete como una señorita de hoy. Sal, viaja, relaciónate sin cortedad. Y con tu físico, tu cultura, tu personalidad y tu hacienda, escogerás en Villaluz y en Madrid…
Le acompañaron hasta la estación de autobuses. Le compraron dulces para sus padres. Quedaron en mantener contactos frecuentes. Doña Angélica le abrazó muy efusiva. Y, apartándole un poco, le susurró:
—Hazlo por mí, hijo. Qué felices seríamos viendo corretear por la huerta a unos diablillos que heredasen y mantuvieran la hacienda y nombre de los Bastida.
Entre Isa y Burguillos hubo un momento de indecisión… Él le ofreció la mano y ella la apretó entre las suyas. Se miraron a los ojos. Y al subir al autobús, Burguillos se pisó la sotana.


1 labilidad: debilidad, fragilidad.

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