28-12-07.
Elegí el tren para ir a Valencia, pensando que podría tener unas cuantas horas de tranquilidad en las que leer alguna novela intrascendente, aparte de evitarme el estrés del automóvil. Pero me fue imposible. Desde que salimos de Murcia, una poetisa, que se autollamaba Elena y parecía ser profesora de instituto, se empeñó en empaparme bien de la reciente presentación de un libro de su creación literaria. Para ello, no dudó en ocupar mi espacio de privacidad, dando la buena nueva a todos los amigos (porque, según confesión propia, no poseía amigas). En sus casi monólogos eternos, desfilaron poetas de hoy, de ayer y de siempre, no sé si para demostrar su gran sabiduría y su conocimiento y dominio del tema o para impregnar el vagón de cultura poética, haciendo desfilar a Francisco Brines, Claudio Rodríguez, Eloy Sánchez Rosillo (muy comentado y celebrado), Félix Grande, Juan Ramón, Cernuda o Quevedo.
Era tal la verborrea que destilaba, sin el más mínimo pudor en una persona que se entiende culta, que impedía concentrarme en la lectura de una novela facilona de las que llaman best-seller.
Cuando interrumpía su continuo mosconeo y se enzarzaba en la revista Hola, volvía a abrir el libro; pero, quiá, de nuevo se imponía la seducción del móvil y aparecía otra llamada, más o menos calcada de las anteriores, que agredía una vez más el reducido espacio, haciéndome imposible reemprender la lectura.
Otros móviles, intermitentemente, acompañaban el guirigay, invadiendo totalmente el espacio del vagón. Se sucedían conversaciones de enfermedades, de amores, de viajes, de confidencias en voz alta, que se iban mezclando con otra nueva llamada de nuestra poetisa; y de nuevo los poetas, los agradecimientos y el glamour de la puesta en escena de su nuevo libro.
El recinto del vagón llegaba al delirio, porque a las palabras de amor, o de nostalgia, o de poesía, o de intimidades de lo más extraño ‑todas en castellano‑ se sumaban ahora otros idiomas: árabe, ruso, rumano, o qué se yo, amenizando con babelizar ese pequeño espacio físico que empezaba a ser asfixiante.
Conclusión: Estoy muy de acuerdo con la prohibición de fumar en los lugares cerrados. Y, aunque soy fumador esporádico, apoyo las medidas en este sentido con el fin de proteger la salud del individuo y del medio ambiente, en general. Pero… ¿no debiéramos pensar también en hacer algunos recortes a la utilización del teléfono móvil? Todo sea por preservarnos la cordura, tantas veces y en tantos sitios.
Cartagena, 1 de octubre de 2007.