«Introibo ad altare Dei»

06-09-07.
Leo con un pasmo que me afecta ‑creo que gravemente‑, que en el Vaticano consideran seriamente el asunto de volver a que las misas se celebren según la anterior liturgia del Concilio Vaticano II y, por supuesto, usando la lengua latina como vehículo de las oraciones, ritos y formulaciones sagradas.
 

Si digo que lo están considerando en el Vaticano es desde luego que lo está considerando y fomentando el actual Pontífice. Y no se hable más.
Este pasmo, que me ha asaltado, creo que necesitará mano de santo (ya no digamos de santa, por si acaso); al menos, de igual eficacia que la demostrada con el piloto polaco de Fórmula 1 que, luego del descomunal cascazo, salió de veras ileso; y corrieron desde ese lugar romano a declarar la intervención milagrosa del anterior tenedor de la Cátedra de San Pedro (que se ve que fue rápido, mucho más que el bólido, en resolver la situación de peligro). Así que de esa mano podrá venirme el salir de mi estupor.
Uno ‑que fue monaguillo antes que fraile, y casi literal es el significado del dicho, porque muchas misas ayudé en mis tiempos infantes y adolescentes, tanto en la Safa de Úbeda como en el Convento de la Inmaculada, monjas carmelitas de clausura, para los oficios de la Semana de Pasión‑ empezaba aquellos servicios religiosos previamente como aprendiz y ayudante de otros monaguillos más veteranos, que te iban indicando lo que debías hacer en cada momento (gestos, empujones y hasta pellizcos para que espabilases) y lo que debías contestar a cada parrafada que el oficiante largase; parrafada que no hay que decir ni la entendíamos: o por la deficiente dicción del sujeto o por el mismo cuerpo de lo dicho, en latín, que no era precisamente la lengua materna de aquella actualidad. Así que contestábamos chapurreando, farfullando y tergiversando todo lo que había que contestar, sin tener ni “pajolera” idea de lo que significaba; ni si Dios, a quien se supone dirigíamos nuestras preces, se enteraba.
Pero se ve que a los clérigos les daba igual si tenían sentido nuestras dicciones o si eran ni siquiera parecidas a las que se debieran en puridad formular. Se trataba de hacer el teatrillo de cientos de años ya, seguir con la rutina de un culto anquilosado e incomprensible, no ya para los chicuelos que ayudábamos a llevarlo a cabo, sino para los fieles que tampoco sabían nada de latín, ni de lo que allá en al altar se hacía y decía.
La realidad era esa, se diga lo que se diga y se pongan de rodillas los actuales vaticanistas. Todo consistía en desarrollar un ritual mágico, pues, por lo incomprensible, así debía serlo: mágico; que solo el oficiante y sus acólitos podrían formular (apenas si algunos del público también se habían aprendido ciertas formulaciones, al estilo de los monaguillos; o sea, sin tener ni idea de lo que decían). El rito mágico y casi oculto, de espaldas a la plebe, que solo recibía de vez en cuando actos de bendición ‑como a modo de recordarle que debían estarse muy recogidos y atentos a lo que sucedía, no fuese a que el sortilegio no saliese bien‑, podía admitir largas cantatas, excelsos momentos de música instrumental o coral, espacios de adoctrinamiento, y que en estos ‑los sermones propiamente dichos‑, ahí sí se utilizaba la lengua vehicular del público (o la oficial, según) para que de ello sí que tuviese constancia y acuse de recibo.
Misas hermosamente largas y cargadas de rito y misterio.
Quieren volver a ello. Atrás queda, pues, la lucha de Pablo VI con Lefébvre, obispo recalcitrante que hasta llegó a ser excomulgado y fundó una orden disidente. Miren ustedes si, a este paso, se decide que el Papa Clemente del Palmar de Troya tenía más razón que el otro; miren si terminan por dejar de lado o de declarar heréticos a Juan XXIII y el dicho Pablo y recuperan para el seno católico al francés y al sevillano.
Lo dicho. Entraba uno al presbiterio y se iniciaba en realidad un monólogo que entre sueños trataba de seguir: se movía para hacer el lavamanos, llevar los corporales, preparar las vinajeras y la culminación, tocar la campanilla a destajo en la consagración ‑que era lo que todo monaguillo, que se preciase, deseaba‑.
Luego, al salir a la sacristía, lavarse con el agua perfumada; o “pimparse” ‑sin que se diese cuenta el cura o el sacristán‑ el vino sobrante y las hostias sin consagrar. Y un durillo al bolsillo, si había generosidad. (No voy a recordar otras cosas que, a veces, los monaguillos sufrían ‑espero que comprendan‑). Muchas mañanas, desayuné yo en la Safa, en los reservados de los comedores, mi buen vaso de leche y mi buena cuña de queso ‑que en mi casa no podían darme‑, por hacer el servicio.
Volvemos, pero no será igual. Ilusas las ilusiones de quienes piensen que esto volverá a atraer al rebaño; que solo con ritos mágicos y fervores de tránsitos y éxtasis, entre vapores de inciensos y falta de oxígeno por la combustión de velas y cirios, se llenarán otra vez los templos… No son los tiempos aquellos; ya los chicos no irían por una cuña de queso con el hambre en la cara; ni los mayores, por el martirio de horas y horas con las rodillas doloridas, por el placer del sufrimiento. Ahora se entiende el asunto de la iglesia “roja” de Entrevías y su persecución. ¿Qué es eso de bajar hasta lo más humanamente posible al Jesús-Dios? ¿Qué es eso de seguir enseñando que es más importante el mensaje evangélico igualitario y liberador que mostrar sumisión y devoción ante lo intangible e incomprensible del rito misterioso y sacramental…?
Creo, de todas‑todas, que si fuesen personas serias, ni lo plantearían. ¿Qué está pasando, pues? Que se les está pasando la rosca.

Autor: Mariano Valcárcel González

Decir que entré en SAFA Úbeda a los 4 años y salí a los 19 ya es bastante. Que terminé Magisterio en el 70 me identifica con una promoción concreta, así como que pasé también por FP - delineación. Y luego de cabeza al trabajo del que me jubilé en el 2011. Maestro de escuela, sí.

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