21-06-07.
Carrión de los Condes. Viejo y noble solar. Un río espléndido vierte frondas y riqueza en su vega y entornos. Tan pródigo es que hasta su nombre cede al poblado.
Allá, de la mano de Dios y por propia voluntad, acudió Burguillos a probar fortuna en los negocios de Dios.
Todavía la semilla que los hijos de San Vicente sembraron en él era viable. Ya entonces era dado a deshojar margaritas. Recordaba aquel encuentro con el padre Pano, allá en Murguía, año de 1935. Fue clarificador entonces. Por el hecho de hallarse contento, bien acogido en la Apostólica, con buenas notas y buen comportamiento, parecía clara su vocación.
No era el infierno precisamente lo que llevaba Burguillos a San Zoilo. Era retomar un camino roto. Tratar de ver si, reemprendiéndolo, encontraba su destino. Había leído cosas de jesuitas novelescos, ladinos, intrigantes, sabios y santos… Empecatado e inquieto, escribió su solicitud. Y la rápida contestación del Rector de San Zoilo le llevó ágil y esperanzado. Era sólo una entrevista de contacto. El padre Camilo M. Abad estuvo muy amable con él.
Todo debió de ser satisfactorio porque le hicieron quedar con lo puesto.
Y como le gustó la jesuitera, se quedó a gusto. Por aquel entonces, entre la huerta y el claustro, Burguillos no hubiera dudado en quedarse con la huerta. No le faltaba de nada. Hasta colmenas había y un río cantarín cruzándola a lo largo.
Como semillero de jesuitas, el plan de estudios y proyecto educativo eran serios, ambiciosos. No era una Apostólica elitista. Sí era exigente en capacidades humanas y disposiciones intelectuales. Todo pivotaba ya en torno a la Ratio Studiorum: sólida formación humanista, latín, griego, castellano… todo trillado, reafirmado con mucho ejercicio práctico. Se tendía a la formación integral de entonces.
La vida espiritual, seria. Rigorista incluso. El escrúpulo y la angustia fueran lógicos en quienes como Burguillos llegaban un tanto montaraces. Y con la conciencia algo rayada. El bendito padre Cuende, sereno y humano, acogía y confortaba a los desertores de otros rediles… que no eran pocos.
Mucho tiempo después, reflexionaría Burguillos acerca de esa ascética negativa. Aquella obsesión por el pecado. Y la furia en cortar a tajo cualquier amistad por aquello de “las amistades particulares…”.
En Semana Santa, tres días de ejercicios espirituales. De los de boca cosida, y muerte, juicio, infierno y gloria. ¡Qué desasosiego las calderas aquellas! Y entonces, a rebuscar por parajes y pajares… Y contrito y avergonzado, saliéndosele el corazón a largar por esa boca serrana. El padre confesor, hierático. Y Burguillos pensando: «¡Ay, la que me espera…! Que si por cuatro gaitas, aquel padre le dijo un día aquello del tantilus homo… éste… éste me endiña el Dies irae, dies illa…».
Burguillos salió, de sus primeros ejercicios en Carrión, transformado. Y esa huella le duró años. La mano de Dios había caído despiadada sobre él. Ya no tuvo voluntad para negarse y le dijo a Cristo: «¡Sí!».
Todo cambió. Y a contrapelo, al Burguillos jovencito petulante y presumido lo dejaron hecho un guiñapo en las manos de Dios. Los dulzones y clandestinos versos que en sus renacidos fervores poéticos dedicara a su primer amor, le parecieron sacrílegos. Los hizo pedacitos. Pero no consiguió olvidarlos. Le tentaba frotarse los labios por borrar la huella de aquel beso estremecido y fugaz.
Extraño era que los jesuitas, tan avanzados en todo, se mostraran tan remisos en impartir una formación sexual reglada. A esos años ‑dieciséis, diecisiete‑, las venas trasvasan pólvora hirviente. Y las verdades biológicas del sexo braman y acosan. Pero no era el sexo lo que más costaba someter en un programa de vida evangélica. Que el hombre no se integra y proyecta condicionado únicamente por sus gónadas. Mucho más cuesta, sin duda, desarrollar armónicamente y ensamblar la autoafirmación de la personalidad con la aceptación de la Regla que impone y encarna el Superior. Ello es renunciar a la propia independencia, aun de criterios, cuando la personalidad naciente más la anhela. Cuando vitalmente más se necesita para estructurarse, para ser uno mismo.
A Burguillos se le produjo como un vaciado de cabeza y corazón que le llevó a aceptar criterios, disposiciones y actitudes impuestos. Al principio y a ratos, se rebelaba. Y se resistía a que pretendieran hacer de él un santo almibarado… «¿No era bastante ‑pensaba‑ retorcerse de por vida las criadillas y el corazón?». Partiendo de esta negación heroica, aceptar además un medio y una doctrina excluyentes de sus juicios, aficiones, proyectos… le parecía demoledor.
Burguillos, a pesar de su cambio de vida moral y de sus inquietudes, deseaba ser él. Pero Dios se había entrado en su vida. Y todo, todo, se le estaba transfundiendo. Le era necesario renacer. Y a ello se entregó con ardores de converso.
Dios le roció el camino con dulzores de oración y de penitencia. Sobre las frías losas de la vieja iglesia gótica, ¡qué ratos pasó sumido en la penumbra! El cilicio y la cadenilla le daban conciencia de penitente. Probablemente, la satisfacción que en ellos hallaba provenía de una refinada vanidad espiritual. Y como era de esperar, una granizada de escrúpulos le raspó, del alma, cortezones y verrugas.
El padre Cardiel era un jesuita sereno, de buen ver. Fue el ejercitador del segundo curso de Burguillos en San Zoilo. El padre Cardiel precedió a las cuestiones del sexto mandamiento con una charla sobre el ideal. Habló con entusiasmo sobre la capacidad trasformadora, perfectiva, del ideal. Les dijo a los seminaristas que entre los catorce y los diecisiete o dieciocho años hay que dar con el ideal. Que el ideal ha de adecuarse a la manera de ser de cada quien. Y que se contrasta un ideal cuando orienta la vida, cuando implica un destino acorde con las capacidades del sujeto.
A Burguillos, y seguro que a todos los mayores, el padre Cardiel les encandiló. Sobre todo cuando les dijo que tenían la vida en la mano y que del coraje y entusiasmo que le echasen dependería el logro de su ideal. Llegó la hora de la castidad… Y casi les decepcionó. Habló de la libertad y liberación de sí mismos para alcanzar la cumbre del ideal. A Burguillos le gustó mucho el símil de la caldera de vapor, o el río despeñado que arrasa hasta que, canalizado, es riqueza y alegría. Insistió, repitió que quien tiene un porqué noble, con la ayuda de Dios, encontrará el cómo para realizarlo. Les invitó a ser felices siempre. Y terminó los ejercicios leyendo el himno a la caridad. Aquello de «aunque yo hablara todas las lenguas… si no tuviere caridad…». Quizá porque lo leyó bien entonado o porque para Burguillos era un texto nuevo, el caso es que a él le alucinó. Terminaron los ejercicios serenamente contentos. Para Burguillos fue una experiencia íntima, superior.
El hermano Pastor era un hombre pío y temeroso de Dios. Desde su condición de lego, admiraba las luces y el saber de los padres jesuitas. Él fue quien le comentó a Burguillos el caso de las tres señoras que en las misiones de su pueblo se privaron, cuando oyeron las pláticas del infierno dadas por el padre Casto.
El padre Casto era misionero rural. Alto, delgado. Ojos y nuez salientes. Las manos descarnadas. Fina y penetrante la voz. Gafas muy gruesas. Fue el ejercitador del tercer año de seminario en la Apostólica. Tajante en deslindar el bien del mal. Quizá lo que no deslindaba bien era la energía de la crispación. El pecado le exasperaba. Su fuerte era el infierno. Cuando le llegó el turno, se recrecía. Si parecía que hubiera estado allí… Ciertamente, el hermano Pastor tenía razón: aterrorizaba. Y como la capilla era pequeña y estaban muy juntos, se daba auténtico contagio emocional. En las dos charlas sobre el sexo y la castidad, se sulfuró mucho… En el santo nombre de Dios y de Santa María, Mater castissima, anatematizaba como si se dirigiera a soldadesca impura: «Ese cuerpo pecador, que lleva esos resortes de pecado…»; «Si tu mano, si tu ojo… arráncatelos y arrójalos a la hoguera…». Algo se ruborizó Burguillos, pensando que si con eso de los “resortes” se referiría a… los perendengues. Fueron bastantes los que con mucho disimulo se miraron… ¡Anda que si para ser fraile había que castrarse…! Y el padre Casto les puso como ideal a San Luis Gonzaga. Que tan amante de la castidad era, que hasta de mirar el rostro de su madre se abstenía para evitar malos pensamientos. Burguillos no estaba dispuesto ni a rebanarse nada, ni a dejar de mirarse en los ojos azules de su madre. «¡Que no, padre Casto –pensaba‑; que por ahí no entro!».
Desde que llegó a Carrión, Burguillos… puro como un ángel. El ideal de ser jesuita, de formarse muy bien y de ser un gran predicador, por lo menos como el padre Cuende, le tenían a flote. Esa versión negativa de la castidad era negarles la vida. El padre Cardiel, en cambio, les recalcó que la castidad no era una virtud negativa. Que era vida, entrega, liberación, crecimiento, espíritu de sacrificio y de creación.
El ambiente en la Apostólica era, sin embargo, distendido. Increíblemente sano entre adolescentes, en un internado estricto, hermético. El estudio, el comportamiento y la vida espiritual eran básicos. La disciplina, el reglamento se asumían insensiblemente en una convivencia fluida, alegre.
A Burguillos todo ello le sorprendió agradablemente desde su llegada. Más tarde, en sus primeros escarceos líricos, intentó con una sarta de redondillas versificar lo que veía y disfrutaba. Y siempre habría de recordar, casi como un sueño, su paso por Carrión. La Compañía que descubrió en San Zoilo le pareció hierro de buen encaste. Y con ella intentó apasionadamente gastar la vida, lidiando en los ruedos de Dios.
A Carrión le debió Burguillos no sólo el ideal y la ilusión prácticos y duraderos de llegar a ser jesuita. También, y sobre todo, Carrión le marcó y señaló caminos en el alma. Le estimuló a luchar sin desfallecer por alcanzar sus ideales. En aquel Age guod agis, perdido en normas y exámenes de conciencia, aprendió a entregarse con ilusión a sus menesteres. Aunque fueran ‑como lo serían‑ tan ingratos y depauperantes como arrear a centenares de chicos. Ahí aprendió que no hay piedra tan dura que, al calor de las manos, no se ablande y nos cante su poema de siglos. ¡Bendito San Zoilo que tanto le condicionó!
«No sé qué tiene Carrión / que a todos nos embelesa…». Burguillos fue el jardinero mayor, por solemne nombramiento del jovial padre Abarquero. ¡Cómo mimaba los rosales de la Virgen y de San José! Los desinsectaba a mano. Y no recordaba un solo arañazo. A pesar de algunos escrúpulos y los menús de posguerra, el espíritu del grupo era alto. El clima y estilo, diáfanos, serenos: «Seas ángel o doncel, / dime, amigo / ¿dónde aquí se abreva el alma? / ¿De do esta alegría y calma? / ¿Dónde se liba la miel?».
En ese vivir a gusto intervenía el buen hacer de los llamados maestrillos. Eran cercanos, serviciales; eran de lo más selecto. Sobre su actuación, siempre a punto, estaba la prudencia y providencia del padre Prefecto y del padre Rector. Y todo el retablo de los padres graves. Todos en perfecto estado de salud. A éstos, razonablemente los reverenciaban porque les presumían cocidos en saber, prudencia y virtudes: viejos arcones de roble donde hallar las viejas esencias de la Compañía que tanto a tantos les sedujo e hizo soñar… O tempora…
En estas nubes volaba Burguillos. Fue por mayo, «cuando empieza el calor», cuando la huerta florida y frondosa se hacía un edén. Burguillos siempre tuvo permiso para estudiar en la huerta. Lo aprovechaba especialmente cuando tenía que versificar alguna cosa. Se acercaba el día treinta y uno. Era el día de la Consagración a María. Se hacía en la huerta, en torno al cobijo de una imagen del Pilar. Era un recital fervoroso y sentido. Como una pequeña apoteosis de sol, de rosas, sentimientos, versos y canciones.
Hacía dos años que Burguillos declamaba sus versos en toda celebración. Aquella era su última consagración antes de partir para el noviciado. Siempre tan escurridizo y enriscado para él. Estaría presente toda la Comunidad. Tenía que estar más original, más emocionado y más contagioso que nunca. Y ajustando sus liras marianas, en aquel jardín le mordió una serpiente. Venía de lejos, embozada y reptante… Definida y bien honda percibió la parálisis… la que sería compañera y verdugo de toda su vida. Sus primeras lágrimas adultas, ácidas y corrosivas las vertió a solas junto a la Virgen del Pilar. Años, hora por hora, había estado Burguillos esnifando hasta los tuétanos, como si inhalase el cielo, su incorporación a la Compañía… Y cuando la tenía en bandeja, el cielo se le hizo duda. Y él, que lo había querido con toda su alma, en ese momento no pudo quererlo ni dejarlo de querer: «Cabalgaba el soñador ‑pájaros arlequines‑ cantan el sí. Cantan el no». Como el soñador de Gerardo Diego, se encaramó en un columpio.
Cada quien le dio un nombre: perplejidad, agotamiento, indecisión… Nadie le habló de patología ni de neurosis.
De Carrión ‑San Zoilo‑, Burguillos guardó en el relicario de su vida, sin empañársele, vivencias, compañeros y jesuitas que alumbraron y reanimaron sus días. Y recordaría siempre que, en San Zoilo, animado y orientado por el padre Díez, leyó entero el Quijote y se enamoró de él.